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Gabriel Boric y el presidente saliente, Sebastián Piñera, durante la ceremonia de investidura en Valparaíso, el 11 de marzo.

Foto: Javier Torres, AFP

La nueva nueva izquierda: los gobiernos progresistas y de izquierda parecen estar definiendo nuevamente el color ideológico de la región

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No obstante, el escenario es diferente del ciclo de izquierda de los años 2000.

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Como en otros lugares del mundo, la izquierda latinoamericana, hasta ese momento limitada a planteos más o menos abstractos de círculos pequeños de intelectuales y artistas, adquirió un impulso formidable a partir de 1917, cuando los bolcheviques derrotaron a las tropas zaristas e instauraron el régimen revolucionario en Rusia. La emergencia de un movimiento revolucionario propiamente latinoamericano, que con altas y bajas se mantendría vigente durante siete décadas, fue su consecuencia más tangible, pero otros sucesos menos directamente conectados (en apariencia) resultan también incomprensibles sin considerar el influjo del triunfo bolchevique, desde la Constitución Mexicana de 1917 hasta la Reforma Universitaria argentina de 1918 o la Columna Prestes que se levantó en Brasil en 1925. El debate intelectual latinoamericano y por supuesto el arte –del romanticismo de Alejo Carpentier al realismo social de Jorge Amado– quedaron envueltos en el clima revolucionario de la primera mitad del siglo XX.

Sin embargo, en términos de política concreta –de lucha y conquista del poder–, la primera ola de la izquierda latinoamericana se demoró hasta la década de 1960. Sin entrar en discusiones acerca del carácter izquierdista o no de los populismos del siglo XX, se puede afirmar que recién con el triunfo de otra revolución, en este caso estrictamente latinoamericana, la Revolución Cubana de 1959, la izquierda regional adquiriría impulso ascendente y fama universal. “La Revolución Cubana –resumió Eric Hobsbawm su atractivo– lo tenía todo. Espíritu romántico, heroísmo en las montañas, antiguos líderes estudiantiles con la desinteresada generosidad de su juventud –el más viejo apenas pasaba de los 30 años– y un pueblo jubiloso en un paraíso turístico tropical que latía a ritmo de rumba”.1

Con Cuba como imán, los ensayos revolucionarios se multiplicaron por América Latina. Si, por un lado, es cierto que el foquismo de Ernesto Che Guevara fracasó en todos los lugares donde se intentó, con la muerte del guerrillero argentino a manos de un ignoto sargento boliviano como símbolo trágico, también es verdad que la ola revolucionaria cubriría prácticamente toda la región, con movimientos más extendidos en aquellos países de población rural donde el componente agrario de la insurgencia se impondría sobre el urbano. Las guerrillas urbanas, se sabe, son más fáciles de organizar, en la medida en que el anonimato de la ciudad no exige el apoyo de la población local para que prosperen (alcanza con organización y recursos) y permiten también golpes espectaculares de propaganda, pero a menudo, y por estos mismos motivos, mueren rápido. Las guerrillas de base rural suelen ser más duraderas y efectivas (incluso si, como suele suceder, su conducción queda a cargo de jóvenes urbanos de clase media), como muestra la experiencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y de las guerrillas centroamericanas.

La discusión político-teórica de las izquierdas de las décadas de 1960 y 1970 se organizaba en torno de la tensión reforma-revolución, entre quienes defendían caminos graduales y electorales, que incluían la negociación de compromiso con las fuerzas burguesas y los populismos, y aquellos que impulsaban el cambio total por la vía armada. La paradoja es que el faro de este primer gran impulso de la izquierda latinoamericana fue Cuba, pero su modelo de toma del poder no fue replicado con éxito por ningún otro movimiento guerrillero de la región. De hecho, la otra experiencia claramente identificada con la izquierda que llegó al poder en aquellos años lo hizo por una vía completamente distinta: el socialismo democrático de Salvador Allende, mediante elecciones democráticas (el sandinismo nicaragüense, aunque siguió el sendero insurreccional, también era muy diferente del modelo cubano: un amplio frente policlasista que incluía un sector católico y una importante facción burguesa).

Al final, quien terminó de resolver la discusión allendismo-castrismo fue Augusto Pinochet. Designado por Allende al frente del Ejército en la confianza de que se mantendría leal, Pinochet demostró que la última solución de compromiso intentada por el presidente había fracasado. Que Allende, después de horas de resistir en La Moneda combatiendo junto a un puñado de leales, se terminara suicidando con un AK-47 que le había regalado justamente Fidel Castro encierra la última paradoja de la primera ola de la izquierda latinoamericana.

