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¿Qué liceos merecemos?

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El artículo anterior llevaba como título “¿Qué liceos queremos?”1 y tenía la finalidad de promover un debate a mediano plazo sobre el tema. En esta ocasión quiero compartir algunas sugerencias que podrían ser parte de esta discusión, ya sea para rechazarlas y proponer algo diferente o para aplicarlas aunque sea parcialmente. Lo que sigue es la segunda parte de lo que sería una trilogía, pero la última parte, que llevaría por nombre “¿Qué liceos podemos tener?”, la escribirán los y las tomadores de decisiones cuando determinen cuántos recursos están dispuestos a invertir y qué políticas ejecutar.

Una segunda aclaración que quiero hacer sobre el título de este artículo es que con “merecemos” no me refiero sólo a quienes trabajamos como docentes, sino que pretendo incluir a toda la sociedad de la que los centros educativos forman parte. El estado de las instituciones públicas nos dice mucho sobre las prioridades de una sociedad, además de su situación económica, por supuesto.

La respuesta a la pregunta inicial podría ser tan clara como concisa. Un/a idealista respondería “los mejores”, y alguien más realista y locuaz diría “los mejores posibles en las actuales circunstancias, etcétera”. Creo que la importancia del tema merece una respuesta aún más desarrollada.

Una última aclaración. Ninguna de las ideas que expondré a continuación son originales. Muchas, o quizás todas, se han aplicado ya y a veces con éxito pero de forma discontinua, dependiendo de la voluntad de algunos y sin la suficiente difusión. Poco sabemos los/las docentes de lo que hacen colegas que comparten un curso y mucho menos conocemos lo que sucede en el resto de las instituciones del país. Aunque surgidas en el mundo terrenal de la praxis, nos referiremos a estas ideas de un modo imaginario, pero con la esperanza de que su puesta en práctica sea posible.

Imaginemos el comienzo de un año lectivo en un liceo cualquiera de nuestro país. Hasta ahora los y las docentes se reúnen en los primeros días de marzo en una sala para escuchar a la Dirección sobre cómo será el comienzo de clases y el funcionamiento de la institución durante el resto del año. En los liceos privados esta reunión se hace en febrero, ya que la Dirección en general es la misma que el año anterior. Aunque también en los liceos públicos la Dirección puede no haber cambiado, la reunión no se puede hacer antes del 1º de marzo porque oficialmente asume ese día. Más allá de que esto debería modificarse para tener más tiempo para preparar el año lectivo, lo más importante sería cambiar la modalidad de esta primera reunión de trabajo (como seguramente ya ocurre en algunos lugares). Lo mismo podría decirse de las salas por asignatura convocadas por la Inspección previo al inicio del año lectivo y que en general son unidireccionales. El año pasado estas consistieron en videoconferencias por Youtube en las que sólo se podía escuchar a las autoridades. Las inspecciones deberían hacer un acompañamiento permanente a los y las docentes y no sólo visitarlos esporádicamente con el único cometido de fiscalizar y calificar.

Un cambio copernicano sería que las autoridades nos recibieran con la pregunta: “¿En qué podemos colaborar para que pueda llevar a la práctica su proyecto de trabajo para este año?” y que estuvieran dispuestos a escuchar en qué consisten estos proyectos. Cada docente como profesional podría dar cuenta de los contenidos que considera importante enseñar de su asignatura, de la modalidad de trabajo, de las estrategias a aplicar y de sus criterios de evaluación. Del intercambio colectivo pueden resultar acuerdos sobre cuáles serían las prioridades del trabajo anual e impulsar actividades en conjunto. En las reuniones docentes del resto del año cada uno/a puede compartir si sus intenciones siguen incambiadas o si debieron hacer modificaciones. En la reunión de fin de año haremos nuestros balances y proyectaremos entre todos posibles propuestas para el año siguiente.

