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Lucia con Natalia, una de las enfermeras de la casa.

Foto: Mariana Greif

Residentes y ex residentes de la casa de medio camino de San Carlos cuentan los beneficios de esta propuesta de atención

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La casa cumplirá cuatro años en noviembre y fue una alternativa para quienes estaban en hospitales o incluso en sus propias casas.

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Se los suele ver en la vereda, sentados en la garita de ómnibus, fumando, viendo a la gente pasar o concentrados en sus pensamientos. Ocho personas, cuatro mujeres y cuatro varones, viven en la Casa de San Carlos, una casa de medio camino de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) para usuarios de salud mental que se ubica sobre una de las avenidas de San Carlos, en Maldonado. Buena parte de ellos son carolinos, pero también hay de otras partes de Maldonado, de departamentos vecinos, de Montevideo y hay un venezolano; antes de estar ahí, algunos habían estado internados en las salas de salud mental del Hospital de San Carlos, otros habían venido de sus casas o de los refugios en donde vivían. Ninguno parece tener apuro por salir, pero de a poco van trabajando en cómo será lo que vendrá: Lucía sueña con vivir en el campo y tener caballos; Hugo piensa en volver a Treinta y Tres y restablecer contacto con su familia; Cristina quiere tener una casa y mudarse con su hija, que vive en un instituto; Esteban revela que piensa en el futuro, en “si algún día me puedo casar con una compañera de bien, a ver si puedo tener familia”; Jesús piensa que puede encontrar trabajo pintando fachadas, y Rosa comenta un deseo más inmediato: poder ir a ver a su hija a Fraile Muerto en noviembre y llevarle de regalo de cumpleaños el buzo que le está tejiendo.

La casa se abrió en noviembre de 2016; tiene capacidad para alojar a diez personas y en estos cuatro años han egresado seis. Este es uno de los dispositivos de atención en salud mental alternativos a la internación en hospitales y asilos psiquiátricos dispuestos por la Ley de Salud Mental que se aprobó en 2017 (ver recuadro), en torno a los cuales ya trabajaba la Dirección de Salud Mental y Poblaciones Vulnerables de ASSE y, de hecho, comenzó a funcionar nueve meses antes de que se aprobara la ley. La idea es que las personas estén allí entre seis meses y dos años.

Casa de medio camino

Tal como lo define la ordenanza del Ministerio de Salud Pública 1.046, de agosto de 2019, que describe los dispositivos de la red de atención en salud mental, una casa de medio camino es un “dispositivo sanitario de rehabilitación de mediana estadía, con equipo técnico las 24 horas. Es un recurso asistencial para personas en el período poscrisis o luego de hospitalizaciones prolongadas, que permite el desarrollo de procesos terapéuticos orientados a fortalecer a las personas para que puedan adquirir y/o recuperar hábitos perdidos de convivencia social y familiar, que pudieron haberse alterado por la hospitalización, por la propia situación de crisis y/o la evolución del trastorno”.

El equipo técnico está conformado por una licenciada en Enfermería, Elena Cesar, que es la referente y concurre de lunes a viernes, y por una psicóloga y una trabajadora social, que tienen cinco horas de trabajo en la casa. Trabajan cinco auxiliares de Enfermería (cuatro por turno de seis horas y una quinta cubre los libres) y una auxiliar de servicio, que va por cuatro horas y limpia algunos espacios comunes (de otros se ocupan los residentes).

El día a día

La casa tiene varios espacios: dos dormitorios –uno de varones y uno de mujeres– dos baños, una cocina, un comedor y un patio interno; las funcionarias tienen un espacio de trabajo que incluye dos consultorios y un tercer baño. El comedor tiene una gran mesa que oficia de lugar de reunión, no sólo para las cuatro comidas diarias. Al costado, hay un escritorio pequeño que es el puesto de la enfermera de turno quien, aun sin moverse, alcanza a ver lo que ocurre en la cocina y en el patio.

Jesús en su cuarto.

Foto: Mariana Greif

Los residentes suelen levantarse antes de las 9.00, se duchan y luego desayunan. Las camas se ordenan de mañana; los cuartos son más bien sobrios y los lockers, las camas y las sábanas son similares a los de los centros de internación de ASSE. Al comienzo, la comida era elaborada en el hospital y desde allí se traían las viandas; hace tres años se dio un paso más en la autonomía: los insumos llegan del hospital, pero la comida es preparada por los residentes.

