La reciente evolución de la política exterior de Estados Unidos es tan paradójica que numerosos analistas están desconcertados: por un lado, la apresurada y desordenada retirada de las tropas de Afganistán alimenta la sospecha de que se trata de una gran potencia en declive que ya no duda en tirar por la borda sus compromisos internacionales; por otro lado, su dura posición en el conflicto en Ucrania parece marcar el retorno a una política intervencionista ambiciosa. Sin embargo, tan contradictorias como puedan parecer, estas dos expresiones de su política exterior ilustran una única estrategia, que tiene por objetivo restaurar el estatus del país como primera superpotencia mundial.

La preservación de este estatus constituye el objetivo prioritario de los dirigentes estadounidenses desde el fin de la Guerra Fría, y más precisamente desde 1992, cuando el Departamento de Defensa bosquejó sus objetivos estratégicos para la era pos-soviética. Liberado de la amenaza de un conflicto militar con su enemigo de siempre, el Pentágono anunció que su estrategia consistiría de ahí en adelante en “impedir el surgimiento de cualquier potencial competidor en la escena mundial”1. Los estrategas del Pentágono no escondieron lo que esto significaba: consolidar la aplastante superioridad de la fuerza militar estadounidense y mantener una sólida red de aliados de confianza. A primera vista, la tarea no parecía insuperable. Estados Unidos había aplastado fácilmente al ejército estilo soviético de Saddam Hussein en la Primera Guerra del Golfo (1990-1991) y ningún otro país parecía ser lo suficientemente importante como para resistir la dominación estadounidense.

Pero con el cambio de siglo cierta inquietud surgió en la Casa Blanca con respecto a, por una parte, la modernización militar de China y, por otra, la intención exhibida por Vladimir Putin de reconstruir las Fuerzas Armadas rusas. Al inicio del mandato de George W. Bush, a principios de 2001, los responsables de la seguridad nacional se dispusieron entonces a combatir estas nuevas amenazas aumentando el gasto militar y estrechando los vínculos entre su país y sus principales aliados en Europa y Asia.

Cuando esta política apenas comenzaba a esbozarse, sin embargo, Estados Unidos fue blanco de los ataques terroristas del 11 de Setiembre. De un día para el otro, la atención del Pentágono descuidó la competencia con China y Rusia para dedicarse a las operaciones de contra-terrorismo en Medio Oriente. De acuerdo con los preceptos de la “guerra global contra el terror”, las fuerzas estadounidenses fueron reconfiguradas para combates de “baja intensidad” en zonas remotas. La invasión de Irak en 2003 marcó un breve retorno al conflicto militar tradicional, con un Estado enemigo fuertemente equipado. Sin embargo, tras el desmoronamiento del régimen de Saddam Hussein, Irak se convirtió a su vez en un foco de guerra contrainsurgente de larga duración.

Mientras que el ejército estadounidense se enfrentaba con los grupos terroristas, Rusia y China redoblaban sus esfuerzos por aumentar su capacidad militar. Inspiradas en las Guerras del Golfo de 1990-1991 y de 2003, se equiparon de misiles guiados y de alta precisión y de otras armas sofisticadas que habían demostrado su capacidad en Irak, reduciendo considerablemente la superioridad tecnológica que hasta entonces ostentaba Estados Unidos. Además, Pekín logró sumar puntos en el plano geopolítico al extender sus vínculos comerciales en el Sur y Sudeste Asiático.

En 2011, los principales responsables de la política de defensa de Estados Unidos llegaron a la conclusión de que su obsesiva guerra contra el terrorismo –aunque aún popular en el Congreso y en la opinión pública– había debilitado su estatus de superpotencia, permitiendo a sus rivales reforzar su propia influencia militar y geopolítica. En el transcurso de una reunión secreta ese mismo verano, el gobierno de Barack Obama decidió dar marcha atrás y darle más importancia estratégica a la competencia con China que a la guerra contra el terrorismo. Este nuevo enfoque, llamado “pivote asiático”, fue anunciado por el Presidente en un discurso pronunciado ante el Parlamento australiano en Canberra el 17 de noviembre de 2011.

Para Joseph Biden, entonces vicepresidente de Obama, esta nueva orientación no podía corresponder mejor con su propia línea, de la que nunca se desvió hasta el día de hoy. La promesa de Obama de dedicar mayores medios a Asia, poner un término definitivo a la guerra en Irak y ganar la guerra de baja intensidad en Afganistán se revelaría prematura. Los talibanes dieron pruebas de una asombrosa tenacidad en Afganistán, mientras que en Irak el surgimiento del Estado Islámico (EI) obligó a Obama a enviar refuerzos al país. Entre 2014 y 2018 la guerra global contra el terrorismo siguió dominando la planificación estratégica en Washington. Las fuerzas estadounidenses seguían combatiendo en Irak y en Afganistán, mientras que nuevos frentes aparecían en Somalia y África Subsahariana. Sin embargo, durante el mismo período, una revuelta fermentaba en el seno del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas en Washington.