En general los y las estudiantes están acostumbrados a realizar en la primera semana pruebas diagnósticas pensadas con el propósito de recabar información sobre los conocimientos y habilidades (también conocidas como “competencias”) que poseen. Algunos docentes dan por válida la producción que realizan, muchas veces con desgano, conscientes de que no serán calificados aunque se esfuercen en recordar y demostrar lo que han aprendido. Suele ocurrir que, aunque se esmeren, los resultados no sean tan buenos como cuando respondieron sobre esos mismos contenidos el año anterior, lo que puede propiciar inseguridad y desmotivación. Los colegas Alfredo Decia y Alejandro Sánchez hace años que han aportado contundentes argumentos en contra de realizar estas pruebas al inicio del curso, pero a fuerza de desidia y costumbre se siguen aplicando porque lo imponen las autoridades2. A veces también los y las estudiantes son recibidos con alguna actividad lúdica para ir conociendo características personales de los integrantes de cada grupo y de paso hacer menos traumático el final de las vacaciones. Todas estas iniciativas parten de la Dirección y/o del cuerpo docente con la esperanza de que sean del agrado de los y las estudiantes. Son pocas las ocasiones en que estos tienen la posibilidad de realizar propuestas sobre cómo preferirían ser recibidos.

Lo que sí saben con certeza los y las estudiantes es que conocerán su primera calificación promedial recién a principios de mayo, dos meses después de haber comenzado las clases. También saben que muchos docentes se inhiben de dar calificaciones altas al principio del curso por más que se esfuercen y que lo que más importa es lo que hagan en el último mes. Por supuesto que todos quieren aprender, pero no todos están dispuestos a esforzarse desde el comienzo si no se refleja en la calificación.

Una pedagogía de la decisión en liceos de cercanías no requiere mucho dinero. Sin embargo, no alcanza con voluntarismo para lograr un cambio que perdure.

Imaginemos la siguiente situación alternativa. Los y las docentes presentan su proyecto de trabajo a sus estudiantes en las primeras clases y luego de unos meses de ponerlo en práctica les solicitan que hagan un primer balance. Esto no sólo puede resultar importante para los docentes para conocer cómo es percibido su trabajo y hacer las modificaciones que entienda convenientes, o argumentar a favor de su continuidad, sino que también es una oportunidad para los y las estudiantes de reflexionar sobre su práctica educativa. En cada una de las clases del año los docentes podrían dedicar unos minutos más de lo que les lleva pasar la lista (que pueden ser los últimos de la clase frente al grupo, luego de terminada la clase o al final de la jornada) a completar en una planilla digital quiénes asistieron, participaron, realizaron la actividad en clase y/o domiciliaria, destacaron por algún comportamiento positivo o negativo, etcétera. Esa planilla puede ser enviada al grupo antes de la siguiente clase para que vean que su actuación, o no desempeño, no pasó desapercibida. Al finalizar el mes, el o la docente puede hacer un promedio con base en estos datos y agregar alguna recomendación para que el o la estudiante logre mejorar su rendimiento. Esta práctica repetida a lo largo del año puede motivar a los estudiantes a mejorar su desempeño, facilitar la adjudicación de insumos para los docentes para cuando tienen que evaluar y transparentar la tarea de la calificación. Esta información puede compartirse con otros referentes que acompañan a los estudiantes en su proceso educativo, como adscripción, docentes de otras asignaturas, Dirección y con las familias.

Los adscriptos, liberados del trabajo administrativo referido a las calificaciones, podrían dedicarse de pleno al monitoreo del proceso educativo de los estudiantes, de su asistencia y de la comunicación periódica y permanente con sus familias.

Las Direcciones deberían dejar de estar integradas por diferentes jerarquías (Dirección y Subdirección) que no siempre funcionan como un equipo. También deberían cobrar de acuerdo a su grado (y no con el tope de 4º grado como hasta ahora) y permanecer más de un año en el cargo. En lugar de tener un director o directora y subdirectores que se encargan de todo, sería más provechoso que hubiera un triunvirato, que tuvieran responsabilidades diferentes y complementarias. El equipo coordinador de la institución estaría integrado por un o una directora pedagógica (que coordine el trabajo de docentes y estudiantes), otro director o directora administrativa (que tenga a su cargo el mantenimiento edilicio, la administración de la actividad de funcionarios docentes y no docentes y la escolaridad de los estudiantes) y otro director o directora institucional (encargada del relacionamiento con las familias, el barrio o la localidad en la que está inserto el liceo).

