Cuando en Uruguay se habla de algas, uno piensa en un champú de esos que ofrecen milagros apelando a un discurso pseudocientífico, o en los buñuelos que pueden comerse, más que nada en Rocha, durante la temporada de verano. Sin embargo, sin la presencia de las algas los ecosistemas marinos colapsarían. Y así como sucede con mucho de lo que pasa en nuestras aguas, es más lo que nos falta saber que lo que sabemos.
Por eso reconforta saber que desde hace tres años existe Macroalgas Marinas del Uruguay, un grupo integrado por investigadores de la Universidad de la República, mayoritariamente del Centro Universitario Regional del Este (CURE) de Rocha pero también de Facultad de Ciencias y Veterinaria (Carla Kruk, Fabrizio Scarabino, María Zabaleta, Lucila González, Victoria Vidal, Germán Azcune, Leticia González y Gabriela Vélez), e investigadores de la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara) del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (Martín Laporta y Graciela Fabiano). El objetivo del grupo es claro: “Llenar un vacío de información acerca de las macroalgas en Uruguay”. Pero además de tratar de conocer lo que tenemos, Macroalgas Marinas del Uruguay busca también “contacto con otros grupos e investigadores para desarrollar futuros usos y aplicaciones de las macroalgas” así como “fomentar la apropiación de la comunidad” del conocimiento que se genera sobre esos vegetales de nuestros mares.
Tesoros sumergidos
Cuando contacto a Gabriela Vélez, responsable del grupo de investigación ante la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) de la Universidad de la República, reconozco un tono familiar. Pese a que nació en España y hace menos de diez años que se radicó en Uruguay, su tono es inconfundible: habla con el entusiasmo y la energía de quien siente pasión por lo que investiga. “Empezamos en 2015 con un taller en la Dinara en La Paloma, porque estas investigaciones las estamos haciendo de forma interdisciplinar”, comenta, y enseguida reconoce la importancia de recuperar parte del tiempo perdido en la generación de conocimiento sobre las macroalgas, es decir, las algas marinas que tienen un tamaño considerable y pueden verse a simple vista: “A principios del siglo XX hubo un estudio de las algas de Uruguay, y luego hubo otro por los años 60 o 70. Eran trabajos bien florísticos, es decir, para determinar qué especies había. Después hay algunos trabajos de la Facultad de Química que se proponen ver potenciales usos farmacéuticos de algunas sustancias de las algas, y luego algunos trabajos del Instituto de Investigaciones Pesqueras de Facultad de Veterinaria sobre el tema sanitario y el consumo de algas. De hecho, el Instituto de Investigaciones Pesqueras sigue trabajando con análisis de ese tipo de la Ulva, la lechuga de mar, que es la que se consume en nuestro país. Pero en la parte de biología y ecología había muy poco desde la década de 1980”.
¿Qué tuvo que pasar para que se retomara el estudio de las algas? La maravillosa interconexión de la naturaleza: “Como yo trabajaba con tortugas marinas, en particular con las tortugas verdes [Chelonia mydas], que se alimentan de algas, hice el nexo con ellas y empezamos a estudiarlas”, recuerda Vélez. “Las investigaciones que se habían hecho en Uruguay eran muy concretas, estaban muy separadas en el tiempo y tenían escasa conexión entre ellas. Queríamos saber qué tenemos y cómo cambia a lo largo del año debido a variables ambientales y climáticas”, recuerda. Para ello, en 2015 comenzaron a relevar las costas de Rocha en tres sitios concretos en los que hay puntas rocosas: Cerro Verde (La Coronilla), Cerro Rivero (Punta del Diablo) y El Cabito (La Paloma). Lo que encontraron incluyó algunas sorpresas, sobre todo si se contrasta con la literatura científica existente hasta ese momento, que afirmaba que “la costa atlántica de Uruguay es una zona de escasa diversidad de macroalgas y exhibe la riqueza específica más baja en el Atlántico suroccidental”.
