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Práctica de tiro en una trinchera en la línea del frente cerca de la aldea de Zolote, en la región de Lugansk, en Ucrania el 21 de enero de 2022.

Foto: Anatolii Stepanov, AFP

Qué piensa Putin

9 minutos de lectura
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La decisión de Rusia de lanzar un ataque militar sobre Ucrania se explica por la voluntad de Vladimir Putin de garantizar la centralización política y la unidad territorial de su país. Una idea que recupera la concepción de Rusia como “imperio terrestre” y contempla la creación de un cinturón de seguridad en su frontera.

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“La disolución de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX” dijo hace ya algunos años el actual presidente ruso Vladimir Putin. La frase regresa hoy con fuerza cuando las heridas de ese pálido final no parecen haber cicatrizado y la guerra enfrenta a dos de las ex repúblicas soviéticas más significativas: Rusia y Ucrania. El conflicto, sin embargo, no queda limitado a esos territorios y también involucra a Estados Unidos y Europa, quienes ya han reaccionado frente al temerario accionar del Kremlin. Los coqueteos de Occidente, bajo el manto de la OTAN, con Europa del Este, y especialmente con Ucrania, han colaborado en el desencadenamiento de la crisis. La gravedad de la situación quedó de manifiesto con la febril actividad diplomática desplegada por las potencias occidentales desde noviembre de 2021, cuando Rusia movilizó sus tropas a la frontera ucraniana y al interior de un país aliado como Bielorrusia. Ya en ese momento, las operaciones militares rusas fueron interpretadas como el preludio de la invasión, posibilidad que adquirió más fuerza a partir de la decisión de Putin de reconocer la independencia de Donetsk y Lugansk y que finalmente se concretó el 24 de febrero.

Que Rusia invadiría Ucrania había sido denunciado por algunos líderes mundiales, como el presidente de Estados Unidos Joe Biden o el premier británico Boris Johnson1, e incluso habían puesto fecha a la invasión: el 16 de febrero a las 3 de la mañana. En Rusia, estos gestos fueron leídos como una señal de subestimación y hasta se los tomaron con sorna. María Zajarova, vocera del Ministerio de Relaciones Exteriores, acusó a la dirigencia occidental de expandir las fake news e incluso se permitió burlarse del tema en sus redes sociales, acusando a los “medios de desinformación” occidentales de querer conocer la fecha exacta de la invasión para “planificar sus vacaciones”2.

Sin embargo, a pesar de estas ironías, las señales enviadas desde Moscú, en ese primer momento, fueron ambiguas: el propio Putin exhibió una cierta voluntad conciliadora luego de su encuentro con el canciller alemán Olaf Scholz y amagó reunirse con Biden, pero al mismo tiempo participó de pruebas militares con misiles balísticos y misiles de crucero el pasado 19 de febrero y firmó el decreto en donde reconoce la independencia de las dos repúblicas separatistas y movilizó sus tropas, que avanzaron decidamente sobre territorio ucraniano días después.

Una crisis nueva

La escalada del conflicto ha llevado a no pocos estudiosos y analistas a reflotar categorías heredadas de la Guerra Fría o a reducir la interpretación de los acontecimientos a una suerte de paranoia rusa. Sin embargo, para comprender mejor un suceso de este tipo hay que dejar de lado los conceptos anacrónicos y las visiones reduccionistas que circulan impunemente por el mundo de los portales digitales y las redes sociales y que sólo aportan desconocimiento, cuando no confusión.

La crisis que involucra a Rusia, Ucrania y la OTAN no puede seguir siendo analizada con categorías de la Guerra Fría, aunque se agregue “nueva”, “reactualización” o “nostalgia”. Aquel conflicto, que dominó las relaciones internacionales durante gran parte del siglo XX, supuso la existencia de un mundo bipolar con dos países –Estados Unidos y la Unión Soviética– que operaban como líderes de sendos sistemas que se presentaban como opuestos –capitalismo y comunismo, respectivamente–. Así planteado, ese escenario habilitaba, al menos en teoría, la posibilidad de una alternativa. Por otra parte, las dos potencias nunca se enfrentaron de manera directa y, a pesar de la tensa rivalidad, sus dirigencias políticas sabían que debían evitar a toda costa una nueva conflagración mundial como las iniciadas en 1914 y 1939.