Los liceos pueden ser un importante centro de difusión cultural en las comunidades, por ejemplo con actividades realizadas en el salón de actos (charlas, presentaciones artísticas, obras de teatro, proyección de películas, conciertos, etcétera) o en el gimnasio, por mencionar dos espacios que toda institución educativa debería tener. A su vez, los y las estudiantes pueden intervenir en actividades coordinadas con otras instituciones del entorno, estatales, cooperativas, ONG, privadas, etcétera. Un proyecto más ambicioso podría ser sistematizar las salidas didácticas para que no sea un esfuerzo esporádico de unos pocos docentes, sino una experiencia continua a lo largo del ciclo lectivo que permita a los y las estudiantes conocer diferentes realidades del país. Estas prácticas podrían ser pensadas y organizadas por docentes y estudiantes, apoyados por la comunidad y coordinados por la Dirección.

Al finalizar el año es costumbre que todos hagamos un balance de lo hecho. Sería un importante insumo para el trabajo del año siguiente sistematizar también esta práctica. Cada estudiante podría autoevaluarse considerando logros y dificultades para facilitar una reflexión constructiva. También podrían evaluar cómo fue el trabajo en general del liceo y de cada docente, como es común a nivel universitario. A su vez, los y las docentes podrían evaluar, además de a los estudiantes, a sus pares y a los integrantes de la Dirección. Corresponde aclarar, porque a veces ambos conceptos (evaluación y calificación) se confunden, que sólo los estudiantes recibirían una calificación. Sin embargo, si un o una docente es evaluado en forma negativa por sus estudiantes, pares y autoridades durante varios años consecutivos y se niega o no puede cambiar su práctica, no convendría que continuara (lo mismo podría decirse de la Dirección).

En cuanto a la calificación que reciben los estudiantes, poco aporta que las notas se diferencien en varios números para decir que el desempeño fue satisfactorio o no lo fue. El mensaje hacia los y las estudiantes debería ser lo más claro posible. El cero significa que no hubo desempeño, el 1 significa que el rendimiento no fue suficiente, el 2 significa que fue aceptable y el 3 que fue excelente. Por supuesto que es muy importante que los docentes expliciten claramente al comienzo del curso qué es lo que entienden que es un desempeño aceptable, excelente o insuficiente.

Para que esta perspectiva tenga sentido y no derive en una nueva rutina que se impone como innovadora y luego se sigue aplicando sólo por costumbre, es necesario un cambio cultural. Los cambios culturales son lentos y no se pueden imponer. Más lentos serán en manifestarse si no tienen oportunidad de discutirse y experimentarse. Por eso en el artículo anterior hacía énfasis en la necesidad de que no haya más una sola política educativa que se imponga como un dogma por cada nuevo gobierno. Si queremos formar ciudadanos y ciudadanas que actúen con responsabilidad en un sistema democrático, no podemos esperar sólo a que saquen la credencial y voten cada cinco años. Los y las adolescentes deben practicar la cultura del debate, conocer diferentes posiciones, aprender a argumentar autoevaluándose y evaluando a quienes los acompañan en su formación, y sobre todo a tomar decisiones (sobre cómo invertir aunque sea una parte del presupuesto que recibe el liceo, cómo poder intervenir para ayudar a la comunidad, cómo prevenir y combatir el bullying, qué actividades académicas, culturales o deportivas priorizar, etcétera).

Una pedagogía de la decisión en liceos de cercanías no requiere mucho dinero. Sin embargo, no alcanza con voluntarismo para lograr un cambio que perdure. Resulta imperioso que el sistema político asegure los recursos necesarios para invertir en edificios confortables, salarios decentes, materiales suficientes, grupos pocos numerosos para un acompañamiento lo más individualizado posible, formación permanente, etcétera. Como dije al principio, esa tercera parte de la trilogía aún está por escribirse.

Federico Lanza es profesor de Historia.

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