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Ilustración: Noel de León

Hasta el sol y todas las ciudades en el medio

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Escritora, traductora, investigadora, periodista, Rosario Lázaro ha estado en Lento desde el principio, así que es una alegría contar con este texto sobre lugares y generaciones de la maternidad para la edición 100 de la revista.

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“And your bald cry / Took its place among the elements”, Adelaide, junio de 2019

Llovió de noche aquel día; baldes de agua del cielo, rayos que encendían la terraza del hospital y truenos sacudiendo la ventana. Había sido un fin de semana de luz helada, delineado con la precisión del frío y amarillento por las hojas de los árboles. Nada anticipaba un diluvio de lunes en el desierto. Gabriel dormía ajeno a los truenos, pegado al cuerpo que lo había gestado durante nueve meses. Tenía una mancha en el costado de la nariz. Yo sólo enfocaba sus narinas, que se abrían y cerraban, para confirmar una y otra vez que seguía vivo. La madrugada anterior, cuando me llevaban al quirófano para una cesárea de emergencia, en esa ciudad remota, en esa isla en medio de otro océano, después de un periplo de mudanzas y un trabajo de parto eterno, me repetí que no habíamos llegado hasta ahí para morirnos, ni él, ni yo, y traté de ocuparme de los detalles que iban pasando por encima de la camilla: las caras de los enfermeros, Elvis sonando en los parlantes, la anestesista que seguía tratando de que mi lado izquierdo también se durmiera y el padre, que estaba pálido de verme sucumbir. Rítmico y tenaz, el corazón de Gabriel reverberaba en los aparatos. En minutos, emergía robusto. El vacío en las entrañas y la felicidad más absoluta. Chilló. Su cara redonda y roja. Parecido a nadie, parecido a sí mismo desde el irrepetible principio.

“Love set you going like a fat gold watch”, Florianópolis, octubre de 2018

Quedé embarazada a las dos semanas de que murió mi padre, el mismo que clamaba por un nieto, no por ser abuelo, imagen que seguía resistiendo en el hospital, sino para que yo supiera ocuparme de alguien. Irónica, la vida operó por sus carriles. El cuerpo explotó sin preámbulos. La barriga se tensó, las tetas crecieron autónomas, como corresponde a las hembras de los mamíferos. Test de embarazo el día que un genocida demente ganaba el primer turno de las elecciones en Brasil. Estallaban los gritos y los fuegos artificiales afuera. En el baño, una raya pigmentada de inmediato. Los morros escandalosamente verdes, a menos de tres cuadras de mi casa, las bromelias y las orquídeas escondidas entre los árboles, el manglar viscoso junto al océano eran ajenos a este cambio insondable en el rumbo de las cosas. Pero todo el paisaje que había sido cotidiano en los últimos diez años, así como cualquier paisaje en el que estuviera, iría mermando frente al ímpetu de la existencia que se arraigaba en mi útero. Imposible anticipar que pasaría tres meses tirada en una cama, sin leer, escribir, pensar o hacer nada más que asegurar las condiciones ideales para la conformación de un organismo. Comería arroz con devoción. Vomitaría al usar la campera de cuero de siempre. Dejaría de correr olas por un tiempo inconcebible en otras épocas y empezaría a nadar, cual ballena. Nos iríamos de Brasil. Mi cuerpo claudicaría para dejar paso a la nueva vida, y sería sólo el comienzo, pero aquel domingo siete de octubre, poco después de las ocho de la noche, me incorporaba inconsciente y radiante a la reproducción tenaz de la especie.

