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Guardia Republicana (archivo, junio de 2023).

Foto: Ernesto Ryan

La nuda vida y las luchas territoriales por el derecho a existir

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¿Violencias autorizadas?: de la constitución al garrote y al bate de béisbol.

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En memoria de Gustavo Castro

A partir de una trágica represión en Brasil y el asesinato de personas en situación de calle, el 19 de agosto se conmemora el Día de las luchas de las personas en situación de calle de Latinoamérica y el Caribe. En el marco de esta conmemoración, el 19 de agosto el colectivo Ni Todo Está Perdido (Nitep) convocó por cuarto año consecutivo a una concentración en la plaza Libertad, bajo la consigna “Vivir y morir en la calle ¿por qué?, la intemperie social nos mata”. Durante la concentración, y a partir de un corte de calle por algunos participantes de la movilización, la policía se hizo presente a través de la represión y la violencia, tal como quedó registrado en diversos videos que circularon en redes y replicaron distintos medios. El episodio tuvo como saldo personas heridas y detenidas, un comunicado del Ministerio del Interior justificando su intervención y una conferencia de prensa del colectivo Nitep en el que manifestaba su rechazo a la criminalización de la protesta y expresaba otras formas de violencia que sufren cotidianamente las personas en situación de calle: “Violencia es no poder trabajar, no tener acceso a la salud. Es que te den comida en una bolsa, es esperar en la puerta de un refugio horas, para que, a medianoche, luego te deriven a cualquier otro lugar”.

Seguramente las autoridades del Ministerio del Interior y los agentes policiales que protagonizaron los lamentables hechos desconocían el porqué de la movilización y su trágico origen, al grado que terminaron representando, de forma dramática, la versión uruguaya de la forma en que el Estado ejerce violencia cuando se denuncian sus propias omisiones.

La violencia que se ejerce en Uruguay contra las personas en situación de calle es ominosa e institucionalizada. Existen disposiciones normativas que imprimen violencias, marcando en los cuerpos dolor, exclusión y desigualdad. Desde la Constitución, pasando por las disposiciones del Código Penal y sus improntas criminalizantes –agravadas en los últimos años por la Ley de Faltas (19.120) y por la ley de urgente consideración (19.889)– las personas en situación de calle han sido “categorizadas” por fuera del nosotros inscrito en la palabra comunidad.

El texto constitucional separa en categorías el universo de personas que ven vulnerados el derecho a la vivienda, apartando expresamente, de acuerdo con lo establecido en su artículo 46, a “los indigentes o carentes de recursos suficientes que, por su inferioridad física o mental de carácter crónico, estén inhabilitados para el trabajo” (art. 46 CR). Mientras que el Código Penal criminaliza la “ocupación del espacio público”, construyendo en nombre de la “convivencia” al sujeto de las exclusiones, de la marcación y el encierro.

A su vez, el contenido de la normativa es reforzada a partir de discursos oficiales que sustentan estas prácticas y retroalimentan la forma en que se ha ido diseñando la política pública en la materia, y la respuesta estatal a través de la estigmatización y el castigo, donde la Policía juega un rol fundamental en tanto garante del “orden” en el espacio público a partir de la “limpieza social” y la represión.

La discrecionalidad de la Policía en el “control de las faltas” cometidas, la ausencia de controles y la discrecionalidad sobre la forma de funcionamiento de los espacios destinados al “refugio”, en cualquiera de sus modalidades (diurno, nocturno o 24 horas), la negación de acceso “por falta de cupo” o la expulsión como otra forma de castigo por “mal comportamiento” son algunas de las manifestaciones de esta violencia.

