De antemano se sabía que la de Roger Waters era la más grande, pero tenerla enfrente causaba una apabullante impresión. La pantalla estaba ubicada contra la tribuna Ámsterdam y ocupaba casi todo el ancho de la cancha del estadio Centenario, en el que había 40.000 personas. Ni un minuto más ni uno menos de las 21.00, el inmenso led se encendió con la placentera imagen de una mujer sentada en la playa. El tiempo pasaba y la muchacha seguía ahí, tan quieta que parecía una foto. Pero no era, porque los juncos se movían. De pronto se sintió un murmullo desde la tribuna Olímpica, que resultó ser el quejido del viento, cada vez más intenso, que también era parte del espectáculo. En ese momento se caía en la cuenta de que el sonido era envolvente en el más completo y audible sentido del término, y no en el que se usa en un shopping para vendernos cinco parlantecitos.

La imagen de la pantalla siguió sin cambiar demasiado casi por 15 minutos, hasta que un rojo apocalíptico se apoderó del paisaje, que dio paso al breve audio de “Speak to Me”, para que luego la banda arremetiera con “Breathe”, ambos enganchados del inconmensurable The Dark Side of the Moon (1973). Y así, el espíritu de Pink Floyd se apoderó del monumento al fútbol mundial. La banda de Waters está compuesta por él y diez más, que son los que se necesitan para emular el legendario sonido del grupo británico. Para el papel de David Gilmour se necesitan dos: Dave Kilminster, que se encarga de la guitarra líder, y Jonathan Wilson, que, además de darle a las seis cuerdas, la mayoría de las veces hace el rol vocal de Gilmour (tiene un timbre similar pero más cálido). También hay otro bajista, Gus Seyffert, que cubre a Waters.

En los recitales de rock de igual calibre que hubo en el coloso de cemento, como los dos de Paul McCartney y el de The Rolling Stones, las pantallas tenían el simple fin de ampliar la imagen de los músicos para que el público los pudiera ver desde todos lados. Pero en el espectáculo de Waters la pantalla no es un complemento sino parte de él. Si el espectador miraba para abajo o cerraba los ojos, se perdía la mitad del asunto (a veces Waters y sus músicos aparecían en el led pero mimetizados con la ficción). A su vez, las luces y los efectos de sonido omnipresentes también eran parte fundamental del show (para semejante sincronización en todos los planos probablemente los músicos tengan marcado el tempo o ciertos intervalos, por los auriculares, ya que cualquier desvío podría dejarlos en offside; o quizá el equipo técnico está al nivel del de la NASA). Tantos estímulos hacían que por momentos no se supiera a cuál atender, como si fuéramos un perro al que le muestran varios huesos desde direcciones opuestas.

Luego de la instrumental “One of These Days”, que sonó tan arrolladora como la de estudio (y que fue la única anterior a Dark Side of the Moon), una infinidad de relojes se abalanzó hacia nosotros desde la pantalla, señal inequívoca de que se venía “Time”. Pero, a pesar de lo que dice la canción, Waters no desperdiciaba el tiempo en ningún momento del recital, ya que cuando no cantaba o no tocaba el bajo se dedicaba a gesticular las letras o a desfilar por las pasarelas que iban hacia los costados para saludar al público. Siguiendo con el tema, en donde más se nota el paso del tiempo es en sus cuerdas vocales, pero tiene 75 años, ¿qué más podría hacer?

Botija de mi país

Mientras en la pantalla se veía un firmamento cargado de estrellas que parecía más real que el del cielo que cobijaba al Centenario, empezó a sonar “The Great Gig in the Sky”, un tema en el que ganaron protagonismo las dos coristas de Waters, disfrazadas estilo distopía vintage, como si hubiesen salido del bar Korova de La naranja mecánica. Al igual que con Gilmour, también se precisan dos para meterse en el traje de la cantante Clare Torry, que en el tema original se mandó la improvisación vocal más extraordinaria de la historia del rock sin mencionar una sola palabra. En el recital del sábado, las dos muchachas (Holly Laessig y Jess Wolfe) dejaron todo, pero aun así la interpretación fue bastante fría si se hace la odiosa comparación con la versión original, aunque todos sabíamos que no estábamos viendo exactamente a Pink Floyd.

