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Ilustración: Ramiro Alonso

Crónica de un Perú con dos golpes de Estado al fondo

21 minutos de lectura
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Hace 30 años Perú tuvo un autogolpe muy distinto al del presente. En 1992 la expectativa por el fujimorismo mutaba en una realidad autoritaria, mientras la pesadilla de Sendero Luminoso seguía allí. “Había que verlo cara a cara en las calles, entre el humo de los anticuchos, las conversaciones de café y los pasadizos de los museos, aunque no fuera posible comprenderlo”, dice Roberto López Belloso. Lo que sigue es parte de un libro que se llamará Los malditos 90.

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Son los años de la pérdida. Las dictaduras habían terminado en la mitad de la década anterior, abriendo el calendario a una corta primavera democrática, pero los 90 en el Cono Sur dieron el portazo con su cóctel de farándula y neoliberalismo. Colombia seguía en catalepsia, con la historia transformada en un asesino serial. La Nicaragua sandinista, jaqueada por las armas de una contrarrevolución financiada y apoyada por Estados Unidos, sufría en las urnas la que parecía su más amarga derrota (ya vendrían peores). El Salvador empezaba su costumbre de ser escombros, con un último empuje de lo que pudo haber sido. Cuba vivía el llamado “período especial”, en el que faltaba casi todo, suma del bloqueo estadounidense más la caída de la maternal Unión Soviética, que hasta ese momento le había comprado azúcar como si fuera diamantes y vendido petróleo como si valiera casi nada. Guatemala, por lo menos, tenía la ilusión del inicio de las conversaciones de paz entre un gobierno heredero de los crímenes de lesa humanidad y la guerrilla más vieja del mundo. México, quizá a contrapelo del resto del continente, se abría al enigma del zapatismo. En cuanto a Perú...

Es 5 de abril de 1992. Un día después de mi llegada, Lima amanece con un golpe de Estado. No han derrocado al presidente Alberto Fujimori, sino que fue el presidente quien usó a los militares para disolver el Parlamento. Lo acusaba de ser un nido de corruptos y a nadie parecía llamarle la atención tal etiqueta para tales pájaros.

En Lima estoy alojado en la casa de una familia numerosa. Eso me permite tener el pulso de lo que piensa una gran cantidad de tías y primos de la más variada extracción social. Casi todos apoyan al golpista.

Las manifestaciones, que el gobierno no oculta, sino que difunde por los telenoticieros en horario central, muestran lastimosos grupos de diez o 12 personas. Los peinados de peluquería de las mujeres y los trajes a medida de los hombres sugieren que la mayoría de esos manifestantes proviene del entorno cercano de los legisladores. Aferrados a la rejería de entrada del palacio corean consignas en contra del flamante dictador. Aquellas de 1992 no se parecen en nada a las marchas de “pueblo andino” que sacudirán Perú en defensa de Pedro Castillo en 2022, después de su chapucero autogolpe de diciembre, de su vacancia por parte del Parlamento y de la represión del gobierno “provisorio”, que costaron más de 28 vidas, generando a su vez otras marchas que se retomaron el 4 de enero de 2023, quizá no en defensa de Castillo, sino de la ilusa ilusión que Castillo mal representaba.

La política peruana parece confirmarse a sí misma en un ciclo transmigratorio. “Cada vez para peor”, pienso en ese 1992, con la petulancia algo patética de los 20 años. Sin embargo, el tiempo irá confirmando la rara capacidad de los peruanos para votarse trampas al solitario y vacar presidentes (raro verbo que su sistema político exhumó de los arcones más arcaicos del diccionario). Fujimori, entonces popular, terminará tras las rejas como una delgada laucha lastimera. Un mandatario tras otro será juzgado y encontrado culpable. Centenares de horas de cintas que graban, en su memoria magnética, todos los meandros posibles del sinuoso río de la corrupción detrás de un nombre que parece salido de una novela de los Cárpatos: Vladimiro Montesinos, corruptor monje gris al servicio de los poderosos. Mil años después, la elección de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) en 2015, el presidente más cercano a dios: primo hermano de Jean-Luc Godard. También PPK caerá por la tangente. Un juego desequilibrado en el que termina indultando al avejentado golpista lo hará caer, también a él, siglos más tarde. Luego los “cuatro presidentes en un año” de los tiempos de la pandemia y el más reciente caso de Castillo.

