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Ilustración: Ramiro Alonso

Cuando es mejor no dejarles el pasado a los historiadores

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Las sociedades se vinculan con el pasado de diferentes maneras. Los historiadores tenemos un vínculo particular con los textos del pasado. Muchas veces nos perdemos en ese pasado sin poder comprender la utilidad o el sentido de lo que ocurre en relación con el presente. Somos más escépticos de lo que la gente piensa sobre la utilidad del pasado. Sospechamos de algunas afirmaciones que son parte del sentido común. Sabemos que, aunque parece un principio lógico, la idea de que mediante el estudio de su pasado las sociedades pueden evitar repetir experiencias dolorosas es relativa. Dudamos de aquella afirmación del romano Cicerón, historia magistra vitae, de que la historia es maestra de vida. La historia nunca se repite de la misma manera y las circunstancias de los diversos momentos históricos son singulares. En síntesis, lo que aprendimos de una experiencia pasada autoritaria no necesariamente nos va a permitir detener otra experiencia autoritaria que surge en un contexto distinto al primero.

En la víspera del 27 de junio o de otras fechas que remiten al pasado reciente parece que la voz de la historia como disciplina es más reconocida en la esfera pública y se refuerza la creencia de que el mero hecho de recordar lo ocurrido tiene un efecto sobre la no repetición. Los historiadores han escrito sobre diversos asuntos vinculados a la dictadura: el momento de la crisis previa al golpe de Estado y el papel de izquierdas, derechas y centros en dicho momento; las brutales transformaciones económicas, políticas y culturales desarrolladas por la dictadura; los apoyos sociales a la dictadura; las terribles violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen; las movilizaciones sociales y políticas de la recuperación democrática y los debates en torno a la memoria histórica en el proceso de redemocratizacion. Sobre estos temas y otros los historiadores han desarrollado archivos, escrito libros, promovido programas para que esos temas sean tratados a nivel educativo, asesorado en la definición de sitios de memoria, participado en medios de comunicación, contribuido con la Justicia y el Poder Ejecutivo en la investigación de las violaciones a los derechos humanos. Pero estamos lejos de que esos esfuerzos sean realmente influyentes para evitar la repetición de lo ocurrido. A veces uno tiene la sensación de que el recurso a la historia como disciplina termina siendo el resultado de que otros actores evaden las responsabilidades sobre un pasado que está lleno de presente.

Durante los años 80, partidos y movimientos compartían la interpretación de que la dictadura fue un régimen que tuvo como enemigo principal a la política y que atacó al conjunto de las libertades de todos los ciudadanos.

En este sentido, parece mucho más relevante, un día como hoy, repasar los consensos acerca de cómo la sociedad uruguaya interpretó la experiencia dictatorial durante la década de 1980 que escribir sobre las voces de los historiadores. Ciertamente, dichos acuerdos, que cruzaron a partidos y movimientos, sentaron las bases de la democracia que tenemos hoy, con sus defectos y virtudes. Esas voces que se encuentran en diferentes textos de época, entre otros la proclama del acto del 27 de noviembre de 1983 en el Obelisco, desarrollaron una interpretación de la dictadura que por oposición construyó los sentidos de lo que entendemos por democracia y fueron extremadamente influyentes en los debates posteriores.

Lo primero que pareció compartirse fue una visión común sobre lo que había sido la dictadura. Se trataba de un régimen que había tenido como enemigo principal a la política y que había atacado al conjunto de las libertades de todos los ciudadanos. Frente a la retórica de la dictadura, que intentaba explicar el autoritarismo como una reacción a la amenaza marxista y la guerra subversiva, el movimiento opositor que se expresó en el Obelisco describió a la dictadura como un régimen que había ido contra los partidos políticos que habían sido “silenciados durante una década” y contra “los políticos injuriados, perseguidos, encarcelados y exiliados, que demostraron que, como al fundador de nuestra nacionalidad, un lance funesto podrá arrancarles la vida pero no envilecerlos”. Dentro de la oposición a la dictadura se hablaba de uruguayos sin exclusiones, no se establecía diferencia entre izquierdas, centros o derechas. El principal antagonismo era entre la política y el autoritarismo militar.