Si hay algo bueno que tiene la ciencia es que se corrige con más ciencia. “Lo que encontramos nosotros no fue una diversidad de macroalgas baja, sino algo muy parecido a lo que se da en las zonas próximas”, afirma Vélez. A modo de explicación ensaya que “en Argentina o Brasil hay mucha gente investigando sobre las macroalgas, y lo que falta aquí es sentarse y mirar qué hay”. Eso fue precisamente lo que hicieron, y lograron identificar un total de 36 taxones: 21 algas del grupo de las rodofitas, también conocidas como “algas rojas”, 11 del grupo de las clorofitas, conocidas como “algas verdes” y cuatro de las ocrofitas o “algas pardas”. En la investigación además se señala: “La riqueza de especies y biomasa fue mayor en verano para todos los sitios con especies principalmente subtropicales, y la temperatura fue un factor clave”. También da cuenta de algo que los buñueleros ya sabían bien: el alga más frecuente en nuestras rocas es la lechuga de mar, una clorofita que incluye varias especies con el nombre científico Ulva.
Volviendo sobre la idea de que en nuestro país hay una baja diversidad de algas, Vélez añade que el estudio “se centró en algas de más de un centímetro, por lo que hay muchas más especies que no tuvimos en cuenta, como las algas epífitas que viven sobre otras algas, o las algas incrustantes. Fue un inicio, pero todavía queda mucho por hacer”. Es que la ciencia es apasionante justamente por eso: es una aventura que nunca termina. Y en esa tozudez que es el ansia de querer saber más de lo que ya se sabe esperan las recompensas. Vélez y el grupo de investigación dieron con dos algas que jamás habían sido descritas para Uruguay. “Encontramos Grateloupia turuturu, un alga roja originaria de Japón y China. Venía invadiendo Europa, se había encontrado en Santa Catarina [Brasil] y nosotros la registramos en nuestra costa en 2015. Ahora podemos decir que está invadiendo gran número de puntas rocosas”. Por otro lado, encontraron también algas de la especie Dasya sp., por lo que su estudio científico fue el primero en dejar constancia de su existencia en Uruguay.
No deja de asombrar que en pleno siglo XXI sigamos encontrando especies nuevas para un país que puede recorrerse de un extremo a otro en menos de una jornada. Y también queda de manifiesto la importancia de estos trabajos: si en la primera investigación desde los años 80 se encuentran dos nuevas especies, puede asumirse que si se investigara más, seguramente también aumentaran los tesoros sumergidos de nuestra biodiversdiad. “Es más que probable”, contesta Vélez, que añade respecto de la Grateloupia turuturu: “Es un alga de aguas más cálidas que nos ha invadido y que no se habría detectado si no hubiera nadie mirando”. Una vez más, la ciencia pide más ciencia, y en eso está el grupo de macroalgas: “No sabemos exactamente en qué medida la Grateloupia turuturu está desplazando a las especies nativas. Ahora justo hemos presentado proyectos, tanto a la ANII como a la CSIC, para ver el potencial invasor de esta macroalga y ver cómo afecta la diversidad de las algas locales”. Y como el primer amor nunca se olvida, Vélez agrega: “También voy a retomar los estudios para ver si la tortuga verde ha incorporado estas nuevas especies a su dieta. Si ingirieran estas especies invasoras tal vez le hiciera bien al sistema, pero aún no lo sabemos”.
Más que para freír
Si bien queda claro que aún falta mucho por conocer sobre las algas que tenemos, el grupo de investigación va por más: “También vemos que hay un gran potencial para su uso, ya que si bien acá lo que se come es el buñuelo, que se hace con la Ulva, hay otras especies que también podrían llegar a usarse en la gastronomía. Estamos empezando a tender vínculos con distintos cocineros e investigadores, como Agustina Vitola, antropóloga de Food Design”, cuenta Vélez. También relata que además de la Ulva, hay otras candidatas para terminar en nuestros platos: “Estamos empezando a fomentar el uso de otras algas que se consumen a escala internacional, y que acá están pero no se comen. Por ejemplo, el Codium decorticatum, un alga que se ve fácilmente porque son como unos dedos verdes que en Europa llaman ‘dedos de muerto’. La Pterocladiella capillacea se puede usar para el agar pero también para cocinar. Tenemos unas del género Chondracanthus, que en otros lados se comen”. Las opciones son muchas, y si bien nunca seremos como los japoneses, que comen cientos de especies, hay más que buñuelos en el horizonte.