Apenas dos de las personas con las que hablo en la Lima de 1992 se oponen al cuartelazo de Fujimori. Una es una maestra jubilada, de larga militancia en el Apra, el partido de centroizquierda fundado por Víctor Haya de la Torre al que perteneció el expresidente Alan García.

La primera vez que escuché sobre García yo tenía 12 años. En un número de la revista Selecciones que había en la casa de mi abuelo, Alan García era presentado con el Machu Picchu de fondo. En mangas de camisa, con el saco colgando del hombro hacia su espalda. No sabía que un presidente pudiera ser tan joven. En su edad y en sus ideas, o lo que fuera que en ese tiempo de fines de la infancia yo entendía como ideas.

García hablaba de no pagar la deuda externa e invocaba los tratados interamericanos de defensa recíproca para ayudar a Argentina en la Guerra de las Malvinas. ¿Fue esa la guerra “convencional” de mi generación, así como Nicaragua fue nuestra guerra de guerrillas? Las revistas Tal cual en la casa de mis abuelos con el rostro de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, en la portada, tuneada con un bigote a lo Hitler o un par de colmillos transilvanos. “No pasarán”, decía uno de los titulares de esa resistencia paradójica que tomaba prestadas las consignas de los republicanos españoles, a pesar de estar dirigida por dictadores franquistas. Todavía no había leído Los Pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, ni 1982, de Sergio Olguín, ni Los viajes del Penélope, de Roberto Herrscher. Pero los colimbas, casi niños llevados a la fuerza al matadero del sur, eran, sin dudarlo, “los míos”. Eran los hermanos de mi primera novia de la infancia, que había conocido con tres años junto a la fuente de San Isidro. Eran los otros sobrinos de mi tía de San Luis. Eran, sobre todo, los otros nietos de mi abuela, que había venido a Uruguay por un mes y se había quedado para siempre.

Ilustración: Ramiro Alonso

Por eso, ahora que estoy en Lima con golpe de Estado, esos lejanos recuerdos me hacen ponerme del lado de la maestra jubilada y dudar de los que me hablan de la corrupción en la que terminó el gobierno de Alan García. Es verdad que siglos después —todo pasará siglos después de los 90, incluso su regreso en forma de farsa lastimera— García vivirá un rocambolesco fin de semana como provisorio asilado en la embajada de Uruguay. Se le negará el asilo permanente, por supuesto. Esa figura es para los perseguidos por el Leviatán, no para los que escapan del mujerón de ojos vendados. Pero incluso en los detractores de García hay un eco de simpatía en ese 1992. Cuentan, con mal disimulada admiración, que se escapaba del palacio de gobierno en una moto para ir a ver a su amante, camuflado bajo el casco y una campera de cuero negra, escabulléndose de sus guardaespaldas. “Ah, gavilán palomero”, parecen decir, perdonándole todo lo demás, o casi todo. ¡Ah, mecerse en los senos de la Justicia, arrancarle un gemido mientras se sube a morder su hombro desnudo y, aun así, no moverle un ápice la seguridad con la que blande balanza y espada!

***

Con el otro objetor del golpe me encuentro en el Museo Nacional. La ciudad no está convulsionada, pero los empleados del museo sí lo están. Un hombre con aspecto de profesor universitario atraviesa el hall de entrada con un manojo de papeles recogidos a las apuradas de un escritorio. Se detiene cuando nos cruzamos y me habla como si me conociera de toda la vida. A mí me parece una escena de Sur, aquella película de Pino Solanas.