En el primer año de democracia esa visión perduró. Sin embargo, a partir de la discusión sobre la ley de caducidad, esta forma de caracterizar la dictadura fue perdiendo peso entre varios actores políticos, fundamentalmente aquellos que adhirieron a la caducidad. Gradualmente la idea de dictadura fue perdiendo espacio frente a la metáfora de la guerra que había sido sostenida por los militares durante la dictadura. Esta idea intentó establecer una equiparación entre lo ocurrido en la movilización social y la lucha armada de los 60 y la dictadura. Desde los 90 algunos líderes tupamaros también se incorporaron a esta narrativa, con una mirada algo diferente a la de los defensores de la caducidad.

Días atrás, con motivo de la discusión de la restitución de la placa de Víctor Castiglioni, el senador nacionalista Jorge Gandini se vio en la necesidad de recordar que había sido maltratado en las instalaciones de la inteligencia policial por “ser blanco”.

Se trataba de dos experiencias históricas diferentes que admitían discusiones públicas separadas, pero que en virtud de esa apelación general al conflicto entre orientales se terminaban unificando. Por ese encadenamiento la dictadura era presentada como una respuesta legítima o históricamente inevitable frente a la situación de los 60. Esto llevó a situaciones absurdas, en las que varios políticos de los partidos tradicionales que fueron perseguidos por la dictadura terminaban olvidándose de su propia condición de víctimas. Sin ir más lejos, con motivo de la discusión de la restitución de la placa de Víctor Castiglioni, el senador nacionalista Jorge Gandini se vio en la necesidad de recordar que había sido maltratado en las instalaciones de la inteligencia policial por “ser blanco”. La necesidad de la aclaración da cuenta de la distorsión en las maneras de recordar que ha tenido esa narrativa que encadena lo ocurrido en los 60 con la dictadura.

Históricamente es posible reconocer que en el período comprendido entre 1969 y 1972 existió una situación que admite la noción de guerra civil. Aunque esto es parte de un debate histórico y público, lo que no parece adecuado es equiparar lo ocurrido o establecer una conexión directa entre ese momento histórico y un régimen dictatorial que proscribió a todos los partidos políticos, los sindicatos y múltiples organizaciones de la sociedad civil y que duró 12 años. Este encadenamiento continúa renovándose en la voz de viejos y nuevos actores, y siempre parece ir en una misma dirección: relativizar y banalizar el profundo impacto que tuvo la dictadura en múltiples aspectos de la vida de los uruguayos durante más de una década.

La proclama del Obelisco también aspiró a que las Fuerzas Armadas fueran “reintegradas a sus cuarteles y olvidadas de misiones tutelares que nadie nunca les pidió y que el gran pueblo uruguayo jamás necesitó”. De la dictadura se salió con una evaluación mínimamente compartida de que el creciente rol que las Fuerzas Armadas habían adquirido en la vida política nacional por su papel en la lucha contra la guerrilla había sido uno de los grandes errores del sistema político uruguayo. Wilson Ferreira Aldunate, uno de los principales perseguidos por la dictadura, expresó más de una vez su arrepentimiento por haber avalado los marcos legales que habilitaron la participación de los militares en la política interna.

A la salida de la dictadura, los intentos de construir un partido militar no prosperaron. El poder militar se mantuvo protegido por los diversos ministerios de Defensa Nacional, que actuaron como defensores de la corporación. Incluso en los gobiernos del Frente Amplio, que se desarrollaron políticas de verdad, reparación histórica y algo de justicia, también por momentos algunos ministros actuaron como defensores de la corporación. Pero en ningún caso los militares intentaron avanzar sobre la esfera política.

En los últimos años, desde el ámbito militar parece haber renacido una voluntad de salir de las trincheras del Ministerio de Defensa para avanzar en otros ámbitos de la vida política nacional.

