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Jorge Martirena.

Foto: Alessandro Maradei

Piedra sobre piedra: dos de las últimas calles adoquinadas de Montevideo fueron instaladas en el Prado y en el Cerro

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Tres décadas atrás los vecinos organizados se aventuraron en una tarea que les insumió tiempo y esfuerzo, pero que los llena de orgullo.

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Leído por Mathías Buela.
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Para algunos es un atraso que enlentece el tránsito de la ciudad. Para otros, un rico patrimonio y un pedazo de nuestra historia que debe ser preservado. En Montevideo persisten algunas calles de adoquines como testigos de una época que no es del todo ajena. Dos de las últimas en construirse son ejemplo de solidaridad y colaboración entre vecinos que demostraron con trabajo su amor por el barrio.

Cuando la calle Francisco del Puerto da paso a Enrique Guarnero nos adentramos en un Prado que prácticamente ya no existe. Una alfombra de piedra obliga a bajar la velocidad. El pasto asoma entre los adoquines y el cordón serpentea siguiendo la forma de los jardines. Sauces y paraísos custodian los lados. El entorno es silencioso y parece detenido en el tiempo. Pero no fue siempre así.

Hace 27 años la calle era de balasto y, cuando llovía, se inundaba al punto de que los niños se divertían recorriéndola subidos a un gomón como si fuera un río. Con una comisión de barrio instalada, los vecinos se acercaron a la comuna pidiendo una solución. La Intendencia de Montevideo (IM) estaba en una situación compleja y tenía otras prioridades, entre ellas reparar arterias mucho más transitadas.

Ya que no había dinero para pavimentar, el arquitecto Enrique Dalmases, entonces director de Vialidad de la IM, les ofreció utilizar como material los adoquines de una calle que se desmantelaba, cerca de Luis Alberto de Herrera y 8 de Octubre, con la condición de que ellos debían encargarse de su instalación. Los vecinos decidieron asumir el compromiso en una tarea conjunta que hoy es parte de la memoria del Prado.

La obra fue financiada y administrada por la comisión del barrio, cuando la descentralización apenas despegaba y comenzaban a formarse los centros comunales zonales. Hubo tres vecinos que se pusieron al hombro la tarea de forma honoraria: Raúl Quesada, quien mantenía el vínculo con la IM y se encargaba de reunir el dinero, la arquitecta María Celia Abal, que se ocupaba de los aspectos técnicos ,y el ayudante de arquitecto Jacinto Gómez, hoy fallecido, quien hacía las mediciones correspondientes. La IM, en ese momento encabezada por Tabaré Vázquez, se ocupó de dar el OK al plano que presentó la arquitecta, envió dos máquinas excavadoras para hacer el movimiento de tierra y suministró la arena y los adoquines.

En total los vecinos gastaron 10.000 dólares en mano de obra. Se sucedieron varias cuadrillas para realizar la colocación de los adoquines y cada uno pagaba por lo que correspondía al frente de su casa, algunos en cuotas. A medida que avanzaban con la obra debían pagarles a los trabajadores por los metros que habían hecho cada día. Si no quedaba suficiente en caja, entonces Quesada salía a tocar puerta por puerta para ver quién podía adelantar una cuota.

La arquitecta consiguió un pisón de madera pesado y muy antiguo con el que la cuadrilla hizo la colocación. Fue un proceso artesanal, “casi de joyero”, recuerda Abal: el adoquín se presionaba con el pisón para que penetrara en la capa de arena hasta alcanzar cierta altura, de acuerdo a los niveles previstos.

Durante la construcción de la calle mantuvieron un contacto fluido con Ruben Castro, secretario del Centro Comunal Zonal 15, correspondiente al Prado. Más allá de que el gobierno de la ciudad era frenteamplista, los vecinos buscaron trabajar de forma conjunta por encima de las divisas. “En ningún momento nos preguntamos entre nosotros quién votaba qué. Me consta que había gente de diferentes colores”, recuerda Quesada.

En febrero de 1995 se puso punto final a la obra. Además de la calle, hicieron enjardinados, bocas de tormenta y repararon caños de OSE que se habían roto en el proceso. Al terminar, organizaron un asado para celebrar y a cada miembro de la comisión se le entregó un adoquín y un diploma, que aún conservan, 27 años después, ahora jubilados y con nietos.

Hace cinco años apareció una cuadrilla de la IM para tapar sectores de la calle con una capa negra de asfalto. Los vecinos se pusieron en contacto, reclamaron a las autoridades y se debió retirar lo que habían colocado. “Les pusimos el palo en la rueda y vinieron a arrancar todo. Salimos a cuidar como si te estuvieran cortando la flor de tu jardín”, dice Quesada. Es que el espacio es motivo de orgullo y un rincón al que le dedicaron mucho cariño. “Al haber participado en la construcción, te sentís parte”, agrega Abal. Hoy la calle hace a su identidad. Además, debido a su origen, también asegura que es parte de la historia de Montevideo: “El adoquín, como pieza, no sólo no se hace más, sino que es una reliquia”.

