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Desfile en el aniversario 115 de Punta del Este.

Foto: Virginia Martínez Díaz

La experiencia de Ana y Walter, que migraron a Maldonado detrás de la promesa de las temporadas

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“Que el turismo tenga como única bandera el cuidado de nuestro espacio, dichoso por su mar, sus playas, su costa, sus sierras, sus lagunas”, dice Ana.

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Rodeada de las aguas del Río de la Plata, Punta del Este germinaba, en 1907, como un pequeño pueblo, una villa que se unía con la ciudad de Maldonado por carretas que atravesaban médanos de arena y en la que existían unos pocos hoteles y casas. Fue fundada por Francisco Aguilar, un estanciero y ganadero que llegó a Uruguay en 1810 y que explotó los recursos de la zona mediante industrias.

Como venas que se hinchan y se agrandan, Punta del Este no ha parado de crecer tanto en población como en construcciones, que hacen del hoy balneario uno de los más elegidos e importantes de Sudamérica. Según el censo del Instituto Nacional de Estadística de 2011, el departamento de Maldonado contaba con 164.298 habitantes. Y según datos del Ministerio de Turismo de 2018, la cantidad de visitantes por turismo receptivo fue 18,4% más que en 2016, un récord en el que Uruguay canalizó un total de 3.940.790 visitantes, sin considerar a los excursionistas de los cruceros varados en los puertos de Punta del Este y Montevideo, que eleva el número a 4.218.905 y que llevó a Maldonado a recibir 80,5% de los visitantes (segundo lugar elegido después de Montevideo). En el puerto de Punta del Este desembarcaron 54 cruceros con 106.147 turistas.

Ana llegó a Maldonado en febrero de 1980 cuando Javier, el mayor de sus hijos, aprendía a leer y a escribir, Santiago empezaba el jardín y María ni siquiera gateaba. Fue una migración que los trajo desde la capital del país luego de que Walter, su marido, fuera conquistado por un traslado laboral que prometió a la familia González Aguirre una mejor calidad de vida. El cuento que Ana se tragó mientras padeció lo que ningún ser que no haya vivido la migración sabe. Sufrió por los 130 kilómetros que la separaban de sus hermanos, tíos, primos y sobrinos, una distancia gigantesca en esos años por las pocas comunicaciones.

Al empleo público en el que Walter marcó sagradamente tarjeta durante 30 años y donde se jubiló, cedió lugar a una casa con un garaje que usaban como depósito porque auto no tenían, y dos jardines con un ceibo y un gran eucalipto al que sus hijos se trepaban en lo que fue una infancia inolvidable y en ese prometido bienestar, a medias, en La Barra, Maldonado. Es que hasta muchos años después, el balneario de veraneo de la elite porteña, famosos de la cultura y la televisión, brasileños, chilenos y europeos, y donde políticos como el expresidente Luis Alberto Lacalle tienen propiedad, ofrecía nefastos servicios públicos.

Por eso la familia hacía dos mudanzas anuales: en cada marzo con el comienzo del año escolar a la ciudad de Maldonado, para que los pequeños zafaran de no madrugar a las seis y tomar la línea 5 de Codesa, el único ómnibus que los dejaba una hora antes de que sonara el timbre de entrada y les exigía una espera interminable, con lluvia y frío muchas veces; otra en diciembre, al final del ciclo escolar, para volver a La Barra y así ahorrarse el alquiler. Por eso, a esta altura y con más de 40, María jura tener más mudanzas que años.

El Codesa cruzaba el ondulante puente que lleva el nombre de constructor, Leonel Viera, y único por entonces (el segundo se construyó en 1998), sólo dos veces de ida y dos de vuelta cada día. Por eso durante varios veranos, cuando Walter trabajó de portero de edificio en Punta del Este, hacía ruta de madrugada en su Honda 70 para volver al hogar y ver a su familia, por un gran tramo de la Avenida Aparicio Saravia, que desde el 80 sigue sin un foco de luz en el tramo entre el puente y el parque El Jagüel. Un trecho que es una “boca de lobos”, lamenta Ana como en aquellos años en que los veraneantes hacían turismo de sol y playa y Walter trabajaba en las licencias de su empleo público para tener una mejor calidad de vida.

Por mucho tiempo Walter no supo de vacaciones ni de un turismo propio y decente. Pero él jamás soltó una queja. Supo disfrutar de tardes en familia en el arroyo cuando el paisaje no estaba contaminado por hoteles o complejos turísticos que hoy rompen los ojos en esa zona de “privilegio” para los hermanos y sobrinos de Ana, que aprovechaban para veranear en familia en el mismo barrio, a cuadra y media de la casa del padre del actual presidente, con quien jamás tuvieron trato como vecinos. La Barra para Ana nunca fue un privilegio, sino un suplicio. Es que además de las distancias migratorias y la falta de servicios que le suponían dos mudanzas al año, vivir allí en pleno verano conllevaba soportar un costo de vida elevadísimo como en Punta de Este.