—Otro día trágico para el Perú, ¿no cree?

—Sí —le respondo, sin querer extenderme mucho en mis opiniones, ya que no sé quién es ni tampoco sé cómo se comportan los peruanos en un día de golpe de Estado. Es cierto que no he visto un gran despliegue militar, pero eso no quiere decir que una frase fuera de lugar no pueda generarme problemas.

—Usted no es peruano, ¿verdad?

—No, soy uruguayo.

—Uruguay, un hermoso país. Ustedes también tuvieron una dictadura, pero no fue como esta. Allá el pueblo se opuso, no como acá que todos parecen estar de acuerdo con el golpe. Hablan de la corrupción del Parlamento porque les han metido en la cabeza que los legisladores le cuestan mucho dinero al país. Es inaudito, ¿no le parece?

—...

—Pero no se entretenga por mi culpa. En este museo hay mucho para ver. Incluso en un día como hoy.

Tiene razón. Hay mucho para ver. Apenas se va el profesor, aparece un guía, como surgido de la nada. Me abstraigo de su letanía que semeja la de casi todos los guías de todos los museos del mundo. Él igual recita su lección, en la que sus palabras son una máscara que coloca entre su alma y su trabajo, pienso, con esa pedantería de los 20 años. El yo de entonces resulta incapaz de entender que si tuviera que ganarme la vida guiando visitantes que se repiten en los mismos pasillos para entrar a las mismas salas a ver las mismas piezas también lo haría sin el menor entusiasmo. El yo de entonces no quiere ser acompañado, no quiere tenerlo cerca, no quiere ni verlo. Le agradece con amabilidad fingida, le dice que no, le aclara —casi con brusquedad— que no espere una propina. Idiota de mí. Quizá el guía no quería otra cosa que evadirse también él de lo que estaba pasando.

Las piezas tienen una presencia tan poderosa que pronto no importa si las estoy mirando solo o si por detrás está el discurso burocrático de quien las nombra como si estuviera tildando un inventario. Por ejemplo, una vasija de cerámica, un huaco le llaman en Perú. Proviene de una cultura preincaica y en su interior se conserva la momia de un hombre. No fue colocada por sus deudos luego de los ritos funerarios, sino que, según los arqueólogos, él mismo se metió ahí adentro y una vez en el huaco se quitó la vida.

—Es un suicidado —me explica el guía, y por primera vez le descubro un brillo de entusiasmo que se superpone a la mirada seca de hasta hace un momento. ¿Él ve lo mismo en mí? ¿Me descubre en el espejo del asombro morboso de la pieza y se dice, entre los dientes de su pensamiento, “ahora sí te interesa, gringuito, te gusta la sangre”? Somos el uno mirando al otro que es el otro que nos mira. Nos despreciamos mutuamente por pura pereza.

También me detengo ante una reproducción de los hallazgos de la tumba del Señor de Sipán, que en ese 1992 es la vedette de la arqueología peruana y cuyos originales están de gira por Alemania. Un jefe enterrado junto a su esposa, sus hijos y un grupo de sus guerreros. Como era previsible, no se trató de un “panteón familiar” al que se iban agregando los cuerpos a medida que iban muriendo de muerte natural. Todos fueron sacrificados al momento de morir el gobernante. Uno de los centinelas, me cuenta el guía, tiene los pies cortados. Una mutilación que no se sabe si ocurrió antes o después de su sacrificio, pero que en todo caso simboliza que no podría irse de ese lugar ni siquiera muerto, que su vigilancia sería eterna. Esa insistencia del guía en el morbo de las piezas, versión en crónica roja de la museística, me molestaba como si fuera de la especie de esos crujidos agudos que hacen rechinar los dientes y a la vez me parecía la sintonía perfecta con lo que estaba sucediendo paredes afuera. En la Bienal de Venecia de 2022 veré, en la obra de Hebert Rodríguez expuesta en el Pabellón de Perú, que los diarios sensacionalistas del momento del fujimorato eran un permanente tronar de la sangre de los crímenes comunes, la cosificación sexual y la persecución política. “La paz es una promesa corrosiva”, se titulaba el envío peruano a la más prestigiosa cita internacional de arte contemporáneo.

