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Bar San Bernardo en el barrio Villa Crespo.

Foto: Valeria Ruiz

Brillo y decadencia del Café San Bernardo

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El bar de juegos más famoso de Buenos Aires tuvo su época dorada a principios del siglo XX pero supo reencarnar en un clásico de la juventud porteña.

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A principios del siglo XX el barrio porteño de Villa Crespo era una zona de quintas y fábricas. Se destacaban el conventillo La Paloma, que inspiró la obra de Alberto Vacarezza, el Mirador Comastri, la Iglesia San Bernardo de Abad y no mucho más. De ahí obtiene su nombre el Café San Bernardo (Corrientes 5436), abierto en 1912 en un edificio de inspiración art nouveau cuya fachada hoy pasa completamente desapercibida entre cables de electricidad y marquesinas comerciales.

El Café San Bernardo todavía es un bar de juegos: cuenta con siete mesas de pool, tres de billar, cinco de ping pong y dos metegoles, además de ofrecer barajas y juegos clásicos como ajedrez, dominó o dados. “Acá podés ver a un taxista jugando con un empresario y con el que vende paltas en el subte. También gente de distintas colectividades que encuentra un punto de unión a través del juego”, dice Laura Ávila, quien se involucró en el negocio de su marido en 2009, cuando todavía “las chicas llamaban a los novios para que las vinieran a buscar a la puerta porque no se animaban a entrar solas”.

Laura Ávila está casada con Carlos, el hijo de Jesús Fernández, un inmigrante gallego que en la década del 60 entró al bar como lavacopas y fue comprando puntos del fondo de comercio con cada peso que ahorraba. En 1993 Fernández padre murió y Carlos heredó una parte del negocio. Para 2006 el Café San Bernardo pertenecía íntegramente a la familia, pero su época dorada había quedado atrás. “La gente joven no nos elegía y los viejos se iban muriendo”, recuerda Laura. “Nuestra clientela no era la del fernet con coca. Acá se servía la medida con soda y nada más”.

En 2011 Laura había empezado un curso de gastronomía y abierto una página de Facebook para tratar de conectar con la juventud. “Yo le decía a mi marido: ‘tenemos que hacer algo. Si vos querés que entren las chicas, no se van a comer una zapatilla así gigante’”, refiriéndose a los abundantes sándwiches que todavía sirven por 3.000 pesos argentinos, “pongamos un postrecito”. Imposible juzgar los sesgos de género en época de vacas flacas: en ese entonces el café todavía abría las 24 horas y la situación no podía sostenerse mucho tiempo más. “Te juro por Dios que no entraba nadie”.

Primero se acercaron esos pibes que recordaban al San Bernardo como el bar de sus abuelos. Entre las mesas de ping pong se encontraban a Oscar, un señor de 86 años, que se presentaba siempre con la misma muletilla: “¿vos jugaste alguna vez conmigo?”. Por compromiso o ingenuidad, le jugaban. Y siempre perdían.

Oscar Master se murió un martes en el Café San Bernardo con la paleta en la mano. Los pibes –que para ese entonces hacían cola para jugarle– propusieron organizar en su nombre las noches de ping pong que salvarían el lugar. “El resto de los días era una lágrima pero los martes era una locura”, cuenta Laura, “tenías que caminar de costado para abrirte paso”.

Los martes de ping pong que rebautizaron al bar como El Sanber pronto dieron paso a una clientela estable de todas las edades que hoy espera su turno para las mesas de pool tomando cerveza de litro o un trago de corte –ahora sí los venden con gaseosa–, por 2.000 pesos argentinos. Todavía ofrecen el histórico triolet que viene con un fiambre, un queso, aceitunas o berenjenas al escabeche y la tortilla de papa, que es la estrella, ambos por 3.900 pesos argentinos. Pero también tienen hamburguesas caseras, pizzas y los postrecitos (tiramisú, chocooreo, chocotorta, lemon pie, cheese cake y balcarce, a 1.600 pesos argentinos) que gustaron tanto que los vecinos piden la mitad para llevar.

Cuando la parca sorprendió al crac del ping pong Oscar Master con la paleta en la mano, los chicos que hacían cola para jugarle organizaron las noches de los martes que salvarían el lugar.

En 2010 los Fernández descubrieron los techos altos que habían sido escondidos con cielorraso, las columnas con ribetes originales y en el fondo del enorme salón una curiosa ventana de madera que hoy mira a una pared de ladrillos. La fisonomía cuenta una historia de brillo y decadencia, que atravesó otro capítulo crítico durante los años de restricciones por la pandemia pero encontró –nuevamente– la forma de sobrevivir.

Hoy el café abre todos los días al mediodía y cierra alrededor de las 4.00, excepto los domingos que arranca a las 18.00 y los sábados, que abre desde la mañana para los clientes fijos del ping pong. “A esos los conozco por nombre, apellido y familia entera”, dice Sofía, la hija de Laura, nacida y criada en el bar, hoy parte del negocio familiar. “A la mañana los billares y los ping pongs se me llenan todos, a veces hasta tengo lista de espera”.

“Acá llaman las señoras de los que juegan dominó para comunicarse, cuando ellos no les atienden el teléfono”, sigue Sofía. “Son muchos los que se murieron acá”, dice Laura, saliendo de pronto de un breve momento de abstracción. Señala las placas colgadas en la pared: “A toda esa gente la guadaña le pasó en su casa”.

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