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La cultura como servicio de mantenimiento

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Puede ser que a esta altura, apelar contra el colonialismo o siquiera mencionarlo sea un despropósito, pero si hablamos de cultura, podemos decir que no generar una industria nacional nos asegura el hecho de estar siendo consumidos por la cultura de otras naciones. En ocasiones pagando ―directa o indirectamente, a través de lo publicitario o sirviendo al dato estadístico― para beneficiar a industrias que niegan la posibilidad de crecimiento o emergencia de una industria local.

Sin ser criados bajo la influencia de producciones nacionales significativas, es raro que un uruguayo vea la rambla con ojos de lo que pasó en una novela. Nuestras obras no son clásicas para nadie, o por lo menos dependen demasiado de un sector específico, culturalmente activo en un periodo de tiempo dado. Todo tipo de personas disfrutan de una visita a la Comedia Nacional, atienden a un recital, consumen cine de culto y mencionan autores de renombre. El acercamiento a la cultura desde antaño provee al individuo de la dulce sensación de estatus, pero la atención del público se centraliza en las instituciones pudientes, lo que determina la falta de posibilidades para el resto.

Formalmente existen, sí, instituciones públicas y privadas que en Uruguay invierten cada año en propuestas culturales por las vías del concurso. Pero estas prestaciones generalmente no tienen la posibilidad monetaria de abarcar la cantidad de proyectos que exceden sus agendas políticas o institucionales, obligando al artista a tender a la independencia, o a funcionar como aparato mensajero en la persecución de un algoritmo tan burocrático como rudimentario.

Estos temas se problematizan aún más desde el lanzamiento del bachillerato artístico en 2010, del que ya egresaron doce tandas de generaciones interesadas en alguna arista del arte. Intuitivamente, siempre podremos apelar a decir que la intención de un proyecto semejante es la de promocionar la cultura. Sin embargo, sin una plataforma preparada para recibir a las nuevas generaciones, nuestro sector artístico se privatizó, llenándose con suerte de pequeñas pymes en un medio sobrepoblado.

Así, nos enfrentamos a un medio artístico con una abundancia de formación que no tiene las herramientas para vertebrar su materia prima, en este caso, los individuos que se propuso capacitar.

Al tener pocas instituciones públicas de formación artística y con presupuestos bajísimos, éstas tendieron por obligación desde sus inicios al elitismo. Los cupos de la Escuela Municipal de Música, de la Escuela Universitaria de Música, o de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático son tan acotados que exigen aptitudes o conocimientos previos, excluyendo estudiantes según rangos etarios y admitiendo según pruebas de ingreso. Por tanto, se rigen según ese aspecto del clasismo al que suele nombrarse —eludiendo la culpa de clase— como meritocracia. Actualmente, económicamente asfixiadas, aunque se lo propusieran no podrían ampliar sus cupos, espantando u obligando a aquellas personas que quieran acercarse a un rubro, a inclinarse ―si es que pueden― a un ámbito privado que de esta situación sacó provecho. Cosa poco cuestionable, ya que quienes están a cargo de estas instituciones son casi que homogéneamente artistas que distinguieron la oportunidad y se la pudieron permitir. Así, nos enfrentamos a un medio con una abundancia de formación que no tiene las herramientas para vertebrar su materia prima ―en este caso los individuos que se propuso capacitar―, dejándolos a estos desamparados de oportunidades laborales que tengan que ver con el área para la que se formaron, arrojándolos a la docencia ―para que continúen el ciclo― o, muchas veces, obligándolos a sobrevivir como mano de obra no calificada.

En estas condiciones, el arte será pensado como hobbie o hasta como terapia, y cualquiera que haga un curso —sin importar sus trabajos o su obra— estará capacitado para enseñar. Cualquiera que mire una cartelera se abrumará y terminará en la muestra de fin de año de un coro. Y eso hará que eventualmente —mientras esperamos como uruguayos— los jóvenes se aburran, e, influenciados por el extranjero, acudiendo a los medios digitales, se desliguen completamente de las instituciones nacionales bajo una falsa idea de independencia.

Agustín Luque es actor y director de teatro.

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