Toda escritura es siempre una posdata. Estamos escribiendo luego de otra cosa. Sea nuestra o sea de alguien más. Mi escritura sobre el asilo negado a Alan García fue una posdata a mi encuentro con los ecos de García en 1992, que ya era una posdata a la primera vez que supe de él en la Selecciones de la casa de mi abuelo. La posdata ¿final? fue la crisis de la destitución de Castillo Terrones en diciembre de 2022.

Antes (siempre) había habido otra posdata. Un amigo me escribe desde Lima en 2019. Alan García se pegó un tiro cuando fueron a detenerlo. Me llegan unas fotos del cráneo destrozado de García. Ahora todo circula, sin que se pueda discernir lo cierto de lo incierto. Tan porosa es esa frontera que se tiene la tentación de pensar que ha dejado de ser frontera. Damos por real lo que estamos preparados para dar por real. Ocultamos lo ominoso de nosotros mismos o de aquellos que consideramos que son “los nuestros”. Aún está construyéndose el pensamiento acerca de esa construcción del pensamiento. Entonces me llegan las fotos del cráneo destrozado de García. Las acompañan otras imágenes de archivo. En una está García, aún vivo, aún activo, en su despacho y algo más atrás su custodio. En otras se comparan los pabellones auriculares de amo y esclavo. Una vuelta de tuerca más a esa leyenda de la tumba del Señor de Sipán que me había contado el guía del museo de Lima en 1992. Aquí, dice la teoría conspirativa de las fotos, no estamos ante el hecho ritual de que los guardias hayan sido enterrados junto al rey. Aquí, dice la teoría conspirativa de las fotos, el custodio ha sido enterrado en lugar del rey.

¿Habrá una nueva posdata sobre el descubrimiento de la verdad o falsedad de esa teoría conspirativa de las fotos? ¿Vendrá una investigación judicial en toda regla, con adn y análisis de tejidos, a decirnos que ese muerto del cráneo destrozado es o no es García? ¿Aparecerá escondido en una cabaña en medio de la taiga y lo sacarán esposado entre el ladrido de los perros? ¿Entrará en Lima en medio de la niebla montado en un caballo blanco? Siendo García la negación de Fujimori, ¿será la negación de los años 90 o será apenas una forma más de su magma tentacular?

***

Vuelvo a 1992. Vuelvo al viaje. La misma semana, en otro museo, el de Antropología, veo otra momia: la momia de la dentadura perfecta. Tan perfecta que se la había utilizado como estrella de una propaganda de pasta dental. Lo más memorable de ese museo, sin embargo, sería el parque contiguo, donde estuve un rato sentado dejando pasar el tiempo, tomando el ritmo de la ciudad, intentando mirar en directo esas tomas que ilustran los documentales de corte sociológico. Gente anónima caminando por una calle, por la senda central de un parque. ¿Hacia dónde van? ¿Cómo son sus casas? ¿Qué podríamos tener en común? Fue ahí que probé los anticuchos, corazones atravesados por una lanza, que se consumen al pie de la vereda envueltos en el humo del puesto callejero. ¿Cuánto hay de metáfora política en un plato nacional?

Al día siguiente, leo en los diarios que una hora después de que me levanté de ese banco, el parque había sido escenario de la explosión de un coche bomba colocado por Sendero Luminoso. El objetivo era un cuartel militar que ni siquiera me había dado cuenta de que existía. ¿Había dinamita oculta en el puesto de anticuchos? ¿Estaban destinadas a algo más esas esquirlas? No hay corazón atravesado que siga latiendo después de chamuscarse de ese modo.

