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No esperes demasiado del fin del mundo: ¿educación emocional en la universidad?

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En junio de este año Celsa Puente y Laura Curbelo alertaban del movimiento político pedagógico que está impulsando la legislación de la educación emocional en el país. La crítica se centró entonces en la presentación del cambio como una novedad casi jocosa, pues su abordaje está presente desde que la escuela es escuela. También se cuestionó la apelación al control de las emociones como acción mágica que cambiaría las realidades de niños y niñas, el control que conduce rápidamente a acciones moralistas indiscutidas, y el apelo a las respuestas positivas ante cualquier problema como solución new age. Esta lectura, con la que mayormente acordamos, no señala la magnificencia de la empresa emocional que busca ingresar a la universidad, es decir, no sólo se trataría de educar emocionalmente a niños y niñas, sino también a adultos.

El análisis de la versión taquigráfica de la Comisión de Educación y Cultura del Senado para la presentación del anteproyecto de ley de educación emocional, así como el proyecto de ley de educación emocional y la exposición de motivos de la 10ª Sesión Ordinaria del 15 de mayo de 2024 de la Cámara de Senadores, muestra la vaguedad argumentativa y la debilidad epistemológica de la empresa: la educación emocional en todos los niveles de la educación. El “tour emocional” va por barrios llevando la buena nueva, no hace ruido cuando se constata que el movimiento viene siendo impulsado por sectores privados asociados a la iglesia católica.

Carmen Sanz, reconocida como la especialista en el tema, expone: “En el nuevo rumbo que está tomando la educación en nuestro país para tener la categoría universitaria sé que también se está nombrando este aspecto emocional”. Cuesta creer que la Universidad de República (Udelar) no esté advertida de los fundamentos e intereses que sostienen esta propuesta, incluso en la preocupación sincera de mejorar la educación del país. Sin embargo, parece haber sucumbido frente a la nobleza a la que se asocia rápidamente la palabra “emoción”; después de todo, ¿quién podría dudar de que controlar una respuesta inaceptable es algo deseable? Mejor dudar, decía Michel Foucault, de todo y de nosotros mismos. Por ejemplo, del modo en que unas conductas-respuestas son definidas como correctas e incorrectas, e incluso qué define las formas deseables de sentir.

¿Cuáles son las principales corrientes de la educación emocional y qué suponen?

Se reconocen al menos tres corrientes en las propuestas de educación emocional, una es la que niega la noción de trauma psicoanalítica para poner al yo en un presente entrenable que se centre en los sentimientos positivos. Para esta, las instituciones educativas y la sociedad en general no dan respuestas a los problemas sociales y no permiten el libre juego de la personalidad y del auténtico del sí mismo. Otra, sin mayores diferencias, sostiene las teorías de la inteligencia emocional y la necesidad de desarrollar la capacidad de racionalización de las emociones propias y de los otros, de su gobierno. La tercera es la teoría de las competencias emocionales que define cinco competencias: el autoconocimiento, una capacidad de introspección y desciframiento de los sentimientos; el autocontrol emocional o la autorregulación; la automotivación; la empatía como una “capacidad cognitiva” que permite “captar mensajes” de los demás, descifrarlos para diagramar cursos de acción propios y con los demás; por último, las habilidades sociales, como la capacidad de conocer, incidir, incitar, regular las sensaciones, emociones y cogniciones de los demás. Estas tres comparten la definición de la educación emocional como una acción y un proceso que permite desarrollar competencias emocionales positivas en los individuos, generando un bienestar individual garante del éxito profesional y, por sumatoria, del bien social. La entrada de las emociones como objeto educable, más que propiciar una nueva configuración epistemológica, parece tratarse apenas de otro agiornamento de la psicología positiva en la educación.

Si en la Universidad de Montevideo las emociones ya tienen un lugar instalado desde hace algunos años, el ingreso progresivo de este asunto en la Udelar está sucediendo por medio de la Comisión Sectorial de Enseñanza. Esta ha puesto en marcha durante agosto un curso denominado “Regulación emocional y procrastinación. Su importancia en la educación superior”. No es casual que se incluya en lo que se llama el Programa de Desarrollo Pedagógico Docente, que tiene como cometido la formación didáctica y el perfeccionamiento pedagógico de los docentes universitarios y la investigación en didáctica y pedagogía universitaria. El lugar de la pedagogía y la didáctica universitaria ha sido profundamente estudiada por Luis Behares, quien advierte que, según los modelos de universidad, los movimientos que “colocan en el centro” al estudiante y los aprendizajes van ganando terreno a la enseñanza y la investigación.