Por eso también sus hijos trabajaron desde edad temprana: Javier en una panadería y Santiago vendiendo diarios cuando las tecnologías, la digitalización y la inmediatez de este siglo XXI ni miras de olfatearse, y muchos leían en papel. Los que podían. Walter no, o sólo algún fin de semana muy salteado. Santiago también vendía las revistas Caras y Caretas y Gente en la curva que adentraba a los turistas al centro del balneario, donde antes había un cambio de moneda y un almacén de barrio, a una cuadra y media de la parroquia Nuestra Señora del Rosario (donde María fue bautizada), que los domingos se llenaba también de porteños de alta gama. Esa curva donde ahora hay una sucursal de una gran cadena de supermercados y otros servicios que hicieron un mejor desarrollo en La Barra para sus pocos habitantes, especialmente, para sus cada vez más veraneantes. Ahora hay más líneas de transporte. Algunas llegan a El Chorro y Balneario Buenos Aires, territorios que se han poblado de laburantes, y hasta José Ignacio, que en aquel entonces era impensado para los González Aguirre, que no tenían auto. Pero el departamento de Maldonado creció y se desarrolló; ha acogido mucha migración interior y exterior.

Actualmente en José Ignacio viven familias de clase baja y en situaciones de vulnerabilidad, algunos pescadores artesanales, cuenta a la diaria la licenciada en Trabajo Social Eloísa Fleitas, que interviene en la zona y asegura lo “escondidos” que urbanísticamente quedan quienes viven a orillas de la laguna José Ignacio, una segregación territorial que, a su entender, se invisibiliza en pos del progreso económico y el disfrute enfocado a la elite, lo cual exige “un grano de arena” para visibilizar “esa mirada no sólo en cuanto a lo que es el progreso sino el coletazo que este trae para un sector de la población”.

Ahora los habitantes acceden a más transporte público y disfrutan de ese trayecto de la franja costera que bordea el departamento y que, también, a la altura del balneario que lleva nombre de capital porteña se moviliza por vecinos que luchan por terrenos públicos que la intendencia quiere donar a grandes inversionistas para hacer negocio, “fracturar el paisaje y destruir el ambiente, como si la zona necesitara más edificios”, se queja María, que conoció las zonas aledañas de La Barra cuando algunas no eran más que campo, dunas y mar, y ahora no da crédito de tantas construcciones “monstruosas” en Punta del Este como las Torres Fendi Château, que se extienden a lo largo de 230 metros lineales sobre la costa mansa en la Parada 16 de la Rambla Claudio Williman, las Le Jardin Residence (sobre la Avenida Acuña de Figueroa), las Beverly Tower, Coral Tower y Millenium Tower, todas propiedad de Château Group, grupo líder de mercado residencial, que son cedidas a inversores que traen emprendimientos escabrosos para quienes viven y cuidan Maldonado todo el año. “Rompen el paisaje y hacen otra costa” y “nada tienen que ver con la identidad fernandina”, opina María.

Aunque ella y Ana, ya jubilada, abrazan la construcción de edificios, que da trabajo a obreros y capataces y electricistas y vidrieros y recepcionistas y mucamas, cuestionan si es necesario tantos apartamentos en Punta del Este donde no vive tanta gente durante el año, si se completaban todos los edificios cuando las temporadas eran prósperas, cuando María trabajaba de diciembre a marzo o abril, según cayera Semana de Turismo, sin días libres y con horas extras. En esos recuerdos de largos jornales reflexiona sobre el desarrollo del turismo, aquel tan distinto, testigo de su infancia y adolescencia, de zafras que permitían ahorrar dinero para varios meses del año, antes de que hiciera el mismo camino que sus padres, pero a la inversa: emigrar a la capital por falta de propuestas educativas cuando el CURE no era ni proyecto.

María, que retornó a Maldonado después de 18 años, es testigo de los 115 años de Punta del Este, que nació como un pequeño pueblo, y celebra su crecimiento en avenidas, comercios, transporte, centros educativos y la llegada de montevideanos y extranjeros que eligen el balneario por su tranquilidad y seguridad. Pero en ese desarrollo turístico que el departamento sigue teniendo cree que se obvian leyes que imponen criterios para construir lujosas edificaciones que en invierno son puro eco.

“Si bien el turismo es nuestra mayor fuente y actividad de sustentabilidad, se debería trabajar en un turismo que prometa bonanzas en los 12 meses del calendario, que sea temporada todo el año”, considera y pone a Punta del Diablo como ejemplo, convertido en un balneario de mansiones de piedras y grandes ventanales que difumaron la esencia del pueblo de pescadores. María, que creció en Maldonado y lo vio desarrollarse sin poder disfrutar de Punta del Este como balneario por los costos de vida turísticos altos, impensados para su bolsillo, como el de tantos “laburantes”, piensa que el departamento necesita un turismo que sustente económicamente a toda la población, que apoye a empresarios locales con proyectos propios, un turismo inclusivo, equitativo y accesible para todos. Y que “tenga como única bandera el cuidado de nuestro espacio, dichoso por su mar, sus playas, su costa, sus sierras, sus lagunas”, dice Ana.

Ambas coinciden en que se debería dejar de hacer un turismo de elite, el cuento que se comió Ana en los 80, con un bienestar que tuvo, sí, pero a cambio de miles de horas de trabajo y sacrificio, a cambio de la migración, que María también sufrió por la distancia de no ver a primos y tíos. Ella sostiene que Maldonado necesita accesibilidad económica no sólo y sobre todo para “quienes vivimos todo el año, sino también para los turistas, porque si no, chau turismo”, sueña e intenta construir su futuro en la ciudad que la vio crecer y en un Punta del Este más accesible para los trabajadores de clase media y baja.

Los apellidos de la familia fueron cambiados para preservar su identidad.

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