Perder tiempo y dinero

Para muchos oficiales –la mayoría de los cuales había participado de tres, cuatro o cinco misiones en Irak y/o en Afganistán–, la guerra contra el terrorismo se había convertido en un callejón sin salida estratégico. No era que sólo hubiera fracasado en vencer a los talibanes o impedir la proliferación de grupos afiliados al EI y a Al-Qaeda, sino que había consumido inmensos recursos que habrían podido servir para financiar la modernización del aparato militar o cualquier otro esfuerzo para combatir a China y Rusia, convertida en otro rival de peso desde la anexión de Crimea en 2014. Por primera vez desde el fin de la Guerra Fría, el estatus de Estados Unidos como superpotencia indiscutible del mundo se ponía en tela de juicio.

Para muchos militares, la guerra contra el terrorismo se había convertido en un callejón sin salida estratégico.

Con el acuerdo tácito de Donald Trump, que mostraba poco interés por las cuestiones geopolíticas, los responsables militares iniciaron, en febrero de 2018, una revolución estratégica. En la “Estrategia de Defensa Nacional” (SDN), publicada ese mes, la “guerra global contra el terrorismo” queda suspendida, en tanto que la “competencia de las grandes potencias” accede a la categoría de preocupación central. El documento sostiene que, aunque Estados Unidos ciertamente conserva la ventaja, cedió demasiado terreno: “Nuestra ventaja competitiva se erosionó en todos los ámbitos de la guerra: aire, tierra, mar, espacio y cibernética”2, explica el secretario de Defensa de ese entonces, James Mattis. Para restaurar el predominio estadounidense, Mattis recomienda un aumento de las compras de armas y el desarrollo de tecnologías militares de vanguardia. “Una implementación eficaz de la Estrategia de Defensa Nacional de 2018 implica invertir en la innovación tecnológica con miras a aumentar nuestra letalidad”, insiste.

Pero estas acciones no serían suficientes: para evitar que China y Rusia logren concretar sus ambiciones expansionistas; Estados Unidos debe estrechar sus vínculos con sus aliados en Asia y en Europa. Tal era la hoja de ruta estratégica heredada por Biden cuando asumió el gobierno en enero de 2021, y no hay más que leer la “Guía estratégica temporaria de la seguridad nacional”, publicada en marzo de 20213, para confirmar que la influencia de Mattis sigue vigente en Washington. Los autores de este documento insisten en la necesidad de preservar la superioridad militar y tecnológica estadounidense frente a China y Rusia, para lo cual es necesario “liberar recursos para invertir en tecnologías de punta y en las capacidades que determinarán nuestra superioridad en términos de seguridad militar y nacional en el futuro”. Igual que la Estrategia de Defensa Nacional de 2018, el plan de Biden también le concede una alta prioridad al refuerzo de los vínculos con los aliados asiáticos y europeos. Estos últimos, subraya, constituyen “una fuente considerable de fuerza y una ventaja sin igual para Estados Unidos. Es por esto que reforzaremos la Organización del Tratado del Atlántico Norte [OTAN], invertiremos en ella y la modernizaremos, y haremos lo mismo en nuestras alianzas con Australia, Japón y la República de Corea”. Finalmente, el esquema de Biden se apoya sobre el argumento central de la estrategia “pivote” de Obama en 2011: retirar a Estados Unidos de los conflictos sin fin de Medio Oriente, de manera que el país pueda dedicar su atención y sus recursos para intensificar la competencia con Pekín y Moscú.

Encomendándose a la tarea desde el verano de 2021, los consejeros de seguridad nacional se concentran esencialmente en China y la región indopacífico. Como Obama y Mattis, el presidente Biden y su equipo consideran a China como la mayor amenaza a largo plazo para la primacía estadounidense, por su crecimiento económico, el alcance mundial de su influencia y su capacidad tecnológica cada vez más afilada. Por esta razón, el gobierno de Biden la designó como una “amenaza constante” frente a la cual las fuerzas estadounidenses debían ser reconfiguradas4.

