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Ilustración: Ramiro Alonso

Efecto Gaza

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Quizá la primera voz de relevancia real que se levantó contra los ataques israelíes sobre la Franja de Gaza, que muchos consideran al borde de la legalidad internacional, fue la del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. Tan relevante que, al colocar su voz en ese registro, Lula contribuyó a objetivar el espacio que representaba y que, en una de las paradojas de la representación fundacional, aún no estaba suficientemente definido. Nacido del fin del unilateralismo, el Sur global no es Tercer Mundo en el sentido clásico de una categoría que estaba más atada a la postergación socioeconómica que al tercerismo que sugería su nombre, del mismo modo que al no haber bipolaridad (más allá de la existencia de China como potencia global desafiante) tampoco es, en sentido estricto, no alineamiento, como lo fue el Movimiento de Países (relativamente) no Alineados.

Esa entelequia nueva estaba buscándose a sí misma a la vez que buscaba, para traer a esta arena movediza la palabra poética de T.S. Eliot, su grande fabbro. Ese hacedor no podía ser el presidente ruso, Vladimir Putin, ni el líder chino, Xi Jinping, ambos demasiado atados a un polo de la bipolaridad pasada o futura. Tampoco el primer ministro de India, Narendra Modi, amarrado por propia mano a un supremacismo de cabotaje que sirve para construir poder interno pero corta las alas del vuelo internacional. Si se piensa, entonces, en ese entendimiento que en cierta manera materializa la abstracción, como son los BRICS (bloque formado al inicio por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), muerto Nelson Mandela queda como la mejor alternativa este Lula. No cualquier Lula, este. En principio por su carácter de encarnación victoriosa contra el trumpismo tropicalizable. Pero también Lula por su otro carácter de proyección transfronteriza: el de guardián de la Amazonia, real y simbólica. Si para ser potencia global se necesita población y armas nucleares, para ser esa influencia en la que (este) Brasil se está consolidando se requiere población, carisma, momentum y un recurso vital de interés colectivo. Hay otro motivo aun: si ni el Putin autoritario de derecha (prohibiendo al movimiento LGTB+ y teniendo al Partido Comunista como principal partido de oposición ruso) ni el capitalismo de Estado de Jinping pueden heredar el lugar de agonista real de Washington que tenía el viejo mundo soviético, Lula, líder de acción y discurso social con una muesca proletaria verdadera en su biografía, está más capacitado que nadie para encarnar ese espacio. Esto último es un necesario elemento de una semiosis interminable, podría decirse gramsciano, si se toma en consideración aquello de “La cuestión meridional” (1926), para cimentar, más que complementar, lo que los BRICS (en parte) se proponen ser.

Es conocido el fenómeno de las solicitudes de ingreso al bloque (22 en la cumbre de junio y 18 más en vías de formalización del pedido) y de su ampliación reciente a seis países (Irán, Arabia Saudita, Etiopía, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y una Argentina que quizá retirará su membresía casi sin estrenar). Pero aun con esa ampliación, los BRICS por sí solos no alcanzan a ser el Sur global, aunque sean su expresión más palpable.

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El ataque israelí sobre Gaza generó reacciones contrarias que sobrepasaron a los BRICS, llegaron a otros países de América Latina, de África y, por supuesto, a los países árabes. Pero sobre todo llegaron a las calles de varias ciudades occidentales en manifestaciones masivas de apoyo a Palestina. También las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre un pedido de alto el fuego el 27 de octubre (con la abstención de Uruguay) y las posturas críticas con Tel Aviv del secretario general y de varias agencias de la ONU apuntalaron esa transversalidad. Es un tema, de los muchos otros posibles, en el que el Sur global puede hacer valer su voz. Si lo hace ahora para denunciar/detener un (Lula dixit) genocidio o, para ser más conservadores en el uso de los términos, el agravamiento de un apartheid, quizá pueda también hacerlo para ampliar la base geopolítica de los intentos conservacionistas del ambiente (a pesar de algunas polémicas ambigüedades de Brasil respecto de los combustibles fósiles) como lo que está en riesgo de naufragar en la COP28.

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Así, la postura del presidente español Pedro Sánchez, que el 30 de noviembre dijo tener “francas dudas” de que el Ejército de Israel esté respetando el derecho internacional humanitario en Gaza, no sólo marca una línea de quiebre con el inicial apoyo monolítico de Europa al modo en que Tel Aviv ejerce su “derecho a defenderse”, sino que tiende vasos comunicantes de algunas capitales europeas con el Sur global en un tema que este último viene liderando. Quizá con un matiz. Mientras el mandatario español busca que Europa tome en conjunto la solución de “los dos estados”, advirtiendo incluso de la posibilidad de un reconocimiento unilateral del Estado palestino por parte de Madrid, otros actores del Sur global y de la sociedad civil apuntan a un único (y quizá imposible) Estado común, laico, en el que convivan israelíes y palestinos en igualdad democrática. Aun en su (casi) imposibilidad, el simple enunciado de este viejo camino, que parecía haber naufragado para siempre en los acuerdos de Oslo de 1993, marca hasta qué punto la radicalidad del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha venido dinamitando los consensos que existían sobre el statu quo en Oriente Medio. Sus más cercanos aliados tienen difícil seguirle el tren, y los no tan carnales (léase, España) se animan a plantear con claridad las divergencias.

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La reacción de Tel Aviv ante Madrid, tensando relaciones diplomáticas, y de la oposición española criticando con dureza a Sánchez en este tema, coloca a este último en un mejor lugar para afrontar el desafío que podría implicar el bombardeo amigo de Podemos. La formación antes liderada por Pablo Iglesias no ha dejado de hostigar al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Sánchez, como si no integraran la misma coalición de gobierno. De hecho, las posturas de Podemos llegaron al extremo de romper el 5 de diciembre con la bancada parlamentaria de Sumar, fuerza que ha coaligado las izquierdas en el Ejecutivo progresista, pasando los cinco diputados podemitas a integrar el “bloque mixto”. Cada vez más aislados, los (alguna vez) jóvenes surgidos del movimiento de Indignados de Plaza del Sol de 2011, y que habían generado la esperanza de una bocanada de aire fresco en la arena española, no han logrado poner en práctica una política unitaria sostenible. Abandonados hasta por su líder en la Comunidad de Madrid (Jesús Santos, el 4 de diciembre, se despidió de sus “fronteras cada vez más gruesas”), parecen no haber entendido que la unidad suele ser más importante que tener (siempre) razón. La acción política ecuménica de Lula (y antes de Mandela), más que el maximalismo por derecha de Netanyahu, podría haber sido un espejo en el que haberse mirado.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.

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