El giro a la izquierda de los años 2000

La nueva ola de la izquierda es la que comienza con el triunfo de Hugo Chávez en 1999 y continúa con las victorias de Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Evo Morales, Tabaré Vázquez, Rafael Correa y Fernando Lugo. Y podríamos sumar los gobiernos de centroizquierda en Chile.

Su condición de posibilidad fue la caída del Muro de Berlín, es decir, la desaparición de la Unión Soviética como adversario geopolítico de Estados Unidos. Pero antes hubo que resolver otro debate dentro del campo de la izquierda. Como el debate reforma-revolución de los años 60 y 70, este también se saldó por la cruda vía de los hechos. Había comenzado el 1º de enero de 1994, cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) intentó tomar siete cabeceras municipales de Chiapas y emitió su famosa Declaración de la Selva Lacandona, en la que le declaraba la guerra al Estado mexicano. Con su hablar suave de profesor universitario, su pasamontañas negro y sus auriculares descansando en el cuello, el subcomandante Marcos supo combinar reclamos indígenas centenarios con una serie de estudiados gestos simbólicos (el alzamiento, por caso, se produjo el mismo día que entraba en vigencia el tratado de libre comercio con Estados Unidos) y un talento literario capaz de articular en un solo discurso fábulas campesinas, imágenes que remitían a un primitivismo idealizado y sutiles ironías contra la sociedad de consumo, la represión estatal y el capitalismo.

Al calor del zapatismo, fueron surgiendo iniciativas como la Asociación por la Tasación de las Transacciones Financieras y por la Acción Ciudadana (ATTAC), que propuso un impuesto a las transacciones financieras globales; el Foro Social Mundial, un encuentro de partidos políticos y movimientos sociales creado en espejo con el Foro de Davos; y una serie de nuevos enfoques teóricos entre los que sobresalían los libros de Michael Hardt y Antonio Negri y los best-sellers globalifóbicos de Naomi Klein2 (nótese que muchas de estas reacciones se originaron en países del Primer Mundo, igual que la banda de sonido de aquellos años, la del artista francoespañol Manu Chao).

Pero el zapatismo no ofrecía un camino a recorrer, mucho menos un programa; funcionaba apenas como una vanguardia cultural inorgánica que encubría su ausencia absoluta de objetivos con las frases de Marcos, de una resonancia romántica conmovedora pero totalmente inútiles en términos políticos. Frente a la propuesta zapatista de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, la izquierda realmente existente opuso el camino, al menos más concreto, de las elecciones. En algunos casos, llegó al gobierno luego de años de paciente construcción partidaria y territorial (el Partido de los Trabajadores brasileño, el Frente Amplio uruguayo, el socialismo chileno y el Movimiento al Socialismo boliviano); en otros, voló directo al gobierno como un relámpago inesperado (Hugo Chávez, Rafael Correa y, en parte, Néstor Kirchner); y algunos de estos movimientos y líderes (especialmente Evo Morales) combinaron la acción directa en las calles con la disputa electoral clásica.

En todos los casos, la “nueva izquierda”, que en su cenit llegó a gobernar todos los países sudamericanos salvo Colombia y Perú, priorizó el acceso al poder antes que las discusiones abstractas. Y desde allí desplegó una serie de políticas que le permitieron, en un contexto ciertamente favorable por los precios ascendentes de las materias primas, combinar tres cosas: sustentabilidad macroeconómica (salvo en Venezuela y en parte en Argentina, el manejo de la macro fue sobrio); amplias políticas de transferencia de ingresos que permitieron impulsos formidables de inclusión (sobre todo en las zonas más desfavorecidas, como el altiplano boliviano y el nordeste brasileño); y una continuidad político-institucional que permitió ciclos largos de reformas.

El debate que dividió a los diversos integrantes de la familia de la izquierda, más práctico que teórico, refería al mejor camino para avanzar en las transformaciones propuestas: ¿impulsar una reforma constitucional que reseteara institucionalmente el país para comenzar desde un “año cero”, como hicieron Chávez, Morales y Correa, o garantizar una mayor continuidad, al estilo de Lula da Silva, Kirchner y Tabaré Vázquez? A diferencia del debate de la década de 1960, esta discusión, resumida en la dicotomía chavismo/lulismo, no aludía a la profundidad de las reformas (no hay manera de argumentar que, en los hechos, Lula da Silva fuese menos reformista que Correa, o Kirchner que Evo Morales), sino a la mejor forma de llevarlas a la práctica.