Hacía 12 años que la guerrilla maoísta estaba operando en el país en una noria de violencia en la que la población civil pagaba el peor precio. La represión indiscriminada de las fuerzas armadas del Estado peruano decía buscar terroristas en su aquelarre de un odio más profundo. Sobre todo, en la zona montañosa del departamento de Ayacucho. Es verdad que La casa rosada (2017) es la película por excelencia de esa violencia cuando la retrata Palito Ortega Matute, aunque a mí siempre me pareció que ese director, voz principal del cine ayacuchano, cuando mostraba mejor el miedo del terrorismo de Estado era cuando hacía terror de clase B en su ciclo de las jarjachas. Pero Sendero también realizaba acciones en Lima.

En 1992 la izquierda latinoamericana ya había tomado mucha distancia con las tácticas bárbaras de los senderistas, a quienes no les temblaba la mano a la hora de asesinar campesinos de las maneras más brutales, incluida la decapitación. Un Daesh andino en las antípodas de la estética naif de aquel apartamento de París de La Chinoise (1967), de Godard, donde las barricadas se construían con los pequeños ladrillos del Libro rojo de Mao. No sabía, entonces, que mientras yo caminaba por Lima en 1992 ya no existía Juliet Bertoi, la Yvonne de La Chinoise, muerta en el 90, con 43 años. Anne Wiazemsky era el otro rostro de esa película que entre todas las de Godard, en aquel Uruguay que nos llevaba rumbo a los malditos años 90, se nos aparecía como la más nítida representación de nuestra imagen del 68 de nuestros padres. La sabíamos paródica y la disfrutábamos en su parodia. Más que detenernos en el atravesado infantilismo de su ideología, nos dejábamos fascinar por su estética. Nos resbalaban los discursos incendiarios de sus personajes masculinos, esos petimetres de ciudad, y asegurábamos que podía hacerse toda una tipología del deseo a partir de la preferencia por Anne, “tan Filosofía y Letras”, o la belleza algo vietnamita de Yvonne, con ese eco de la periferia porteña que se parecía al modo como imaginaba que había crecido mi novia de la infancia de la fuente de San Isidro.

***

Ilustración: Ramiro Alonso

Hasta esta tarde, ese golpe de 1992 había sido un golpe sin soldados en las calles. Esta tarde es diferente. Salgo de almorzar y veo un camión militar a las puertas de una iglesia. Un enjambre de cascos y fusiles. Desde la vereda de enfrente solo veo eso. Los cascos coronando las cabezas de soldados formados, uno al lado del otro, en la caja de un camión al que le han quitado el toldo verde. A una orden —que no escucho— el racimo parece que se desgrana, pero en realidad se estira en dos brazos que como dos fauces engullen el edificio de la iglesia por los únicos dos costados que logro ver. Van con tanta rapidez y decisión que también deben de haber alcanzado los dos costados que no veo. No escucho el ruido de las botas ladrando contra el piso. Parecen pisar en puntas de pie. Pero no es un ballet. Hay alguien adentro y van a sacarlo. Van a patear una puerta. Van a entrar en la iglesia y van a sacar a alguien que creyó poder esconderse.

No me quedo a verlo. Si me quedo, temo ser testigo de cómo ocurre, y temo que, de serlo, de ver cómo lo sacan a culatazos, pueda llegar a ver alguna cosa del futuro. A ver cómo en 2023, en el sindicato de campesinos de Ayacucho o de Cusco, o de Lima incluso, sacan a los manifestantes del presente. Los señalados con el brazalete amarillo de la estrella del “terruqueo”, que los que conocen la política peruana dicen que es el nuevo macartismo: acusar a cualquier rebeldía de ser una forma de terrorismo. Así que me voy. Esta tarde no quiero ver ningún mañana.