Varias investigaciones sobre la moda de la educación emocional advierten cómo esta se vincula con modelos sociales neoliberales y neoconservadores, donde las buenas respuestas individuales conducen a resolver problemas sociales, se promueve la meritocracia como modelo de superación individual y se exacerba la competencia.

El curso propone centrarse en el aprendizaje de los estudiantes, con enfoque en las competencias, así como en sus emociones, y dar herramientas de manejo a los docentes universitarios. Las palabras clave del curso son regulación y procrastinación. Sobre la primera basta decir que todas las propuestas centradas en las emociones buscan finalmente el control o gestión de las emociones, sea como sea que estas se definan. La preocupación sobre la relación entre la inteligencia emocional (IE) y la procrastinación académica (PA) en estudiantes universitarios no es una novedad; una rápida búsqueda puede conducir al lector incluso a inventarios de IE para adultos y escalas de PA, que confirmarían científicamente cómo estudiantes viven situaciones estresantes en la universidad, de lo que se deduce la necesidad de controlar mejor las emociones.

Es sabido que la universidad se ha visto desde tiempo atrás invadida por teorías cognitivo-conductuales que establecen que “a más inteligencia emocional, mejores resultados”: mejor respuesta es mejor rendimiento. Con referencias como Salovey y Grewal, la IE se entiende como la capacidad de reconocer y comprender las emociones y sentimientos de uno mismo y de los otros, y la capacidad de utilizar esa información para conducir sus pensamientos y acciones. La conducta adaptada se asocia a la posibilidad de una “vida mental sana”, como problema frente a los innumerables malestares que provoca la vida de jóvenes y adultos que se manifiestan en la universidad. La “salud mental” así entendida, es decir, responder correctamente y controlar las emociones, parece ser un objeto de la universidad. Aunque se reconoce que hoy es un tema fundamental, cabe al menos preguntarse qué implica ubicar la universidad como espacio terapéutico destinado al entrenamiento de las respuestas positivas.

Varias investigaciones sobre la moda de la educación emocional (como las de Abramowski o Southwell) advierten cómo esta se vincula con modelos sociales neoliberales y neoconservadores, donde las buenas respuestas individuales conducen a resolver problemas sociales, se promueve la meritocracia como modelo de superación individual y se exacerba la competencia. Actualmente se puede encontrar en las librerías uruguayas el libro Optimal. Cómo alcanzar la excelencia personal y laboral todos los días, de Daniel Goleman, referente internacional sobre el tema. No parece haber ningún asunto a atender sobre el multiempleo y el consumo, las dificultades de quienes estudian y trabajan, la maternidad y los cuidados, etcétera; se trata de la responsabilidad individual frente a las dificultades.

Educar las emociones es sinónimo de conocerlas para controlarlas, viejo tema de la adaptación. Para esto la receta: primero el autoconocimiento para “conectar” con las “auténticas emociones” individuales e internas, luego introducirlas en mecanismos de regulación sobre los estudiantes y docentes. Los ingredientes no son cualquiera, no están permitidas todas las emociones emergentes: la bronca, la indignación, la vergüenza, el asco deben ser encauzados a fines productivos, sean pensamientos o acciones positivas.

Cualquiera de estas referencias al control de las emociones en la universidad advierten finalmente el siguiente problema: la pretensión de educar adultos como destino de la universidad. En La crisis de la educación. Entre el pasado y el futuro, Arendt recuerda que la educación se dirige a los niños en una relación esencialmente desigual por aquellos que ya estan educados, por lo que cabe a la universidad preguntarse si la educación de sus estudiantes y docentes lo que finalmente hace es apartarlos de la vida política.

Agustina Craviotto Corbellini es profesora agregada del ISEF (Udelar), coordina el grupo de investigación Analítica y Erótica del Cuerpo e integra el Sistema Nacional de Investigadores.

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