Mientras la izquierda real discutía en los hechos su táctica y avanzaba, el zapatismo se iba deshilachando en una serie de iniciativas que generaban un enorme entusiasmo inicial pero que no daban ningún resultado concreto y que terminaban en una desilusión desmoralizante, al tiempo que establecía una relación de absurda competencia con la izquierda real mexicana encabezada por Andrés Manuel López Obrador, que incluyó el boicot a las elecciones de 2006, en las que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) quedó a menos de un punto de la derecha. Hoy, con López Obrador en el gobierno, el zapatismo administra, a través de sus juntas de buen gobierno, una serie de pequeños municipios chiapanecos, rodeado de un ejército que lo tolera, y sigue fascinando a los mochileros europeos.

¿Qué izquierda vuelve?

El final de la ola de gobiernos de izquierda, la más larga y brillante de la izquierda latinoamericana, es conocido: entre el cambio de las condiciones internacionales, el desgaste natural tras más de una década de ejercicio ininterrumpido del poder, las dificultades para procesar la sucesión y el fortalecimiento del bloque derechista, la izquierda fue desplazada del gobierno mediante elecciones limpias (Argentina, Uruguay, Chile) o por vía de golpes o semigolpes de Estado (Paraguay, Brasil, Bolivia); y, si logró mantenerse en el poder, fue al costo de un giro autoritario (Venezuela, Nicaragua). El fracaso de los experimentos de derecha, que no lograron consolidar un ciclo político de largo aliento como el neoliberalismo en los años 90, creó la oportunidad para un regreso de la izquierda. Pero ¿qué izquierda es la que vuelve?

Al igual que en la etapa anterior, la familia de la izquierda está lejos de ser homogénea. En este nuevo tiempo, hay tres conjuntos diferentes, que no constituyen categorías puras sino grupos que podemos construir sobre la base de dos o tres intuiciones.

En primer lugar, la izquierda autoritaria de Venezuela y Nicaragua. Aunque originalmente Hugo Chávez y Daniel Ortega fueron elegidos de manera democrática, y por lo tanto correspondía incluirlos en la amplia familia de la izquierda democrática, ambos regímenes fueron derivando en sistemas crecientemente autoritarios: hoy son los únicos países latinoamericanos con presos políticos y dirigentes opositores encarcelados, que celebran elecciones sin verificación internacional y donde, decisivamente, está vigente la reelección indefinida (el límite temporal al ejercicio del poder por la misma persona es una condición básica de las democracias presidencialistas).

El segundo grupo, el más novedoso y en algún sentido interesante, es el de la izquierda que gobierna en países donde no gobernó la izquierda: México, Honduras, Perú y Colombia. Aunque con enormes diferencias entre sí, se trata en todos los casos de países cercanos a Estados Unidos, por razones de migración (México, Honduras), comerciales (todos tienen vigentes tratados de libre comercio con Washington) o de seguridad (Colombia y Perú son los dos principales productores de cocaína del mundo y una fuente de preocupación permanente para Estados Unidos).

El triunfo de Pedro Castillo y el ascenso de Gustavo Petro (en cierto modo, también la victoria de Xiomara Castro en Honduras) tienen en común el haber logrado superar el rechazo que producían las alternativas de izquierda, dados los antecedentes de secuestros y asesinatos de las guerrillas que durante años operaron en ambos países. Castillo tuvo que superar el anticomunismo cerril de parte importante de la sociedad peruana que, junto a factores estructurales (la orientación aperturista de la economía y la fortaleza histórica de la derecha), explica que el país haya quedado fuera de la ola progresista anterior (y lo mismo Petro, que ha colocado a la izquierda colombiana en su mejor resultado histórico). En estos casos, los triunfos son más ajustados, los márgenes de libertad más acotados y los obstáculos más grandes. Sus victorias son demasiado recientes como para arriesgar un pronóstico.

No es el caso de López Obrador, quien ya superó la mitad de su mandato con altos índices de aprobación y que recientemente pasó con éxito el referéndum revocatorio. Más que como modelo a copiar (la realidad de México es demasiado diferente, por ubicación geopolítica, dimensión e historia, de la de Perú, Honduras o Colombia), la experiencia mexicana resulta útil como demostración de que un presidente progresista puede mantenerse en el poder, en este “segundo tiempo” del giro a la izquierda, garantizando la estabilidad macroeconómica y sosteniendo al mismo tiempo el vínculo con los sectores populares.