En 1995, ya de regreso en Montevideo, llega la noticia de que los guerrilleros del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) habían tomado varios rehenes en la embajada de Japón en Lima. Tras algunos días, el desenlace imaginable. La embajada es tomada por las tropas de Fujimori. El jefe del comando del MRTA, Cerpa Cartolini, Evaristo, había muerto junto con los demás guerrilleros. ¿Podía llamarse “terroristas” a quienes habían perdonado la vida a los rehenes en el momento definitivo de saberse derrotados? Salimos de la redacción de la revista donde trabajo. Vamos a tomar algo, como cada semana después “del cierre”, cuando la edición ya quedaba lista para entrar a imprenta. Un colega, medio borracho, me pide que escriba un poema sobre aquellos caídos sin olvidar poner el nombre de Evaristo en la última línea.

—Porque es la última línea del poema lo único que no se olvida —me dice.

Yo le cumplí. ¿Cómo no hacerlo?

***

Sigo en Lima en 1992. Al día siguiente, me invitan a comer a un restorán japonés. También ahí hace poco que los senderistas pusieron una bomba.

—No pienso en eso —me dice quien está del otro lado de la mesa.

Es la única manera de convivir con la posibilidad. Como los habitantes de una ciudad expuesta a los terremotos. Puede ocurrir en cualquier momento. O nunca. Entonces para qué pensar.

Ese mismo día, por la tarde, me presentan a un profesor que había conocido a Abimael Guzmán, el líder de Sendero.

—¿Cómo era? —aunque en ese 1992 Guzmán todavía vivía y estaba dirigiendo su movimiento desde la clandestinidad, yo pregunto en pasado. Asumo que el profesor Abimael Guzmán que mi interlocutor había conocido formaba parte de la prehistoria de ese líder guerrillero satanizado por igual por la derecha y por la izquierda.

—Un hombre muy inteligente.

—¿Alguna vez se imaginó que podía convertirse en lo que es ahora? —le pregunto, sin poder evitar que mis palabras suenen llenas de ingenuidad. ¿Cómo podía ocurrírseme que alguien que no tenía al menos una mínima identificación con Guzmán aceptase haberlo conocido?

—Es que la sierra es un ambiente muy especial. Mire, le voy a prestar este libro —y me extiende un ejemplar de una vieja edición de algo que quedó en mi recuerdo como Ayacucho, estudio sociológico.

—Pero me voy mañana, no se lo voy a poder devolver.

—No importa, me lo manda por correo cuando lo lea.

Algo más de medio año después, el 12 de setiembre de ese 1992, Guzmán será capturado en una casa de Lima. Vivía en la parte de arriba de una academia de danza clásica. Lo encontraron por unos envases de la medicina que usaba para la piel. No se valieron de micrófonos ni de satélites, solo hurgaron durante meses en la basura del barrio donde sospechaban que estaba. Tampoco después de esa charla quise asociar con Guzmán el peculiar maoísmo de La Chinoise. Lo dicho: la afilada crítica pop y existencialista de Godard no podía ser contaminada por Sendero.

Nunca llegué a terminar el libro.

Tampoco lo devolví.

Ya no lo tengo.

***

Pasada una semana desde mi charla con el viejo profesor ayacuchano estoy durmiendo en un ómnibus rumbo a Trujillo. Dormir es buena decisión. En este tramo la Panamericana atraviesa, durante 15 minutos, unos kilómetros en los que las ruedas apenas pueden mantenerse agarradas de la carretera.

—Fue la peor parte del viaje —me había contado en Montevideo, antes de salir, Fernando, un compañero de facultad que también se había lanzado al camino. El recorrido de mochilero por América Latina, más o menos largo según la suerte o la disponibilidad de tiempo y dinero, era en ese entonces un rito de iniciación. Una forma de confirmar la pertenencia a un continente al que le habíamos dado la espalda por generaciones y que al terminar la dictadura queríamos mirar de cerca, liberados —a fuerza de crisis y empobrecimientos— de la tara de pensar que “como el Uruguay no hay”. Había mucho de boba ingenuidad en ese acercamiento. Como en todo lo que hacíamos entonces.