Uno de los puntos altísimos de la noche empezó a escalar con “The Happiest Days of Our Lives” y las imágenes del desagradable e iracundo profesor de The Wall, la antesala de “Another Brick in the Wall part 2”. Como suele pasar cuando suena un himno, el público que estaba sentado en el sector vip –más de la mitad de la cancha– se paró. Varios niños coparon el escenario, vestidos como presos –conjunto naranja y números negros en el corazón– y con una capucha negra en sus cabezas. Los gurises eran del coro Giraluna, una ONG de Nuevo París que trabaja con niños de contexto crítico. En el momento del legendario coro del tema, los niños se sacaron las capuchas e hicieron la mímica del canto; aunque el coro real que sonaba era grabado, fue sin dudas uno de los momentos más emotivos del recital. “Another Brick in the Wall part 2” posiblemente sea una de las pocas canciones de rock en que un coro de niños no queda cursi sino todo lo contrario: la dota de fuerza y de sentido. Al final, los botijas de Giraluna se sacaron el traje de preso y bailaron impulsados por el ritmo disco del himno de Pink Floyd; debajo tenían remeras negras que decían “resist”, uno de los tantos leitmotiv de la noche.

La culpa es del chancho

Resistir a Mark Zuckerberg (capo de Facebook), al antisemitismo, al neofascismo, a los crímenes de guerra, al intento de silenciar a Julian Assange y una interminable lista en inglés que aparecía en la pantalla, a la que mucha gente no le prestó atención porque justo era el interludio del recital, momento clave para ir al baño, tomar una cerveza y comer un pancho. Antes de arrancar la segunda parte, el concepto de espectáculo total se hizo carne como nunca en la noche para quienes estábamos en la fila para comprar comida. Mientras que en la pantalla nos llamaban a resistir la idea de que “algunos animales son más iguales que otros”, como por ejemplo los cerdos o los perros, el estremecedor sonido de un helicóptero bajó desde la tribuna Olímpica, junto con luces rojas y el chillido de una alarma. Los vendedores se apuraron porque sabían que se venía el estallido. De pronto, en la pantalla empezó a emerger la vieja central eléctrica de Battersea (Londres), que se volvió icónica gracias a la portada de Animals (1977). Para hacerla completa, desde arriba de la pantalla surgieron las cuatro chimeneas –que largaban humo, obviamente– y el cerdito.

Los largos temas “Dogs” y “Pigs” superaron por robo todo lo anterior en cuanto a épica, emoción, sorpresa, nivel artístico y puesta en escena. El gigante led se hizo un festín con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que apareció ridiculizado de varias maneras. Varios integrantes de la banda –incluido Waters– se colocaron mascaras de cerdo –representan a los poderosos que gobiernan el mundo, por si alguien todavía no cazó la metáfora– y se dieron un banquete con champagne. Un cerdo más grande y volador irrumpió en el cielo del estadio y se movió para allá y para acá. “Stay humans”, decía de un lado del animal; “sean humanos”, se podía leer del otro. Cuando parecía que no se podía subir más, la banda se despachó con dos monumentos de The Dark Side of the Moon: “Money” y “Us and Them”, con el destaque del saxofonista, Ian Ritchie. Fue tan grande lo que dieron musicalmente que en esos momentos las pantallas y los sonidos pasaron desapercibidos.

Una risa perturbadora se escuchaba demasiado cerca. “Hay alguien en mi cabeza pero no soy yo”, dice la letra de “Brain Damage”, y mientras sonaba se sentía la locura. De repente, lo que faltaba: unos haces de luz se desplegaron por el medio de la cancha y formaron un prisma triangular, que para el arranque de “Eclipse” –que sonó con un tempo un poco más lento que la original– refractó un gran haz de luz y lo devolvió con los hermosos colores del arcoíris. Una bola plateada que merodeaba el prisma eclipsó todo, como la música.

El concierto podría haber terminado en ese instante, y todos contentos. Pero siguió y finalizó con “Comfortably Numb”, con todo el mundo parado y con Waters poniéndose la clásica camiseta de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos que dice “Todos somos familiares”. Mientras terminaba el último solo, con el que Kilminster terminó de demostrar que se estudió muy bien las tablaturas de Gilmour, Waters bajó del escenario hasta donde estaba la valla de separación y la recorrió para estrecharle la mano al público, que probablemente se fue con la sensación de haber visto el espectáculo de rock más completo de la historia de este bendito país. Al final de todo, volvió la calma imagen de la mujer en la playa, como si el apocalipsis no hubiera existido. La muchacha se encontró con una niña. Todo pareció un sueño, como el recital.