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Cinco razones para no tenerle miedo al optimismo

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Las pandemias son maratones. No hay epidemias globales que duren días y quien no entienda que no hay inmediatez en las soluciones ni recetas mágicas pasará peor. Las consecuencias de todo lo que se haga –o no se haga– durarán años. Es vital a esta altura de la sindemia de coronavirus frenar un poco, evaluar lo vivido en el tiempo recorrido y caminar a paso firme y tranquilos hacia adelante.

No es sencillo. En un mundo acostumbrado a vivir corriendo, sumergido en la inmediatez, a los tumbos, es fácil caer en las trampas de nuestros propios sesgos cognitivos y ni siquiera ver las buenas noticias. Aquí va un breve conteo de cinco razones sanitarias que me hacen ser optimista para lo que resta de 2021. Porque luego de tantos miedos –infundidos desde tantos lados–, es importante destacar las buenas noticias que tenemos, que muy poca prensa tienen, pero tanto necesitamos.

¡Tenemos vacunas, son seguras y sirven!

Pocos podían creer en marzo de 2020 que habría no una, sino varias vacunas aprobadas y haciendo su trabajo, decenas de otras más en estudio y una gigante campaña mundial de vacunación en marcha. Tras el anuncio de Pfizer en noviembre pasado, muchos fuimos escépticos porque la noticia era demasiado buena para ser cierta en un año espantoso: teníamos vacuna para el coronavirus. Lo que vimos de reojo al comienzo se volvió una noticia transformadora: nunca en la historia se desarrolló una vacuna eficaz tan rápido. Y así fueron apareciendo una tras otra las de Moderna, AstraZeneca, Novavax, Sputnik y demás. No sólo mostraron ser eficaces en los ensayos clínicos controlados (condiciones de laboratorio), sino que lo fueron y son en la vida real. En las centenas de millones de personas que se están usando mostraron ser efectivas en disminuir contagios, pero lo más importante es que son casi 100% efectivas para prevenir hospitalizaciones y muerte por covid-19 en adultos. Simplificando: bien vacunado, es casi nula la chance de fallecer por coronavirus y en el caso de que te infectes, lo que tendrás es un resfrío. Entonces, además de contar con vacunas, tenemos vacunas demasiado buenas. Y las noticias confirmaron lo que ya conocemos: las vacunas son de los más grandes inventos del hombre, quizás el que más vidas salvó en la historia. Es de esas intervenciones que cambian la historia de las enfermedades y de los medicamentos más seguros que hay (más que un analgésico común), de los que mejor se monitorizan y en el que más confianza tenemos los médicos. Pero volvamos a lo que sucede ahora.

Los países con vacunación masiva y que pasaron mal (como Estados, Reino Unido, Israel) ya están viendo cómo sus hospitales se vacían de casos y fallecidos y ven un porvenir de control seguro frente a la pandemia en los próximos meses. En poco más de tres meses, Reino Unido (con variantes del virus y todo) vacunó a 36% de su población y las hospitalizaciones por covid-19 se desplomaron. Mientras escribo esto, la tendencia al vaciamiento de los hospitales por coronavirus es sostenido. Israel ya está camino de estar como en enero de 2020 al haber vacunado a la mitad de la población. ¿Recuerdan cómo eran nuestras vidas al comienzo del año pasado? Economía a 100%, sistema educativo funcionando, bares abiertos, fiestas y la gente a los abrazos y los besos con sus seres queridos. Enormes poblaciones del mundo se suman a otras regiones de Oceanía y Asia para ir consiguiendo su normalidad perdida. La pandemia se va apagando.

Con abismal diferencia, el riesgo de que te pase algo malo si te infectás de coronavirus es mayor que lo que te puede ocasionar la vacuna. Tanto en ensayos clínicos como en esta etapa de vacunación global, los efectos adversos graves vinculados a la vacuna no fueron nada diferentes a los que crean las otras vacunaciones a las que estamos acostumbrados. El otro miedo creciente, el de las variantes del virus de las que tanto se habla, también sería bueno alejarlo con las vacunas que tenemos. En lugares donde ya circulan estas variantes, como Inglaterra, y que tienen alta tasa vacunal, también mostraron alta efectividad en controlar los casos severos. Y si llegara a bajar la efectividad con el tiempo o con otras variantes de las variantes, pequeños ajustes de la vacuna (que ya se están testando, como hacemos todos los años con la de la gripe) son sencillos de hacer.