“I’m a riddle in nine syllables, / An elephant, a ponderous house”, península del cabo York, marzo de 2019

Los mapas mienten. Lo que parecían grandes lagos son charcos efímeros cuando cae la lluvia, es decir, nunca. Endorreicos, no desaguan, pues se secan antes. Más al sur, la costa de South Australia tiene tres penínsulas sucesivas y una isla llena de canguros. Dan de frente contra la inclemencia del Índico. Es como si el desierto cayera a pique a un mar demasiado turquesa. Península del cabo York. Ahí estábamos, familia ínfima de campamento. Embarazo de seis meses, pero una barriga que parecía de nueve. Mis piernas se movían pesadas por los caminos polvorientos del parque nacional Innes. Las piernas del bebé golpeaban el esternón o surgían de pronto por debajo de mi ombligo; un mensaje del más acá. Había también espasmos de panza entera, que se repetirían ya nacido. Intimidad y alienación ante la experiencia radical de gestar, recuerdo haber leído en The Argonauts, de Maggie Nelson. Iba hacia la destrucción del yo a 200 por hora y fue una suerte no saberlo. Amor que no me sabía capaz de sentir. El espacio se hizo solo. Sentí el dolor en las caderas, en el cartílago del pubis. Lunares nuevos en el cuello. Las neuronas migraban del cerebro al útero mientras la sequía agrietaba el paisaje. Hormigas, arañas y abejas se apelotonaban enloquecidas en torno a cualquier atisbo de líquido. Cerca, en unos pequeños lagos sin agua, los estromatolitos. Los vi de lejos en el lago Inneston y tuve miedo: estructuras minerales construidas por cianobacterias, rocas vivas y muertas al mismo tiempo.

“Clownlike, happiest on your hands, / Feet to the stars, and moon-skulled”, cabo Santa María, noviembre de 2019

Hubo largos paseos por las calles repletas de pozos. Desde el cochecito, Gabriel observaba el cielo celeste sobre nosotros. Era primavera y las flores amarillas cundían en los baldíos. Después volvíamos a la casa familiar y le daba de mamar por largo rato. Era un mundo tibio. Al principio, mi madre miraba para otro lado. Pronto se acostumbró (aunque supo abogar por un destete al año de nacido, con argumentos entre sicológicos y veladamente religiosos). Las tetas, ese reservorio autónomo de comida, se llenaban y vaciaban con constancia. Guardo una foto en las rocas de La Balconada. Somos tres: el padre, el bebé y la madre, es decir, yo. Gabriel cierra los ojos de cara a la puesta de sol. Las cenizas de su abuelo justo ahí, en esas rocas. Una familia nueva, nosotros. Quise imaginar cómo escribir sobre algo que ya no era yo, y era otro, que me enloquecía de amor y de frustración, y evitar la ironía, el sarcasmo, el melodrama, la cursilería, el desahogo vano. Una barriga flácida. Córneas derretidas por hormonas, incapaces de enfocar. Sé que me faltaba el sueño, que tomaba casi cinco litros de agua por día, que mi hijo era una delicia de rollos y dobleces, que se despertaba con demasiada frecuencia de madrugada y que muy pocas veces tuve tiempo de escribir sobre la estación cegadora en aquel cabo, como sí la describo acá. Antes del parto, cuando traduje Dinosaurios en otros planetas, de D. McLaughlin, una madre decía que otra mujer, más joven y sin hijos, era “feliz e ilesa”. Ilesa, imposible salir ilesa, entendí por fin. Pero, en aquel momento, había abuelos, tíos, primos, toda una familia para contener, un bebé por completo dependiente, kilos de hormonas para pilotear el agotamiento y kilos de ingenuidad acerca de las distancias geográficas.

“Boarded the train there’s no getting off”, península de Fleurieu, enero de 2020

Domingo de verano. Al entrar al valle McLaren rumbo a la ciudad, el humo gris desdibujó lo que había sido un día de sol fuerte. Australia vivía la peor crisis de incendios forestales de la historia, envuelta en una nube de humo que llegaba a Sudamérica. Temperaturas récord. Déficit hídrico de años. En Adelaide, a pesar de que estaba todo blancuzco y quebradizo, el aire se había mantenido relativamente limpio. Miré por el retrovisor y Gabriel fijaba los ojos en las hileras de vinícolas con olor a chamuscado o en alguna mancha del vidrio, cómo saberlo. Con seis meses, empezaba a comer purés de verduras, interesado en las texturas sobre la lengua. Le costaba quedarse dormido, como siempre, hasta que se entregaba, plácido, por horas, y yo quedaba perturbada por el esfuerzo de vigilar el sueño ajeno. Al igual que el auto, el humo avanzaba por aquella porción estrecha de clima mediterráneo rodeado de desierto. Volaron las cacatúas y sus graznidos encima de la autopista. Tuve miedo de no saber proteger. Al llegar a casa, cerramos las ventanas para ahorrarles a los pulmones ínfimos el esfuerzo de encontrar oxígeno en la humareda. Jirones de corteza caían de los eucaliptus del jardín, tal era el calor que nos rodeaba.