Sin embargo, en los últimos años percibimos ciertos cambios que parecen ir en una dirección contraria. Por un lado, existe una creciente demanda de un mayor involucramiento de los militares en los asuntos internos. Actores políticos se han planteado la necesidad de que las Fuerzas Armadas tengan un mayor involucramiento en la lucha contra el narcotráfico y de otras actividades delictivas. Una iniciativa plebiscitaria que tuvo un importante nivel de adhesión fue en esta dirección. Asimismo, desde el ámbito militar parece haber renacido una voluntad de salir de las trincheras del Ministerio de Defensa para avanzar en otros ámbitos de la vida política nacional. El surgimiento de un caudillo militar como Guido Manini Ríos, amparado en las administraciones del Frente Amplio, y el desarrollo de Cabildo Abierto como un partido con un importante componente militar entre sus cuadros da cuenta de un cambio que resultó inédito. Dicho cambio pareció ir en contra de uno de los consensos de aquella oposición antidictatorial que asumía que los militares no debían participar en la vida política nacional ni en la represión de los asuntos internos. En un contexto de renacimiento de la participación militar en procesos políticos en diversos países latinoamericanos, como Brasil, Bolivia y Venezuela, estos hechos deberían generar mayor inquietud.

Por último, la proclama del Obelisco imaginó “una Patria en la que sólo estarán proscriptas la arbitrariedad y la injusticia, una Patria sin perseguidos y, fundamentalmente, sin perseguidores, y en la cual, por consiguiente, se liberará de inmediato a todos los que fueron privados de su libertad por causa de sus ideas y se repararán, en todo cuanto resulte posible, las arbitrariedades cometidas a lo largo de una década de ejercicio discrecional del Poder”. La idea de que había sido una década marcada por arbitrariedades y que era necesario reparar dichos daños fue algo que se mantuvo por sectores amplios hasta que el debate de la ley de caducidad desarticuló esa idea consensuada. Inicialmente la justificación en torno a la imposibilidad de justicia fue argumentada de forma realista: no era posible juzgar a los militares porque aún tenían poder. Dicho argumento luego se transformó explícitamente en la voluntad de reconciliación a través del olvido. Sin embargo, la idea de que la dictadura había significado un daño moral y que dicho daño debía repararse no fue descartada totalmente.

Desde 1996 la Marcha del Silencio ayudó a retomar la idea de reparación histórica, al menos en relación con los desaparecidos. En el siglo XXI, gracias a la movilización social, un tímido apoyo político de algunos sectores de los partidos tradicionales y un respaldo mayor del Frente Amplio, la demanda de verdad acerca de lo ocurrido sobre el destino de los desaparecidos renació. Las diversas administraciones de este siglo: Jorge Batlle, Tabaré Vázquez, José Mujica y hoy Luis Lacalle Pou, al menos declarativamente reconocieron la legitimidad de dicho reclamo. Esto significó un avance frente a lo que ocurrió en los 90, cuando dicho reclamo fue prácticamente negado. Sin embargo, la reparación histórica por las arbitrariedades cometidas por la dictadura es continuamente relativizada cuando autoridades estatales defienden formas de violencia ilegal desarrolladas por militares en la dictadura y prácticas represivas ilegales desarrolladas por la Policía en democracia, incluso en contextos actuales.

En toda América estamos viviendo una creciente degradación de las instituciones democráticas. Además de lo que escuchamos en los medios de comunicación sobre la publicitada Venezuela, las denuncias sobre serias violaciones a los derechos humanos vinculadas a las prácticas de policías y militares recorren de norte a sur el continente. Además, el creciente rol de los militares en la política interna y el desarrollo de liderazgos autoritarios amenazan a numerosos sistemas democráticos, entre otros la “ejemplar” democracia estadounidense. En ese contexto, resulta útil evaluar qué ha pasado con los consensos que la sociedad uruguaya mantuvo en relación con lo ocurrido en la dictadura. No sólo por una preocupación acerca del pasado, sino porque esos acuerdos delinearon la democracia en la manera que la conocemos actualmente. Algunos aspectos de esa valoración común han venido cambiando por ya largo tiempo, mientras que otros emergen ahora. Los riesgos de cambiar esos acuerdos en este momento resultan algo inquietantes como para dejarlos reducidos a la mera discusión académica sobre el pasado. A diferencia de lo que decía Julio María Sanguinetti en los 80 acerca de que lo mejor que podía pasar con el pasado era “dejárselo a los historiadores”, el problema parece demasiado serio para que sólo ellos se hagan cargo.

Aldo Marchesi es historiador y se especializa en historia reciente de Uruguay y la región.

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