La mortalidad por covid-19 viene disminuyendo desde hace meses

Los pacientes que terminan necesitando tratamiento hospitalario por covid-19 son la enorme minoría de los contagiados, aunque acaparen todas las noticias. En 2021 podemos tener una mejor visión global del problema. La Organización Mundial de la Salud (OMS) en setiembre pasado publicó en su boletín oficial un estudio que pasó desapercibido hecho por John Ioannidis (quizás el mejor y más citado científico médico de la historia), que reportó que el infection fatality rate (IFR, tasa de fatalidad por la infección, o sea la probabilidad de morirse tras infectarse) para covid-19 era de 0,23%. Vale apuntar que el IFR está directamente vinculado al impacto en la mortalidad esperada por infección de SARS-CoV-2. Las cifras alarmantes que se reportaban desde China hace un año hablaba de un IFR de 3,4% con casi nulo porcentaje de asintomáticos. Recuerden la alarma que tuvimos. Con esos IFR reportados, era previsible que los modelos matemáticos pronosticaran que entre 40% y 80% de la población mundial se infectaría y el IFR global podía llegar a 1%. Lo cierto es que estamos muy lejos de eso.

De todas formas, aún queda mucho por desenmarañar del IFR y ajustar muchísimo lo que conocemos de la epidemiología de esta historia. Pero al menos sabemos que es mucho menor de lo que pensábamos que sería. No todo el mundo colapsó sus sistemas sanitarios, ni todos los países, ni todas las regiones de un mismo país. En Uruguay, por ejemplo, la saturación del sistema sanitario no sucedió en lo que va de pandemia. ¿Puede aún suceder? Claro que sí. Estamos en pandemia y a fin de cuentas ese es el riesgo de toda pandemia (la saturación asistencial), aunque hoy tenemos herramientas mucho mejores (sobre todo conocimiento) que lo que teníamos hace un año para soportarlo. Vale recordar que tuvimos otras epidemias durísimas recientes (pandemia H1N1 en 2009 y la de gripe estacional de 2016) a las que nuestro sistema sanitario –aun saturado por momentos con jóvenes, embarazadas y niños falleciendo– igual respondió. Y recuerdo que el manejo sanitario, comunicacional y social fue muy distinto desde todo punto de vista.

En unos meses estaremos con otra perspectiva, y deberemos pasar raya y empezar a rearmar el puzle del descalabro que hicimos protegiendo mejor a los más vulnerables, partiendo por los niños.

Volvamos al día de hoy y evaluemos qué es lo que sucede en esa pequeña fracción de pacientes que necesitan ingresar en un hospital. Todos recordamos lo asustados que estábamos el año pasado cuando se reportaban en todos los medios la cantidad de pacientes fallecidos en los hospitales de las zonas más golpeadas por la pandemia. Incluso en países con gran calidad de cuidados, la mortalidad de los que necesitaban ingresar a una UCI para tratar disfunciones orgánicas era muy alta comparada con la de los ingresos por otras enfermedades respiratorias habituales. Esta situación también cambió hace meses, aunque tampoco esto ocupe las noticias centrales. Un extenso análisis de lo sucedido durante el primer semestre de 2020 (marzo a agosto) en casi todo Estados Unidos (más de 190.000 casos en 555 hospitales de 47 estados) mostró que la tendencia fue a la disminución consistente de la mortalidad hospitalaria. Así, mientras en marzo fallecían hasta 22,1% de los ingresados (casi uno de cada cuatro internados), en agosto fallecían 6,5% en los mismos lugares (casi uno de cada 20). Esta tendencia es similar en Europa, donde la mortalidad en la población de mayor riesgo (añosos) también seguía disminuyendo. ¡Y todos estos reportes son en poblaciones no vacunadas porque no había vacunas! Por ahora no hay de este tipo de análisis sistemáticos oficiales de la enfermedad covid-19 durante el último año en Uruguay, pero debería ser lo natural que la tendencia se mantenga. Los porqués de todo este descenso los dejo para una columna próxima.

Un porcentaje menor de los hospitalizados llegará a UCI. Buenas noticias para aquellos a quienes les toque: mientras que en abril 35% de aquellos fallecían (y hasta 70% de los que necesitaban ventilador), la mortalidad en noviembre se reportaba en 30% y de quienes necesitaban el ventilador, entre 45% y 50%. También conocemos quiénes son los que tienen especial riesgo de cursar una peor evolución, y que la edad es un factor importante. Para los más añosos, la covid-19 puede ser igual o más grave que la influenza. Por lo menos en lo que va de pandemia. No es así para los más jóvenes y los niños, en que el virus de la gripe tiene mucha mayor letalidad que el SARS-CoV-2. Eso sí, también lo conocemos con mayor certeza ahora.