No fue la única advertencia de Fernando.

—Afuera todos son un enemigo —me había dicho también. Era su manera de prevenirme sobre el exceso de romanticismo que puede volver al mochilero una presa fácil de los embaucadores o de los descuidistas. O de aquel demente que había surgido de la nada en una galería, una noche, y con el que se habían puesto a pelear a golpes por usar un teléfono público. De todo lo que hablamos con Fernando esa imagen absurda es la que más recuerdo. Esa y la de su compañero de ruta, Pedro, en medio del calor de Maracaibo, dando cátedra de marxismo y adelantando en varios años la llegada de Hugo Chávez en su blanco corcel bolivariano: “Si aquí la Coca Cola no costara casi regalada, habría una revolución mañana mismo”.

Salgo a caminar por Trujillo. Lo que más recuerdo del centro son las casonas virreinales que rodean la Plaza Mayor de esa población fundada por Pizarro, el criador de cerdos devenido conquistador del Perú. Ese viaje fue el del primer encuentro con casi todo. Y lo que se ve por primera vez matriza en imágenes precisas la idea de lo que ya se sabía que existía pero que no dejaba de ser una figura teórica al no haberse visto todavía. Así, la imagen de una iglesia reflejada en el cristal de la piel de un flamante edificio fue para mí, desde entonces, el rostro de Santiago. Ejemplo de aquella paradoja bien chilena de la coexistencia entre estancamiento y modernidad. Un país que nadaba en las aguas dulces de la bonanza económica mientras dejaba empantanados en la miseria a buena parte de los suyos. La llegada a Lima y los pasajeros atrincherados en el garaje de la empresa de ómnibus esperando la luz de la mañana para no ser asaltados por los taxistas nocturnos se volvieron, enseguida, la materialización de cómo se siente palpar el miedo urbano. La noticia de la bomba en el parque frente al museo o en el restorán japonés fue mi experiencia de Sendero, más incluso que el golpe de Fujimori, más incluso que la charla con el viejo profesor de Ayacucho. Y ahora estas casonas coloniales de Trujillo son la imagen del virreinato. Casonas que mezclo en el recuerdo con los balcones velados por el encaje de madera labrada que había encontrado en el centro de Lima. A fin de cuentas, Perú fue el primer país “verdaderamente otro” de mi recorrido.

Ilustración: Ramiro Alonso

Ese día, callejeando, entro en un pequeño comercio a comprar unas galletas o algo para engañar el estómago. En la vitrina que queda debajo del mostrador, entreverado en un cambalache de abarrotes, veo un libro. Me acerco y compruebo que se trata de un poemario de Javier Heraud.

—¿Cuánto cuesta?

—¿Lo conoce? Es un poeta peruano, muy bueno.

—Sí, lo conozco.

—¿De verdad lo conoce?

—De verdad.

—Entonces llévelo por dos soles y medio.

Es un volumen avejentado de tapas violetas. Heraud tenía más o menos mi edad de entonces cuando la Cuba nacida de la Sierra Maestra impactó de lleno en su vida, como un meteorito. Había ido a esa isla del Caribe a estudiar cine, pero pronto dejó las aulas para enrolarse en un campamento de instrucción militar. De ahí volvió a Sudamérica. Entró en Bolivia con una columna guerrillera y en Bolivia se encontró aislado y sin apoyo. A mí me sonaba a una premonición de lo que iría a pasarle a Ernesto Che Guevara poco más tarde. Como manotazo de ahogado, Heraud buscó pasar a territorio peruano, pero se le adelantaron los soplos de los traidores. En la selva peruana, en un lugar llamado Puerto Maldonado, lo esperaban para matarlo.