Pero el asunto no se queda allí: las algas podrían hacer mucho más que llenar nuestros estómagos. “En La Paloma, en los años 40 y 50, hubo un emprendimiento para extracción de agar, ya sea para cultivos bacteriológicos o como espesante para la industria alimentaria, ya que, como solidifica a distintas temperaturas, resulta muy práctico para la elaboración de sopas instantáneas o helados”, cuenta Vélez. Los números en aquella ocasión no cerraron, por lo que ya nadie se interesó en el agar de las algas. La bióloga considera que quizá haya que replantearse el asunto con otros objetivos: “No digo que se exporte, pero se podría hacer un emprendimiento local y sustentable para obtener un agar integral”.
En el grupo, que funciona en Rocha y está en estrecho contacto con la naturaleza, las cosas ya se piensan en clave local: “Hay un gran potencial y otros usos que podrían darse a las algas. Siempre pensando en lo local, no estamos pensando en grandes emprendimientos ni para exportar, sino en un uso sustentable de un recurso que está ahí”, reflexiona Vélez. Son conscientes, claro está, de la tensión entre la promoción de las algas marinas y la protección de esas algas para que cumplan su rol en el ambiente. Vélez comenta a título personal: “En el grupo discutimos hasta qué punto difundir lo que encontramos. Lo que no se conoce no se respeta ni se protege, entonces estamos dando a conocer lo que hay. Y en caso de que se concrete algún emprendimiento, aportar ese conocimiento para que se lleve adelante de la mejor manera posible. De hecho, hoy ya se extraen algas, con permisos de la Dinara, y es algo que no se conoce mucho. Es importante investigar posibles usos que no repercutan en la comunidad de algas que tenemos, ya que nuestro mensaje es también el de la conservación, y este no es un recurso inagotable”.
Las algas están allí, esperando que las descubramos. Pero también están más cerca de lo que pensamos: “Compré una yerba mate que en la etiqueta dice ‘con fucus adelgazante’. Probablemente la gente no sepa que eso es un alga, la Fucus vesiculosus, que está en complejos vitamínicos y otros productos y que no es de nuestro país”, cuenta la investigadora. El grupo Macroalgas Marinas del Uruguay está motivado y tiene planes de seguir avanzando: “Hemos presentado proyectos para seguir estudiando la ecología de las macroalgas, y un experimento de exclusión del alga exótica invasora para ver cómo afecta a la colectividad local”, afirma Vélez. También tienen más ambiciones, pero como el grupo no cuenta con fondos propios ni forma parte de una unidad de investigación rentada de ninguna institución, todo dependerá de los recursos que consigan: “Nuestra idea es profundizar un poco más con Ulva, enfocarnos en temas de extracción y de ordenamiento en colaboración con la Dinara. También antes de la temporada tenemos pensado hacer talleres con cocineros locales. Por ejemplo, si un cocinero nos pide la información nutricional de nuestra lechuga de mar, le podemos pasar de las de Francia, pero de las nuestras no tenemos nada. Queremos también hacer folletería para la buena extracción de algas, por ejemplo incitando a cortar y no arrancar, en qué momentos sacar y cuándo no, etcétera”. Para un país que quiere ser más que vacas, sol y playa, tal vez las algas puedan aportar lo suyo. Porque como dijo Clemente Estable, pasado por una actualización, con inversión en ciencia grande, no hay país pequeño.
Importada
Gabriela Vélez, como las tortugas que estudió, hizo una migración de miles de kilómetros: “En 2009 me vine de España, como voluntaria, a trabajar en Karumbé con las tortugas. Me enganché con la ONG e hice mi maestría y mi doctorado con las tortugas verdes en Uruguay. Luego seguí con las algas y ahora trabajo en Educación Permanente en el CURE, pero no exclusivamente en investigación. Sí tengo un apoyo del Sistema Nacional de Investigadores de la ANII”, dice.
Siendo española, debe estar sufriendo bastante aquí, porque tendemos a darle la espalda al mar. “Por suerte vivo en Punta del Diablo y tengo mucho acceso al pescado. Yo no podría vivir sin pescado, se me hace raro que la gente no coma pescado al menos tres veces por semana”, sostiene, aunque marca su diferencia de una forma constructiva: “No sé si los uruguayos viven de espaldas al mar, pero sí creo que tal vez deberían mirarlo un poco más”.