El tercer grupo es el de la izquierda que regresa, conformado por Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Gabriel Boric en Chile y, si se confirman los pronósticos, Lula da Silva en Brasil. La llegada de estos partidos o líderes al poder es, en primer lugar, resultado del fracaso de las “derechas breves”: a diferencia de lo que ocurrió con el ciclo largo del neoliberalismo, los gobiernos conservadores y liberales no lograron la continuidad por vía de la reelección o de un sucesor aceptable, tal como ocurrió con Mauricio Macri, Sebastián Piñera y el gobierno de facto de Bolivia (y podría ocurrir con Jair Bolsonaro). También a diferencia del neoliberalismo de la década de 1990, este giro a la derecha no llegó con un programa económico claro, más allá de las vagas promesas de terminar con el populismo, y sufrió una cierta “impotencia reformista” que le impidió crearse una base social lo suficientemente amplia como para permanecer en el poder.

El recuerdo –a la larga positivo– de los años 2000-2010 también abrió el camino para el regreso. Con ello, la izquierda demostró que su paso por el poder no fue simplemente una sucesión de casualidades alentadas por el precio de los commodities, sino la expresión de una representación social con bases sólidas. ¿Qué forma adquiere esta vuelta? La de una mayor moderación, una voluntad de cambio atenuada, en primer lugar, por precios de las materias primas más volátiles y fiscos maltrechos, lo que obliga a gestionar en un marco de restricciones económicas impensables en la etapa anterior. Es una izquierda de la escasez más que de la abundancia. Y, junto a ello, una correlación de fuerzas que también ha cambiado.

A diferencia de la etapa anterior, con el bloque conservador astillado y desorientado, esta vez la oposición está liderada por una derecha que, aunque perdió las elecciones, sabe que es capaz de grandes victorias y que, en muchos casos, se ha radicalizado hasta extremos de fascismo. La tercera izquierda es una izquierda modesta: el centrismo de Alberto Fernández y la moderación de Luis Arce se explican tanto por las circunstancias antes descriptas como por el hecho de que ambos llegaron al poder como parte de una alianza con sus jefes políticos, que por motivos electorales o judiciales no pudieron presentarse pero que siguen muy presentes en la vida pública de sus respectivos países. La decisión de que el exgobernador conservador de San Pablo Geraldo Alckmin acompañe a Lula como candidato a vicepresidente sugiere que el líder del Partido de los Trabajadores también gira al centro.

En esta división tentativa entre diferentes grupos, Boric ocupa un lugar particular. Por un lado, sería incorrecto incluirlo en el subtipo de países donde la izquierda es novedad. Desde el fin de la dictadura pinochetista, el progresismo gobernó Chile –en alianza con la Democracia Cristina– en tres oportunidades, durante la presidencia de Ricardo Lagos y los dos mandatos de Michelle Bachelet. Pero no pudo establecer rupturas claras con el modelo económico, el marco institucional y el formato de sociedad construido a sangre y fuego por Pinochet. Por eso la etapa de movilizaciones sociales, que incluyó momentos cuasi insurreccionales y de la cual el mismo Boric es un emergente, sitúa al flamante gobierno en un lugar diferente del de Alberto Fernández, Arce y eventualmente Lula da Silva.

Boric asumió con un mandato de cambio más parecido al de Castillo o Petro (o de Evo Morales en 2006), y de hecho Chile se encuentra tramitando un proceso constituyente al estilo de los que se concretaron hace una década en varios países de la región. La diferencia es que, en contraste con las reformas constitucionales de Venezuela, Bolivia y Ecuador, que fueron una propuesta original de sus líderes, que se ocuparon de escribirlas casi diríamos a mano y que las utilizaron como una forma de ratificar su legitimidad popular, la Constituyente chilena es anterior a Boric, que además no la conduce. La complejidad del desafío chileno exige un delicadísimo mix de cambio y continuidad cuyo éxito dependerá de la habilidad anfibia de Boric.

El riesgo de la melancolía

Aunque considerado individualmente cada país es un mundo, América Latina procede por oleadas: en las últimas tres décadas pasó de la hegemonía neoliberal al giro a la izquierda y de ahí a un período breve de dominio de la derecha, al que le sigue un incipiente, pero ya perfectamente distinguible, regreso de la izquierda.