“A clean slate, with your own face on”, Tasmania, marzo de 2020

Durante dos semanas, el universo fue el de la casa rodante. Gabriel no caminaba por entonces, pero gateaba entre las almohadas, sobre el colchón, iba hasta la ventana, se metía todo en la boca y miraba con detenimiento el mundo más allá de nuestro hogar rodante. Yo volví a las olas con constancia. Hubo pocos momentos de sol durante el viaje. Juntos, una tarde observamos la lluvia cayendo de nubes oscuras, el mar aún más negro, las montañas sombrías y desafiantes detrás. Estábamos en la bahía Fortescue. Aquellos días, mi hijo se parecía a la hermana más chica de mi padre, su madrina. Los cachetes regordetes, una mirada entre compasiva y melancólica. Hacía frío y de noche su cuerpo tosía con ganas. Era el principio de una pandemia. Por teléfono, mi madre advirtió del riesgo y recuerdo haberme reído, subestimando el virus, como siempre subestimo todo. A la vuelta al continente, sería el último avión, el comienzo del aislamiento, la corrosividad de las rutinas, el verdadero posparto, la escritura febril a la madrugada, antes del sol, antes de su presencia de vendaval por la casa.

“Your handful of notes; / The clear vowels rise like balloons”, Cann River, noviembre de 2020

Transparente y fresco, el río Cann. Sostuve a Gabriel en los brazos y lo sumergí hasta el cuello. Estaba agarrado a mí con la efectividad de la sobrevivencia. Los brazos y las piernas se contrajeron. La cara esbozó una mueca de miedo y enseguida lo saqué, su cuerpo redondo y conocido, que al apretarlo contra mi barriga sentí como cuando lo gestaba. Sobre un barranco, el auto con nuestras cosas dentro: ropa, libros, juguetes. Tercera mudanza en menos de tres años. Un viaje por tierra de 1.800 kilómetros entre Adelaide, en South Australia, y Sídney, en New South Wales. La impresión de minutos atrás de Gippsland, los interminables bosques incendiados un año antes. Árboles fantasmas, rebrotados con una pelusa verde hasta luctuosa. Gabriel practicaba orondo un inventario de 15 palabras, anotadas por nosotros con orgullo. Yo cargaba meses de amor desmedido y frustración punzante, noches insomnes, desasosiego crudo. Gabriel salió del agua con su padre, que lo envolvió en una toalla, y entonces me sumergí en la transparencia helada, entre las piedras, a ver si lograba despertar de una vez.

“I’m no more your mother / Than the cloud that distills a mirror to reflect its own slow / Effacement at the wind’s hand”, Sídney, mayo de 2021

El cabo Solander queda en la punta sur de la bahía de Botany, cerca de Sídney. Las olas se estrellan netas contra las piedras. Los cargueros pasan rumbo al puerto y los aviones sobre nuestras cabezas. Corremos por el pasto, como si pudiéramos viajar también. El viernes pasado tal vez haya sido la última vez que amamanté a Gabriel. O no, pero él sigue ampliando ese hilo invisible que nos une. Hay categorías en torno a las cuestiones más elementales. Frío-calor. Alto-bajo. Colores, en tres lenguas. “Red”, el carguero. “Rojo”, le digo. Risa que desparrama alegría. Obsesiones: los vehículos, de todo tipo. Él no para, como corresponde. Absorbe, devora, aprende, crece, multiplica, fascina, maravilla. Yo sigo tratando de volver a ser una, si es que aún existo, o de rendirme a ser trizas.

Todas las citas son de Sylvia Plath: “Morning Song”, “Metaphor” y “You’re”.

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