Pero lo trascendente es que, teniendo al alcance las vacunas que tenemos, las hospitalizaciones y la mortalidad van a seguir disminuyendo. Y conforme se vayan vaciando de casos de covid-19 las UCI, los que necesiten internación estarán mejor cuidados. O al menos es lo que debería pasar conforme muestra la evidencia. No sería raro que la covid-19 en un tiempo pasara a ser una enfermedad más en los hospitales. Como resultó ser la gripe H1N1. El futuro endémico de la covid-19 es el consenso creciente del mundo científico.

Nuestros hijos y sus actividades infantiles son de muy bajo riesgo para las familias

Uno de mis miedos iniciales como padre y pediatra que trabaja en UCI era que esta enfermedad fuera como la de la gripe: muy contagiosa en escuelas y mortal para algunos niños. Tampoco sucedió. El mismo hecho de ser niño protege del SARS-CoV-2. Emily Oster resumió así el último informe del Center for Disease Control (CDC): tener entre cinco y 17 años es 99,9 % protector contra el riesgo de morir y 98% protector de hospitalización. Para niños menores, los porcentajes son de 99,9% y 96%, respectivamente. Es decir que si tu hijo tiene entre cinco y 17 años, tiene 45 veces menos chances de fallecer que alguien de entre 30 y 39 y 7.900 veces menos que los mayores de 85 años. Las chances de morir de un niño por covid-19 pueden ser de una en un millón. Decenas de veces menos que hacerlo en un accidente de tránsito.

A los incrédulos (muchos de los cuales acusaron a los niños de ser asesinos de adultos) que siguen repitiendo que el contacto con niños los expone a un riesgo les recomiendo este análisis gigante de 12 millones de británicos adultos en que se muestra que convivir con niños no aumenta los riesgos de morir de covid-19. Por lejos, si se quiere buscar “asesinos de adultos”, esos son los adultos, en todo caso. Los niños, no.

El ámbito natural y social por excelencia de la infancia –la escuela– es para los niños y sus familias un lugar de muy bajo riesgo, y las escuelas cerradas en esta pandemia son mucha mayor amenaza que su apertura. No voy a seguir aquí machacando con la catástrofe que significó y significa aún en gran parte del mundo el cierre escolar y espero deje de ser un acto reflejo adultocéntrico, acientífico y arrollador de los derechos infantiles el mantener las escuelas cerradas. Los niños son el adulto del mañana y todos ellos sabrán quiénes fueron los adultócratas que tiraron sus derechos al tacho. Sigue conmoviendo e indignando que el primer resorte que salta a la mínima tensión son los lugares y los derechos de los niños. Ayer en Uruguay, con dolor vimos cómo las escuelas volvieron a cerrarse tras presiones de toda la sociedad adulta y la frase “las escuelas son lo último que se debe cerrar” quedó en el olvido, y la educación en pausa otra vez, como hace un año y como Unicef en noviembre pidió que no sucediera más. Quiero creer que esta decisión pronto se revertirá, que los niños volverán a sus escuelas y que los adultos dejaremos de violentar los derechos infantiles de una vez por todas.

Los países con tradición de vacunación y con disponibilidad vacunal resolverán el problema antes: el caso uruguayo

Claro que para lograr los pasos uno y dos lo que se necesitan son vacunas. No se puede negar que hay nacionalismo y un apartheid vacunal global en marcha. Las naciones ricas con su poder han consumido (hasta por demás) su parte de la torta y los mecanismos de regulación de distribución equitativa hasta ahora han fracasado. De todas maneras, hay países que lograron encontrarse con una buena partida y tienen la logística para torcer la historia: es el caso de Uruguay. A pesar de ser el último país en acceder a vacunas (comenzó a vacunar el 1º de marzo), en los primeros 20 días ya superó el 10% de su población, vacunando los últimos días a un 1% diario, y no sería de extrañar que alcance en el próximo mes los niveles que los países referentes alcanzaron en tres.