La visión de una potencia china que pone en peligro la supremacía estadounidense dictó la política exterior de Biden a lo largo de 2021, con una particular atención en Taiwán. Frente a las amenazas chinas, apenas veladas, de anexar la isla en caso de que hiciera el más mínimo paso adicional hacia la independencia, la Casa Blanca hizo la promesa de resistir tal ataque, incluso, de ser necesario, con el uso de la fuerza militar. El apoyo estadounidense a Taiwán es “sólido como la roca”, aseguró Biden en múltiples ocasiones.

¿La oportunidad tan esperada?

A fines de 2021 le tocó el turno a Moscú de asustar a Washington. La concentración de tropas rusas a lo largo de la frontera ucraniana hasta llegar a 130.000 soldados, la decisión de Vladimir Putin de enviar militares a Donetsk y Lugansk y reconocer su autonomía, y finalmente la invasión de Ucrania monopolizaron ampliamente las deliberaciones en Washington. Aunque Ucrania no sea miembro de la OTAN, y por consiguiente Estados Unidos no esté obligado a prestarle apoyo en caso de ataque, la operación militar de Moscú lanzada el 24 de febrero no deja de ser percibida como un desafío a la solidaridad occidental. En la medida en que el gobierno de Estados Unidos se considera como la piedra angular de la alianza militar occidental, asimila cualquier debilidad frente al ruido de botas rusas como una nueva amenaza a su supremacía. Preservar este estatus implica inflar el pecho.

Estados Unidos asimila cualquier debilidad frente al ruido de botas rusas como una nueva amenaza a su supremacía.

Es a través de este prisma que hay que comprender el comportamiento del gobierno de Biden con respecto a Rusia y a Ucrania. Si bien el Presidente aclaró que la adhesión de Ucrania a la OTAN no estaba en la agenda y que Estados Unidos no enviaría tropas para ayudar a Kiev en su defensa, amenazó a Moscú con represalias “rápidas y severas” ante una invasión. Además, desplegó refuerzos de varios miles de hombres en Polonia y en Rumania, dos países de la primera línea de fuego que sí son miembros de la Alianza Atlántica y albergan una variedad de misiles estadounidenses. Pero sobre todo Biden hizo las veces de actor principal de la OTAN, consultando regularmente a los dirigentes de los demás Estados miembro y alentándolos a endurecer sus posiciones en el caso ucraniano. Y después de la invasión, Biden coordina la respuesta militar occidental y determina las sanciones que se tomarán contra Moscú (véase el artículo de Hélène Richard y Anne-Cécile Robert).

En Washington, esto es justamente lo que muchos esperaban desde hace tiempo: una oportunidad para ostentar su condición de gran potencia en un duelo con un competidor de peso, en vez de distraerse en operaciones inciertas contra fanáticos religiosos pobremente armados. La decisión de Putin de invadir Ucrania le ofrece a Washington una oportunidad extraordinaria para asentar su liderazgo sobre la OTAN.

Esta crisis seguramente no será el último capítulo de la larga batalla emprendida por Estados Unidos para asegurarse una posición dominante sobre un mundo inestable. La rivalidad entre grandes potencias volvió a ubicarse en el corazón de las preocupaciones estratégicas de Estados Unidos, que no escatimará ningún esfuerzo para mantener su superioridad.

Actualización

El discurso del estado de la Unión del 1º de marzo llegó en el mejor momento para Joe Biden. Con una caída de su popularidad en el frente interno y con las preocupaciones nacionales sobre la inflación, la invasión rusa a Ucrania le da la oportunidad de concentrarse en la política exterior y mostrarse nuevamente con la iniciativa. Su principal desafío parece ser hacer coincidir el apoyo a sus políticas con la percepción de que él está capacitado para llevarlas adelante. Tiene mucho camino que recorrer: una encuesta dada a conocer por CNN el lunes 28 de febrero mostró 83 por ciento de apoyo de los estadounidenses a las sanciones contra Rusia y sólo 42 por ciento de confianza en Biden para conducir a Estados Unidos en esta crisis.

Michael Klare, profesor del Hampshire College, Amherst (Massachusetts). Autor de All Hell Breaking Loose: the Pentagon’s Perspective on Climate Change, Metropolitan Books, Nueva York, 2019. Traducción: Micaela Houston.


  1. Patrick E. Taylor, “U.S. Strategy Plan Calls for Insuring No Rivals Develop”, The New York Times, 8-3-92. 

  2. Declaración del secretario de Defensa Jim Mattis ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado de Estados Unidos, Washington, D.C., 26-4-18. 

  3. “Interim National Security Strategic Guidance”, Casa Blanca, Washington, marzo de 2021. 

  4. Lloyd Austin, “Memorandum for all department of defense employees”, Departamento de Defensa, Washington, 4-3-21.