Esta lógica mostró señales de agotamiento en 1989 y cayó definitivamente en 1991, junto con la Unión Soviética y los sueños de millones de personas que habían apostado a ella. El fin de la Guerra Fría, sin embargo, no supuso el fin de los conflictos. Por el contrario, y como se observa en la actualidad, las crisis internacionales continuaron, aunque reconfiguradas. Y si bien los protagonistas pueden seguir siendo Washington y Moscú, las disputas ahora ocurren dentro de un único marco capitalista y con un riesgo de enfrentamientos directos que podrían involucrar armas nucleares y que, eventualmente, podrían desencadenar lo que todos temen: una nueva guerra mundial. Es por ello que debe entenderse esta coyuntura como la consecuencia de una nueva lógica en la que el mundo asiste, simultáneamente, a la emergencia de un patrón multipolar y al reacomodamiento de la hegemonía global. Así lo reconoció, por ejemplo, el Alto Comisionado de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, Josep Borrell, al referirse días atrás al conflicto ucraniano: “Esta lucha es un intento por redefinir el orden mundial”3.

Es precisamente esta disputa por la hegemonía internacional lo que permite entender mejor los temerarios movimientos de Rusia. Putin se aferra al principio de la indivisibilidad de la seguridad, que sostiene que ningún país debe fortalecer su seguridad a expensas de otros. Pero además se considera heredero de una larga tradición de la política exterior rusa, que incluso puede remitirse a los tiempos zaristas. Desde que Pedro el Grande terminó de consolidar un territorio más o menos unificado luego de varios siglos de guerras y conquistas hacia el siglo XVIII, Rusia comenzó a imaginarse como un “imperio terrestre”. En la práctica esto significó que debía tener algún tipo de influencia en los países limítrofes para garantizarse una suerte de cinturón de seguridad que la blindara ante posibles ataques enemigos. Los distintos gobernantes de Rusia entendieron –y esperaron que así fuese entendido en un sistema mundial conformado por colonias y zonas de influencias– que debía existir una inviolable línea roja que funcionara como el límite para la expansión euroatlántica.

El presidente ruso no es un idealista ni un nostálgico de la Unión Soviética sino un líder pragmático que, desde que accedió al poder en el 2000, ha intentado reposicionar a Rusia como un actor de relevancia en el orden global. Para ello se ha propuesto dos objetivos relativamente simples: mantener su área de influencia y desplegar su política exterior sin depender de Estados Unidos y Europa. Luego de la disolución de la Unión Soviética y de la estrepitosa caída en el liderazgo mundial durante esa década, Moscú ha buscado infructuosamente ser reconocido como un par por parte de los países líderes. Pero, a pesar de una tenue colaboración en la lucha contra el terrorismo luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos nunca mostró entusiasmo en mantener un vínculo sólido con Rusia ni en considerar al país como un semejante, como quedó evidenciado en la guerra de Irak.

Respecto de Europa, la situación es más delicada, ya que el continente depende de las exportaciones de gas que provienen de Rusia, que por otra parte tuvo intenciones serias de formar parte de ese bloque. Así lo había imaginado Mijail Gorbachov durante el proceso de reformas conocido como perestroika, cuando imaginó un “hogar común europeo” en el que, a pesar de la existencia de diversas alianzas militares, pudiera alcanzarse algún grado de unificación continental, que de paso reafirmara la identidad europea de Rusia y alejara a Estados Unidos de esa zona de influencia. Pero la invitación formal a formar parte de los organismos paneuropeos nunca llegó, y la preferencia de los países de ese continente por los mecanismos de negociación bilaterales hicieron que los intentos rusos de tender lazos se revelaran infructuosos. Esta sensación de desprecio explica en parte la sobreactuación de fuerza y el poco disimulado antioccidentalismo de Putin.