La explicación de esta regularidad es geopolítica, con Estados Unidos como principal referencia. La radicalización de la izquierda latinoamericana en los años 60 y 70 se inscribía en las coordenadas de competencia político-ideológica de la Guerra Fría, con el mundo dividido en esferas de influencia y el estallido regular de conflictos por delegación en sus periferias: el sudeste de Asia (Vietnam, Corea), Oriente Medio (Afganistán) y América Central y el Caribe. Si el marco de ese ascenso era la Guerra Fría, el del giro a la izquierda del año 2000 fue el mundo unipolar de pura hegemonía estadounidense creado tras la caída del Muro de Berlín. En La nueva izquierda, el primer libro que consideró los progresismos de la primera década del siglo XXI como parte de una misma familia, escribí que el derrumbe de la Unión Soviética –la desaparición de Moscú como meca– canceló la posibilidad de que las izquierdas latinoamericanas adscribieran a un bloque socialista que ya no existía y les otorgó una libertad geopolítica antes impensada.3 Con Estados Unidos concentrado en el nuevo enemigo (el terrorismo reemplazó al comunismo) y, sobre todo desde 2001, enfocado en Oriente Medio, los países de América Latina, y en particular los de América del Sur, pudieron elegir a líderes y partidos de izquierda que diez o 20 años atrás hubieran sido bloqueados por Washington mediante operaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) o el simple golpe de Estado.

El contexto actual de la vuelta –o la llegada “tardía”– de los progresistas al gobierno es la competencia bipolar entre Estados Unidos y China. En contraste con la Guerra Fría, que prescribía a los países la adhesión a uno de los dos bloques de manera unívoca, como si exigiera exclusividad, la disputa actual se tramita de manera más ambigua. En primer lugar, porque los dos contendientes están indisolublemente unidos: las empresas estadounidenses no podrían sobrevivir un día sin la mano de obra barata china y las compañías chinas quebrarían si se cerrara el mercado norteamericano. En segundo lugar, China no exige conversión ideológica a la fe maoísta (fe que ella misma apenas practica) antes de conceder un swap, otorgar un crédito o construir una represa –lo que no implica que nada de esto sea gratis–. Como sostienen Esteban Actis y Nicolás Creus,4 el vínculo combina rivalidad con interdependencia en una competencia que es multidimensional: se manifiesta ruidosamente en la arena comercial, pero tiene también un costado militar y esconde en última instancia una confrontación tecnológica.

Es este conflicto equívoco el que crea las condiciones para el nuevo ascenso de la izquierda. Más que un péndulo, que es la figura clásica de los estudios de relaciones internacionales de la Guerra Fría, se trataría de construir agendas paralelas con los dos gigantes: la clásica “agenda occidental” con Estados Unidos (cooperación en materia de lucha contra el narcotráfico y el terrorismo) y una agenda de inversiones, infraestructura y comercio con China, hoy el primer o segundo socio económico de casi todos los países latinoamericanos. Juan Tokatlian definió la estrategia latinoamericana como una “diplomacia de la equidistancia”,5 que los internacionalistas chilenos Carlos Ominami, Jorge Heine y Carlos Fortín buscan traducir en una doctrina, a la que llaman “no alineamiento activo”.6

Concluyamos. Luego de un período breve y turbulento en el que las fuerzas liberales y conservadoras no lograron construir una hegemonía al estilo del neoliberalismo de la década de 1990, la izquierda protagoniza nuevamente el ciclo político latinoamericano. El contexto global ha cambiado y las condiciones son más hostiles que las de la etapa anterior, en la estela de una pandemia devastadora, con una derecha acechante y el riesgo de ofrecer un programa reparatorio que no innove respecto de aquella etapa: la tentación de una izquierda melancólica. En este marco difícil, el éxito de “la nueva nueva izquierda” dependerá, entre otras cosas, de la capacidad de coordinación entre las diferentes tribus, de la habilidad para ofrecer un programa de reforma socioeconómica que contemple las nuevas sensibilidades relacionadas con la diversidad, el feminismo y el cuidado del ambiente, y de la posibilidad de aprovechar la oportunidad geopolítica abierta por la disputa entre China y Estados Unidos.

Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.


  1. E Hobsbawm: Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 2005, p. 439. 

  2. M Hardt y A Negri: Imperio, Paidós, Barcelona, 2000; N Klein: No logo, Paidós, Barcelona, 2000. 

  3. J Natanson: La nueva izquierda. Triunfos y derrotas de los gobiernos de Argentina, Brasil, Bolivia, Venezuela, Chile, Uruguay y Ecuador, Debate, Buenos Aires, 2012. 

  4. Leandro Darío: “Esteban Actis y Nicolás Creus: ‘La relación entre Estados Unidos y China es el termómetro del mundo’” en Perfil, 1/1/2021. 

  5. J Tokatlian: “La diplomacia de equidistancia, una propuesta estratégica” en Clarín, 10/2/2021. 

  6. C Fortín, J Heine y C Ominami (coords.): El no alineamiento activo y América Latina: una doctrina para el nuevo siglo, Catalonia, Santiago de Chile, 2021. 

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