Se hacen asambleas quincenales –a veces son semanales– y en ellas se acuerda la organización de las tareas de la casa: “En la asamblea se trata quién limpia la grasera, quién cocina, quién tira la basura, quién limpia en el dormitorio, el baño de las mujeres, el baño de los hombres, el cuarto de los hombres, el comedor, tender la ropa”, relató Lucía. Además de los residentes, participan el equipo técnico y la enfermera del turno. Natassja Orrego, psicóloga, contó que los estimulan a exponer lo que quieran, como por ejemplo situaciones que los incomoden. En una reunión que hicieron para mostrar cómo suelen ser las asambleas, mencionaron las molestias que suele haber, relacionadas a cuestiones diarias domésticas o de relacionamiento –“hay días en que te levantás con el pie izquierdo y contestás mal”, graficó Lucía–, pero también se comparten las fortalezas y reflexiones en torno al “ambiente cálido” que se vive, como lo catalogó Cristina, porque “esto es como una familia”, agregó Hugo, resaltando lo positivo.

Esteban y Hugo en la cocina.

Foto: Mariana Greif

Los designados por la asamblea se ocupan de preparar el almuerzo. Luego de comer, cada uno se lava su plato; algunos duermen una siesta. A media mañana y a media tarde, circulan por la casa, muchos de ellos pasan algunos ratos en la vereda y de tarde suelen ir a la plaza o a caminar. Algunos participan en talleres y Lucía va al liceo, pero la dinámica de actividades se vio muy limitada este año por la pandemia y todavía no se han retomado a pleno. Entre ellas estaban, también, los paseos, y muchos evocan los que los han llevado al puerto y a la playa. Hay quienes visitan a sus familiares; si tienen que ir al hospital, van solos. No tienen impedimentos para salir; eso sí, se acuerda la hora de regreso.

Carlos, carolino de 44 años, quien había llegado nueve días antes a la casa, contó sobre las diferencias de estar en la casa y en una sala de hospital: “Estaba en el psiquiátrico, en salud mental, y vine acá, estuve tres meses. Acá es mucho mejor que en salud mental; ahí había un buen compañerismo, me llevaba bien con todos, pero acá podés salir, fumar, ir a la plaza. Allá podía, pero me daban un horario”, relató. Cuando dicen “salud mental” así, a secas, se refieren a las salas de internación del hospital.

Jesús, Carlos, Esteban y Cristina frente a la casa.

Foto: Mariana Greif

Aprendizajes

Los y las usuarias consultadas señalan las ventajas de estar en una casa de medio camino, en comparación con el hospital. A las funcionarias, al principio, les costó. Graciela, una de las enfermeras, contó acerca del cambio de rol que significó pasar “de entrar a una sala, medicar, controlar y saber qué patología tiene [el paciente] y tratarlo, a tener que acompañarlo y guiarlo”. “A nosotros nos trajeron de una sala en donde teníamos casi 30 pacientes y con múltiples patologías a acá, donde todo se iba distorsionando. Cuando nos dijeron que ellos podían salir, tuvo bastante rechazo de todas las que estábamos, ¿cómo va a salir un paciente que está internado? Entonces tuvimos que hacernos primero a la idea”, explicó, y en seguida la psicóloga acotó que lo primero que tuvieron que entender era que la persona ya no estaba internada, y reafirmó el cambio de terminología: “pasó de paciente a usuario, de internado a residente”.

La capacitación fue paralela a la apertura de la casa; además del acompañamiento de los técnicos de Salud Mental de ASSE, las enfermeras viajaron a Montevideo para conocer las experiencias de la casa de medio camino del centro Benito Menni –con el que ASSE tiene convenio– y el Centro Diurno Sayago (ASSE).

Hugo lava los platos.

Foto: Mariana Greif

Fue un proceso desafiante, pero valió la pena. “Tuvimos la oportunidad de ver el avance, vimos lo que era el tratamiento allá, y cuando empezaron acá nos dimos cuenta de hasta dónde podemos llegar con cada uno de ellos; la diferencia es notoria”, dijo Graciela. Natalia, otra de las enfermeras, relató el caso de Cecilia, una muchacha de 30 años que en los años en que estuvo internada en el hospital era totalmente dependiente: “La madre iba todos los días al área cerrada a ducharla, le daba el café en la boca”. Cuando se fueron a la casa de medio camino, las enfermeras empezaron a incentivarla para que ganara autonomía: le enseñaron a regular la ducha, a juntar los implementos que tenía que llevar, y pasó a bañarse sola; también aprendió a hacerse el desayuno, a tenderse la cama y a colaborar con la limpieza. Luego empezó la preparación para el egreso, y se fue con todos esos hábitos incorporados; se fue a vivir con su mamá, que falleció poco tiempo después, y ahora vive con una tía. “Si no hubiera estado acá, ¿qué sería de la vida de Cecilia? Eso siempre me lo pregunté”, reflexionó Natalia.