Un caso paradigmático de la violencia institucional descrita fue padecida por Gustavo Castro, quien en una noche de invierno tras ser negado su ingreso a un refugio fue trasladado, violentado por la Policía y “liberado” a la intemperie por decisión de una fiscal. Su muerte fue provocada a causa de la negligencia estatal. En todas las etapas en las que el Estado intervino falló; sin embargo, no se instrumentó ningún tipo de medida contra los jerarcas involucrados tanto a nivel del Ministerio de Desarrollo Social, el Ministerio del Interior y la Fiscalía General de la Nación. La sucesión de erráticas decisiones amparadas por la ausencia de protocolos y por disposiciones normativas, legales y reglamentarias vigentes habilitaron que Gustavo muriera, según el peritaje forense, por “hipotermia ambiental”. Al respecto, el colectivo Nitep manifestó: “El fallecimiento de Gustavo, su enojo ante la impotencia que anticipa su propia muerte, sugieren que hay un accionar falaz e irresponsable”1.

“Morir de frío” es una posibilidad en los meses de invierno sobre la que no pesa ni se ha instrumentado ningún tipo de responsabilidad del Estado por las graves omisiones y acciones de vulneración de derechos, por los efectos mortales de la negación de derechos fundamentales.

El contexto de la violencia institucional ejercida en Uruguay sobre las personas en situación de calle, al igual que en otros países de la región, “viene en buena medida normalizada en las racionalizaciones públicas y de las instituciones, donde se expresan de modo natural y sistemático y conviven impunemente”2.

Este escenario constituye el caldo de cultivo propicio para que además de las violencias institucionales se configuren expresiones de violencia privada, que se manifiestan de forma explícita por quienes asumen el poder de dar muerte a aquellas “vidas que no merecen ser vividas”, “vidas sacrificables” (Agamben, 2006). Ejemplos de ello son los casos que han sido registrados y protagonizados en los últimos años por los denominados “antipasta”.

La superación del gravísimo escenario de exclusiones y violencias que sufren las personas que han sido reducidas a la categoría de “cuidacoches”, “mendigos”, “bichicomes”, “indigentes”, nos obliga a reflexionar sobre la adopción de medidas urgentes que permitan garantizar el reconocimiento efectivo de la ciudadanía de quienes han sido declarados tácitamente como no-ciudadanos.

Resulta necesario avanzar hacia un esquema donde las violencias autorizadas3 retrocedan de “nuestro sentido común”, en tanto “familiaridad admitida”, y se desplacen hacia el espectro de “lo intolerable”, lo que Didier Fassin ha señalado como aquello que marca la frontera del espacio moral: “Al ocuparnos de las construcciones a la vez culturales e históricas que toma por objeto, al dejar en evidencia que son hombres y mujeres (y disidencias) quienes en un momento dado definen aquello que ya no les resulta tolerable, y a la vez analizar también las condiciones concretas en que lo intolerable se plasma de manera diferencial, revelamos a la vez su relatividad y su desigualdad”4.

Como nos han enseñado quienes resisten el miedo y el desprecio hiriente de nuestra sociedad, la lucha es por la ciudadanía plena, por el derecho a existir, por recuperar la ciudad, por la construcción de una memoria colectiva ante la negligencia y la violencia sistemática. Necesitamos una sociedad que abrace y no sacrifique vidas, cuerpos y memorias.

Esta nota fue publicada en el Suplemento Habitar.


  1. Ver https://www.subrayado.com.uy/te-moriste-porque-la-policia-te-saco-del-refugio-el-que-no-tenias-cupo-n642997 

  2. Bombini, Gabriel y Javier Di Lorio, Las formas jurídicas de la violencia institucional. Torturas y otros delitos contra la libertad cometidos por funcionarios públicos, Editores del Sur, 2020, pp. 31. 

  3. Zygmunt Bauman ha señalado como aquellas que habilitan la disminución de inhibiciones morales ante las atrocidades violentas: “La violencia está autorizada (por órdenes oficiales emitidas por los departamentos legalmente competentes); las acciones están dentro de una rutina (creada por normas de gestión y por la delimitación de funciones); las víctimas de las violencias están deshumanizadas (como consecuencia de las definiciones ideológicas y el adoctrinamiento)”. 

  4. Didier Fassin, Por una repolitización del mundo, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2018, pp. 21. 

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