Putin no es un nostálgico de la Unión Soviética. Es un pragmático que busca reposicionar a Rusia como protagonista del orden global.

El compromiso del Presidente ruso con el reposicionamiento global de su país ha quedado de manifiesto en su conducta política de los últimos años, durante los cuales ha optado por delegar la gestión interna en sus ministros para concentrarse en el más prestigioso e influyente campo de las relaciones exteriores.

La cuidadosa construcción de la masculinidad de Putin –puede vérselo practicando judo o cazando con el torso desnudo– devuelve la imagen de un verdadero muzhik capaz de usar la fuerza si es necesario para revertir la situación de humillación internacional a la que fue sometida Rusia luego de la disolución de la Unión Soviética. En ese sentido, Putin considera que, para que Rusia pueda jugar un rol significativo en la arena mundial, debe primero reforzar el rol del Estado, ya que el país adquirió su mayor influencia internacional cuando mantuvo un poder político centralizado y un territorio unificado. Y, por el contrario, perdió peso cuando la autoridad política central se encontró debilitada y el territorio disgregado.

Esta concepción explica en parte el autoritarismo de Putin y su desprecio por el juego democrático, ya que entiende que la volatilidad de elecciones libres pone en peligro al país frente a enemigos tanto internos como externos. Este autoritarismo se juega incluso a expensas de sacrificar consensos genuinos, como el que había logrado en 2014 respecto de la reincorporación de Crimea y como el que falta hoy luego de la decisión de iniciar una guerra.

Hay varios ejemplos a lo largo de la historia que explican esta obsesión de Putin: la invasión mongola entre los siglos XIII y XV, el período conocido como la “Época de los Disturbios” entre fines del siglo XVI y comienzos del XVII, y la Revolución de 1917. Este último evento encarna muy bien lo que para la razón putinista debe evitarse a toda costa: la interrupción de la continuidad estatal y la disgregación del territorio. Es dentro de esta lógica que debe entenderse la poca metafórica intervención de Putin durante su conferencia de prensa anual de diciembre pasado, cuando dijo que Ucrania había sido un invento de Lenin4, dando a entender que de no haber sido por la insistencia de los bolcheviques con la autodeterminación de los pueblos ese territorio todavía formaría parte de una “Gran Rusia”. El líder bolchevique ya había advertido en 1914: “Nos invade el sentimiento de orgullo nacional y precisamente por eso odiamos, en forma particular, nuestro pasado de esclavos, cuando los terratenientes aristócratas llevaban a la guerra a los muzhiks para estrangular la libertad de Hungría, Polonia, Persia y China, y nuestro presente de esclavos, cuando los mismos terratenientes, auxiliados por los capitalistas, nos llevan a la guerra para estrangular a Polonia y Ucrania”5.

Tercera Roma

Conviene entender al putinismo como un conglomerado de distintos grupos de interés que convergen en la figura del Presidente, más que como una dictadura unipersonal. Se trata de un sistema donde conviven diversos sectores y opiniones, desde los más liberales a los más conservadores. Con el objetivo primario de fortalecer el Estado, el Presidente ruso va apoyándose en esas diferentes facciones de acuerdo a las necesidades del sistema. Ni siquiera parece amedrentarlo que las sanciones occidentales sean más duras que las aplicadas años atrás, como consecuencia del conflicto por Crimea. Por el contrario, a una parte de la elite hasta le parecería saludable que las penalizaciones económicas se refuercen ya que, dentro de su lógica ultranacionalista, ayudarían a romper relaciones con Occidente y a reforzar una suerte de autonomía respecto de Europa y Estados Unidos.

