Gracias al sistema de amplificación que merodea las tribunas, los conciertos de Roger Waters son una experiencia en cuatro dimensiones. Quienes fueron a su primera presentación en Montevideo, en 2018, también en el estadio Centenario, ya lo habían comprobado, pero el viernes de noche, en el regreso y despedida del legendario músico británico, los efectos se mezclaron como nunca antes con el mundo real. El cielo apabullaba de cargado y de repente empezaron a sonar fuertes truenos, pero nadie tenía la certeza de si eran de verdad.
El escenario descansaba sobre la tribuna América y ostentaba cuatro pantallas gigantes; así y todo, era más austero y con menos parafernalia que el de la visita pasada. El show empezó cerca de las 21.30, no sin antes un par de advertencias que se podían leer en las pantallas, traducidas al español. Una era que si sos de esas personas que dicen “‘amo a Pink Floyd, pero no soporto las opiniones políticas de Roger’, harías bien en irte a la mierda”. Pero la más curiosa había aparecido antes, cuando se le pidió al público que apagara los celulares. Fue la utopía más inalcanzable que se desparramó en la noche, y eso que también estuvo la de resistir al capitalismo…
A Waters siempre le gustaron los personajes: está en la esencia del obsesivo The Wall (1979), probablemente el disco definitivo de rock conceptual, del que queda poco para decir que no sea trillado. Entonces, al escenario salió el “doctor” Waters (¿psiquiatra?), de bata blanca, junto con dos músicos más que, como enfermeros, trasladaban a un truculento muñeco adormecido, y arrancó “Comfortably Numb”, pero no al estilo de The Wall, sino como la versión que Waters editó recientemente, en el pequeño disco The Lockdown Session (2022), sin ningún rastro de algo parecido a una guitarra y más adormecida.
Eso funcionó como aperitivo, un precalentamiento hasta que el recital empezó en serio, con toda la banda, que precedida por el apocalíptico sonido de los helicópteros irrumpió con la breve “The Happiest Days Of Our Lives”. Como en The Wall, esta se enganchó con “Another Brick in the Wall part 2”, pero sin el coro de niños –que siempre es una pista grabada–, más oscura.
Y no hay caso: por más que la hayamos escuchado mil veces, el empuje que tiene ese arranque en vivo es de las sensaciones más épicas que puede dar un concierto de rock; además de la música per se, ayuda la amplificación, que te mete los graves en el medio del pecho. Y siguió otra patada con “Another Brick in the Wall part 3” (en el disco no están pegadas), la que corre el velo: “No necesito brazos que me rodeen,/ no necesito drogas para calmarme,/ vi lo que hay escrito en el muro,/ no creo que necesite nada en absoluto;/ después de todo, no eran más que ladrillos en el muro”.
Después llegamos a la meseta con un par de canciones de Waters solista. “The Powers That Be”, de su segundo disco, Radio K.A.O.S (1987), gana mucho más en vivo gracias al ganchero riff de guitarra casi funky que suena más veces que en la original de estudio. “The Bravery of Being Out of Range” contó con un discurso del expresidente estadounidense Ronald Reagan, a quien originalmente estaba “dedicada”, y mientras la banda la tocaba, las pantallas mostraron la lista de todos los presidentes yanquis desde aquel actor republicano hasta el actual –Joe Biden–, remarcando sus crímenes de guerra, con el estribillo que no da vueltas: “Viejo, ¿qué carajo vas a matar a continuación?”.
Waters se tomó unos minutos para dar la bienvenida de rigor al público presente y agregó que tenía un saludo “especial” para Roby Schindler, presidente del Comité Central Israelita del Uruguay, al que acusó de estar detrás de la prohibición de hospedarlo en algunos de los hoteles más importantes de Montevideo. Acto seguido, lo insultó: “Roby, ¡fuck you!”. Waters agregó que, mientras hablaba, el gobierno de Israel está asesinando al pueblo palestino en Gaza.
La tormenta perfecta
Cuando la banda estaba a pleno tocando “Have a Cigar”, aquella de Wish You Were Here (1975), la amenazante tormenta se hizo realidad y empezó a llover como si no hubiera mañana, al punto de que, a causa del viento, los músicos –y sus equipos– también se empezaron a empapar, por lo que Waters suspendió el show por varios minutos, avisando que era peligroso seguir así.
El tour se llama “This Is Not a Drill” (“Esto no es un simulacro”) y está pensado como la despedida de Waters, ya que tiene 80 años –aunque parece de 60– y eso de andar dos horas arriba del escenario, cantando, tocando el bajo, la guitarra o el piano no es para siempre. Por lo tanto, a lo largo del espectáculo el músico hace un recorrido por su carrera, explicando cómo nacieron algunas de las canciones más emblemáticas de Pink Floyd.
Comparado con la gira anterior, Waters está pasado de rosca con la metralleta de mensajes paramusicales, sobre todo porque hay algunos que son harto obvios, un pecado que en la obra de su exbanda nunca cometió (nadie necesita ir a un recital para enterarse de que el capitalismo no es precisamente el mejor invento de la humanidad: basta con dar vuelta la esquina). Pero, más allá de todo eso, que está dentro de las rogerwateadas esperables, es tristemente alevoso cómo a lo largo el recital intenta borrar todo rastro de David Gilmour, su otrora compinche en Pink Floyd. Por ejemplo, aparecen fotos de todos sus excompañeros de banda menos del guitarrista, a quien en el escenario lo suplantan dos músicos.
El concierto de 2018 tuvo bastante del disco Animals, (1977), incluido el cerdo gigante y volador y las cuatro icónicas chimeneas de la central eléctrica de Battersea, pero en este solo marcó presencia la canción “Sheep”. Después, sí, Waters y su banda se despacharon con el segundo lado de The Dark Side of the Moon (1973), entero y en orden, como corresponde, y fue una seguidilla de puntos altos de la noche, con las multicolores luces láser haciendo lo suyo sobre un cielo que seguía cargado de gris.
El concierto empezó a terminar con la novel “The Bar”, una lúgubre pieza de piano que Waters dedicó a su hermano mayor, John, que falleció hace poco. Mientras la interpretaba, en la pantalla se vio una foto antiquísima del músico, de bebé, junto a su hermano y sus padres. Su madre (Mary) fue casi infinita (murió en 2009, con 96 años), pero su padre (Eric) no corrió con la misma suerte: falleció en 1944, con 30 años, durante la batalla de Anzio, luchando contra el Eje, en la Segunda Guerra Mundial (de esa muerte nacieron las canciones “Another Brick in the Wall part 1” y “When the Tigers Broke Free”). En la pantalla se pudo leer que cuando muere alguien a quien amás, te das cuenta de que esto no es un simulacro.
Quizás fue por el repertorio, la menor cantidad de gente o el diluvio universal, pero no hay duda de que el espectáculo del viernes no estuvo a la altura de la presentación anterior de Waters en el Centenario, aunque era difícil igualarlo porque aquello fue una locura –en el buen sentido–.
El final del viernes fue con “Outside the Wall”, la que cierra el álbum del muro, en una versión formidable, bien emotiva, con todos los músicos juntos en plan callejero, en la que resaltaron el acordeón, la melódica y el clarinete, desparramando esa hermosa, melancólica y hasta alegre melodía celta, mientras en el aire quedaron los últimos versos de la canción: “Los corazones sangrantes y los artistas/ se hacen fuertes,/ y cuando te dieron todo lo suyo/ algunos se tambalean y caen./ Después de todo, no es fácil/ golpearse el corazón contra el muro de algún tipo loco”.