A Heraud lo acribillaron con balas de cacería cuando estaba indefenso, en una balsa, junto a otro compañero, dos últimos sobrevivientes del Ejército de Liberación Nacional del Perú. Balas de cacería. No hay duda de que el asesinato parece más brutal por ese detalle. Javier Heraud había logrado el raro prodigio de acercarse a construir una voz poética propia a pesar de su corta edad. Todavía no es una voz acabada, aunque se insinúa en ella la pertenencia a una estirpe. “Uruguay tendrá buenos arqueros, pero los peruanos tenemos poetas”, me dirá un amigo limeño. Habla de César Vallejo, claro, pero también de Jorge Eduardo Eielson, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, José Watanabe y, más cerca en el tiempo, Mario Montalbetti. Las poesías completas de Heraud, el joven acribillado, están en las 150 páginas amarillentas de este libro de gastadas tapas violetas, de ediciones Peisa, que acabo de comprar en un almacén de ramos generales de la calle Pizarro, en Trujillo. Pasarán los años y seguirá conmigo. De esas páginas emerge un poema, “El viaje”, raramente premonitorio para lo que sería su peripecia: “Y supe que / al final moriría / alguna tarde / entre pájaros / y árboles”.

***

En Trujillo me está alojando un matrimonio amigo de la novia del padre de... Esos viajes de mochilero con tres centavos eran un laberinto de vinculaciones que llevaban siempre en dirección a un lugar donde dormir y a un plato de comida.

El día de la despedida, el marido prepara una cena especial. Cocina ubre de vaca. Al ver mi plato, descubro que esa comida es un tabú para un mamífero procedente de un país lactoganadero como Uruguay. ¿Cómo comer la parte más sagrada del animal más sagrado de mi cultura? Ahora que he estado en países que tienen una “cultura” en sentido antropológico, yo también supongo que debo tener una. Los peruanos descienden de los incas... y los uruguayos descendemos de los barcos, dice un viejo chiste, en referencia a la escasa raíz indígena de una población compuesta en su mayoría por los nietos de inmigrantes europeos. Sé que la huella genética de la población ha demostrado que eso no es tan así, pero así está fosilizado el estereotipo. Cuando dejé mi kilómetro cero también buscaba alejarme de ese humor estúpido, de ese tipo de broma rápida nacida de la viveza “en la cortita” y del prejuicio compartido. Bromas que esconden un mal disimulado sentimiento de superioridad que a los 20 años asquea como el peor de los pecados, a los 30 se busca entender con veleidades de sociólogo y a los 40 se toma con la misma indiferencia que se reserva para los defectos de un familiar lejano. No están libres ni siquiera los prohombres de las letras. “¿Qué tenemos a nuestras espaldas?”, se preguntaba Onetti y la respuesta que encontraba (“un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”) no era muy distinta.

Al ver mi plato luego de esta inmersión en un país que en su pasado tiene mucho más que la cifra masónica de los gauchos de Onetti, un país donde la edad del diseño de las embarcaciones de los pescadores se cuenta en mil años, donde los museos tienen tumbas de guerreros que hacían cortar los pies a sus guardianes simbólicos y donde las ruinas guardan un eco de una grandeza de siglos, aquí, en esta tierra que es todo pasado, yo encuentro en lo más hondo de mis tabúes gastronómicos la imposibilidad de hincar el tenedor en una ubre de vaca. Mucho menos cortar con el cuchillo y meterme en la boca lo que mis anfitriones dicen que es un verdadero manjar.

Les dejo el manjar para su deleite y mi cena se limita entonces a una suculenta porción de papas a la huancaína y a un vaso de un buen vino que casi en su totalidad fue tomado por Antonio. La bebida le causa un efecto de autoconmiseración lo bastante fuerte para que me mire y me pregunte, en un quejido a lo Vargas Llosa: “Decime la verdad, tú que has recorrido mundo —aunque sabía que antes de llegar a Perú solo había estado en Buenos Aires, que no cuenta, y en Santiago—, los peruanos estamos jodidos, ¿verdad?”. Son los 90, hermano, tendría que haberle dicho, jodidos estamos todos.

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