No hay casualidades. Uruguay tiene decenios de historia siendo ejemplo de inmunizaciones en las Américas. Tan acostumbrados estamos los uruguayos a vacunarnos que a esta campaña se sumará la de la gripe (y las de siempre) y ya se está considerando que se pueda hacer todo junto. Es un dato claro que sugiere que el desenlace de cómo los sistemas sanitarios responden a las pandemias modernas se fija desde mucho antes que aparezca el germen responsable. No se puede montar de la noche a la mañana un sistema de inmunizaciones eficaz y lograr que los ciudadanos asistan a vacunarse con confianza. Eso se construye con el tiempo. El caso de Uruguay es un ejemplo de esto. Y aunque viva la etapa de mayor incidencia de la covid-19 (con la sociedad funcionando casi a 100%), de mantener este ritmo vacunal durante el otoño podría lograr desplomar la pandemia y conseguir la inmunidad de rebaño. ¿Es un cálculo demasiado optimista? Sí. Pero hay datos científicos para esto pueda suceder.

La vida que extrañamos se acerca

Las vacunas cambiaron para siempre la historia de las enfermedades infecciosas y no hay razones científicas para creer que con la covid-19 no sucederá lo mismo. Al bloquear la capacidad del virus de generar infección grave, cuando comencemos a tener inmunidad de rebaño las hospitalizaciones van a caerse, lo mismo las muertes, y todos nosotros estaremos más tranquilos, con menos temores y volveremos a hacer progresivamente lo que hacíamos. Luego de completado el esquema de la vacuna que nos tocó (sea una o dos dosis), dos personas (familiares, por ejemplo) bien vacunadas podrían abandonar las máscaras y abrazarse. O una familia vacunada podría estar en espacios cerrados y tener una buena cena juntos sin temor a contagiarse. Sí. Hasta el CDC de Estados Unidos lo habilita. Entonces: si nos vacunamos bien, y luego de 15 días de completado el esquema, una vida casi normal es muy factible en menos de lo que pensamos. Incluyo lo de “casi”, pues tendremos que esperar a que todo el rebaño camine junto. Y conforme la inmunidad poblacional se eleve, las restricciones que tuvimos que soportar este año podrán ser levantadas en forma progresiva, y entonces nos acostumbraremos a convivir con un virus que probablemente nos acompañe durante un tiempo. Pero, a fin de cuentas, será parte del club de enfermedades controlables con vacunas. Una más de tantas.

Hay vida luego de la pandemia. No podemos repetir sin reflexionar que durante 2021 el derrotero de este maratón covidiano no cambiará mucho con las vacunas, porque es falso. O insinuar que el apocalipsis se acerca ni tampoco que no ocurre nada. Ambas posturas son falaces (aunque afirmen ambas que son “realistas”) por la falta de respeto a los que fallecieron y a la mayoría del mundo que sigue vive. Sin zombis ni tierras planas. Cortar los debates tirándonos los muertos unos encima de otros es de las cosas más bajas que pueden tenerse entre científicos, y menos cuando todo el mundo nos está viendo. Las conversaciones académicas se deterioraron muchísimo en la pandemia y todos debemos comportarnos mejor para evitar mayor daño y minar la confianza de la sociedad en la sanidad pública. Parafraseando un artículo muy oportuno y que refleja nuestra realidad publicado esta semana en el British Medical Journal, surge una súplica por dignidad en la ciencia (y entre científicos), pues “sólo al escucharnos y con debate honesto sobre ideas opuestas, podremos superar el miedo y enojo que nos rodea”.

Todos necesitamos ver la luz al final del túnel y hay evidencia científica sólida que permite sugerir que lo que resta de 2021 no será un déjà vu del año anterior, sino una transición a la pospandemia. La propia Comisión Europea de Gobiernos está haciendo una campaña optimista y el eslogan (“Lo haré”) es que nos vacunamos para volver a tener una vida como la que añoramos, para protegernos entre todos, para regresar a las actividades que amamos y que nos fueron suspendidas. A la vista está la evidencia de lo que se puede lograr como quizás nunca en la historia: en tan sólo un año surgió un virus nuevo y la humanidad ya está vacunándose contra él. Es cuestión de (poco) tiempo. En unos meses estaremos con otra perspectiva (como ahora sucede en los lugares que ya no tienen pandemia) y debemos pasar raya, reformular lo que hicimos mal y lo que no debemos repetir en la próxima que nos toque. Y empezar a rearmar el puzle del descalabro que hicimos protegiendo mejor a los más vulnerables, partiendo por los niños. Vamos a tener que hacer el ejercicio de evaluar qué fue peor: si el virus o nuestra respuesta. Tengo mis dudas. Pero esa es otra historia.

Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.

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