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El Nobel que no fue: Lobo Antunes

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Mirada de neófito.

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La pila de libros esperaba sobre la mesa acompañada de una estatuilla de Buda y otra de Lenin. Ya había caído el sol, así que esta vez no había ningún reflejo que atravesara la resina vidriada y amarilla de la imagen del místico asiático. Muchos kilómetros la separaban de aquel mercado nocturno de Luang Prabang, en Laos, donde había tenido su punto de partida un atardecer de la década pasada. El busto de Vladimir Ilich tenía un origen más oscuro en términos de clima. Provenía de la ciudad que alguna vez tuvo su nombre. Ahí donde el invierno dura medio año. De uno de los pasajes subterráneos que atraviesan por debajo una de las grandes avenidas de San Petersburgo dando acceso –en una curva inesperada– a una de esas típicas estaciones de metro soviéticas: mitad palacio, mitad refugio antinuclear. La resina no era transparente sino opaca. Si aquella, la del iluminado, podría representar el lado solar de la expectativa, casi que la esperanza, esta, opaca y blanca como el mármol, era la espera agazapada para dar el zarpazo de la revuelta.

Las dos calzaban bien con el rito pagano que las había convocado en un apartamento de la exótica Montevideo. António Lobo Antunes, escritor portugués, aparecía como un hipotético candidato a ganar el Premio Nobel de Literatura 2020. La noticia de si esa hipótesis se resolvería en síntesis positiva, o no, se conocería cerca de las 8.00 de la mañana uruguaya del jueves 8. Así que desde la noche anterior era necesario velar los libros.

Hay algo de la filigrana de su prosa (algo que ya estaba en su debut con Memoria de elefante, de 1979, o en la confirmación de Esplendor de Portugal, de 1997), que conecta con la grácil figura sudasiática del Buda, que no es el gordo sonriente de las mercerías del Cordón o Maldonado. Al Buda de Laos y Camboya lo podemos asimilar con las selvas africanas donde Lobo Antunes aprendió a escribir. Ya escribía, es cierto, como lo testimonian las Cartas de la guerra (2005) que enviaba cuando era médico militar en el ejército colonial portugués. Pero fue en Angola donde adquirió su estilo. En cierta forma esa costumbre camboyana de que un pie de una estatua de Buda sigue siendo una estatua de Buda, y merece la misma devoción que la escultura completa, dice algo de las reliquias partidas de la guerra, en cuerpo o en alma, que vio Lobo Antunes como médico.

En cuanto al Sidharta rojo, bien es sabido que la Revolución de los Claveles, esa que volteó a la dictadura salazarista en 1974, nació del aprendizaje político que los capitanes del ejército portugués hicieron al trabar conocimiento con los líderes independentistas africanos. Guerrilleros descalzos armados a duras penas con la convicción y la valentía, que inoculaban en sus captores el virus del leninismo. Ese, que mutado, mutadísimo, formaría parte, como una antimosca tse-tse, del despertar portugués. Tan diferente de la larguísima catalepsia franquista de sus vecinos españoles.

Todo esto pasaba por los espacios que habían quedado entre los libros, uno encima del otro, puestos en ese inútil monumento votivo, chedi provisorio que no tuvo el menor efecto en las decisiones de la Academia sueca, ya que Lobo Antunes, el último barroco de la lengua portuguesa, sigue sin Nobel un año más.

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