Pero las sanciones estadounidenses y el enfriamiento de las relaciones con Europa favorecerían también un acercamiento a China, la otra potencia emergente que hay que tener en cuenta en este reacomodamiento de la hegemonía global. Si bien la sociedad entre Rusia y China se explicaría menos por el amor mutuo que por el espanto a Washington, y aunque tampoco está tan claro que Moscú esté dispuesto a subordinarse al poder de Beijing, esta aproximación le permite a Rusia acumular apoyos de peso para apuntalar su candidatura como actor relevante en el orden global.

En el siglo XVI, el monje Filoféi de Pskov propuso la idea de Moscú como una “Tercera Roma”. De acuerdo a esta visión, Rusia aparecía como la verdadera y última guardiana de la fe cristiana luego de la caída del Imperio Romano en el siglo V y de la derrota de Constantinopla en 1453. Esta sentencia fue interpretada a menudo como una expresión de la predisposición natural de la cultura y la política rusas al mesianismo. Sin embargo, como sostiene Boris Kagarlitsky6, lo que el Filofei de Pskov quiso expresar era una compensación simbólica por el lugar periférico al que había quedado relegada Rusia en el nuevo orden mundial que siguió a la expansión atlántica de Europa hacia América. En ese sentido, no suponía una contraposición a Europa sino, en cierta forma, una reafirmación de la voluntad de pertenecer a ella: la Tercera Roma le permitía presentarse como el centro del mundo cultural e ideológico y conservar un lugar de importancia dentro de esa tradición. Hoy se observa algo parecido y diferente a la vez: Rusia todavía ocupa un lugar (semi) periférico en el mundo y sigue sin ser reconocida como un actor de peso por Europa y Estados Unidos, pero, a diferencia del siglo XVI, las compensaciones mutaron peligrosamente desde lo simbólico a lo militar.

Actualización

La visibilidad de Bielorrusia como apoyo principal de Vladimir Putin en la guerra de Ucrania se amplificó en la última semana de febrero. Desde Ucrania se anunció que tropas bielorrusas habrían ingresado a territorio ucraniano, y Occidente incluyó al presidente Aleksander Lukashenko en su paquete de sanciones. El domingo 27 de febrero, en un plebiscito de ratificación constitucional de previsible resultado afirmativo, Bielorrusia recuperó la posibilidad de tener cabezas nucleares, lo que pondría esas armas en la frontera de Polonia, país miembro de la OTAN. Esto es la materialización de la “Doctrina Militar del Estado de la Unión” que fue ratificada el 4 de noviembre de 2021 por Putin y Lukashenko como parte del “Estado de la Unión Ruso-Bielorrusa” de integración fronteriza, económica y militar. Si la voz “Ucrania” significa terruño o frontera, Bielorrusia tiene en su propio nombre la palabra Rus (Rus Blanca o Rutenia Blanca, en alusión a un espacio político y social existente en la Edad Media), lo que ha estado dando alimento a los teóricos de la “Gran Rusia”, como el polémico Alexander Duguin, considerado el pensador de cabecera de Putin.

Martín Baña, doctor en Historia por la UBA. Es autor de Quien no extraña al comunismo no tiene corazón. De la disolución de la Unión Soviética a la Rusia de Putin (Crítica, 2021).


  1. “Ukraine: Russia plans biggest war in Europe since 1945 - Boris Johnson”, BBC News, 21-2-22. 

  2. Disponible en ruso en: https://www.facebook.com/maria.zakharova.167/posts/10227698656081605 

  3. “La Unión Europea advirtió que Rusia y China quieren redefinir el orden mundial: ‘Hay que oponerse para defender los derechos humanos’”, Infobae, 20-2-22. 

  4. Disponible en ruso en: https://nv.ua/lifestyle/lenin-sozdal-ukrainu-ukraincy-reagiruyut-na-rech-putina-v-seti-novosti-ukrainy-50204464.html 

  5. Lenin, “El orgullo nacional de los rusos”, en Obras Completas, Moscú, Progreso, 1984, T. XXVI, p. 111. 

  6. Boris Kagarlitsky, Empire of the Periphery. Russia and the World System, Londres, Pluto Press, 2008, p. 75. 

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