En las alturas

En el Cerro de Montevideo, casi en paralelo, los vecinos también construyeron una calle adoquinada. Para encontrarla hay que doblar desde Grecia por Barcelona hasta el final, donde la calle zigzaguea y se pierde en lo alto y en el verde. La subida es empinada, pero la vista que ofrece de la ciudad es espectacular. Allí los vecinos colocaron 20.000 adoquines con sus propias manos.

El mayor impulsor de la empresa fue un hombre que en ese entonces tenía unos jóvenes 72 años: Juan Pérez Lage. La hazaña se completó con la ayuda de los hermanos Jorge y Daniel Martirena, que también vivían en la cuadra. Desde 1982 los vecinos reclamaban por el arreglo del espacio, porque no era posible el acceso de ningún servicio ni auto a la zona. En el lugar sólo había pasto y tierra, que se transformaba en un barrial cuando caía la lluvia.

Con el regreso de la democracia al país se acercaron nuevamente a la comuna. Dado que no encontraban una solución, los vecinos propusieron que si les entregaban los insumos, ellos se comprometían a hacer la calle. Barajaron distintas posibilidades y la opción de hacerla de adoquines era la más barata y efectiva. Además, todos habían trabajado en algún momento en la construcción -incluso Pérez Lage había edificado su propia casa de piedra-, por lo que tenían cierta experiencia que les daba seguridad a la hora de encargarse de la tarea.

Cuando empezaron, Jorge Martirena estaba en seguro de paro y calculó que en un par de meses la iban a concluir. La empresa terminaría llevándoles dos años, de 1992 a 1994. “Ni soñar que eran tantos los adoquines, ni soñar que era tanto el trabajo”, dice hoy el único sobreviviente del grupo que encaró aquel trabajo.

Luego de unos meses desempleado, Martirena comenzó a desempeñarse como herrero por su cuenta. Pérez Lage, que era jubilado, empezaba a trabajar en la calle temprano en la mañana; él se le sumaba al terminar, cerca de las dos de la tarde, y se quedaban hasta las seis o siete. Incluso seguían con la obra los fines de semana. “Mientras tuviéramos adoquines, los colocábamos”, cuenta Martirena. Dependían de los envíos de material de la IM, lo que también demoró la finalización, ya que hubo meses en que solamente les mandaban un camión con adoquines.

“Era más difícil acercarlos al lugar donde los íbamos a colocar que directamente el trabajo de colocarlos”, recuerda Martirena. Muchas veces los camiones dejaban el cargamento en la fortaleza, que estaba a unos 300 metros calle arriba. Para bajar los pesados adoquines tenían que arrastrarlos con una bandeja de pescado. Trabajaban sin descanso y hubo jornadas en las que alcanzaron a colocar un total de 500. Para fijarlos, los recostaban unos contra otros, hacían una junta con arena y los remataban presionándolos con un pisón.

Hoy Martirena, con 65 años, hace el mantenimiento para que la calle esté limpia y utiliza un matayuyos para que el pasto no cubra los adoquines. Dice que hay muchos vecinos nuevos que no conocen la historia y que quizás no la valorarían. No le gusta vanagloriarse y por eso remarca que fue un trabajo conjunto con Juan y su hermano Daniel. Una experiencia que considera linda a pesar del sacrificio.

Todavía resiste

Añorado en los tangos como sinónimo de lo auténtico y lo que nunca va a volver, se trata de un material noble que, como cantan en “Sueño de adoquín” (música de Mingo Scalenghe, letra de Alberto Domenella), “el rouge del asfalto no podrá borrar”. Pero, ¿qué es exactamente un adoquín? Una piedra labrada en forma de prisma rectangular que se utiliza para pavimentar. En general mide 20 cm de largo por 15 cm de ancho y puede ser de granito o basalto, aunque más cerca en el tiempo también se han hecho de hormigón.

Fue creado hace 25 siglos cuando los cartagineses y romanos lo utilizaron para construir las grandes vías. En ese momento sustituyó a los empedrados, donde las piedras estaban al natural, sin tallar, porque permitía una circulación más fluida. Ya en la edad contemporánea, con el surgimiento del automóvil, fue perdiendo espacio y se sustituyó por el pavimento que conocemos hoy, que permite un desplazamiento más veloz. En Montevideo fue en la década de 1920 cuando se comenzó a sustituir por el asfalto, empezando por las avenidas principales. Ahora su uso es escaso y por lo general se reserva a fines estéticos.

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