“Las experiencias han sido espectaculares. Para nosotros es re importante. Al principio no creíamos que fuera a ser así porque era un modelo que desconocíamos; fue un desafío”, expresó Elena Cesar.

Hugo en su cuarto junto a sus compañeros.

Foto: Mariana Greif

Antes y después

Amalia, de 59 años, y Matías, de 20, pasaron por a Casa de San Carlos. Ambos le tienen afecto y cada tanto se dan una vuelta.

Matías y su madre, Rosario, que son de Maldonado, concurrieron el día en que la diaria visitó la casa; Matías se comunica poco con quienes no son de su familia, por lo que su madre narró parte de la historia: vivió nueve meses en la Casa de San Carlos, a donde llegó luego de estar casi un año y medio internado en la clínica API Los Robles, en Montevideo. Su madre narró el contraste: en Montevideo sólo podía visitarlo los viernes, “tenía pocas salidas, era todo rejas”; la casa le ofreció un ambiente “más familiar, más libre”. Matías volvió a vivir con su madre el 29 de noviembre de 2019 y durante el verano estuvo yendo dos veces por semana a las actividades en el centro El Jagüel, principalmente a cerámica; ahora está haciendo equinoterapia y espera poder retomar el resto de las actividades que se suspendieron por la pandemia. Cada vez que van a la policlínica en San Carlos, va a un carrito que queda cerca y se come un pancho; en la última visita a la ciudad no perdió la oportunidad.

Rosa.

Foto: Mariana Greif

Amalia vive con su hermana, en una casita que está en San Carlos, pegada a la de sus padres, y allí estaba antes de ir a la casa de medio camino. “Estaba muy deprimida, bipolar, no dormía, casi que no comía, y Alejandra, una enfermera amorosa, me decía: ‘Pero Amalia, ándate a la casita de medio camino’. Y yo le decía: ‘No, ahí me van a encerrar como a los locos’. Ella me decía: ‘No, estás equivocada, es una casita para salud mental, donde te van a ayudar’”, relató. Ella era empleada de una agencia de quinielas en Punta del Este, pero hacía más de un año que no podía levantarse para ir a trabajar; antes había estado tres meses internada en el sanatorio Mautone por estrés, y tiempo después había estado 20 días internada en el Hospital de San Carlos, pero esa última experiencia había sido muy mala para ella –por los problemas de relacionamiento entre las compañeras– y no era comparable al trato personalizado de “la casita” –como le dicen varios a la casa de medio camino–. En “la casita” las enfermeras –y un enfermero que trabajaba en aquel momento– la alentaban a que no se quedara, especialmente una que se llamaba Norma, a quien le agradece por su condición y por haberle enseñado a hacer alfajores, tarta de puerro, pascualina, e ingeniárselas para organizar los cumpleaños y que cada usuario tuviera su participación en la preparación de la torta. La convivencia al principio le resultaba difícil, sentía que había compañeras que la excluían, pero un día conversó con ellas y todo mejoró. Se empezó a sentir mejor, se sumó a salidas a la playa que hacían con el Centro Deportivo Municipal de San Carlos y empezó a ir a visitar a sus padres. “Después me fui recuperando y recuperando, me fueron sacando remedios hasta que un día yo dije: ‘Me quiero ir para mi casa’”, explicó. De a poco, se fue llevando sus pertenencias y egresó en agosto de 2018; desde entonces continúa en tratamiento pero vive en su casa. “El apoyo, el compartir con mis compañeros”, dice, fue lo que le hizo bien. ¿Qué le recomendarías a alguien que está pasando por una situación parecida? “Que se animen, que tomen ese camino, porque de ahí se sale. Poniéndole garra sales renovado, ves la vida de otra manera”, respondió.

Pesares propios y ajenos

Varios de los residentes de la casa vienen de años de desgaste y de luchas internas, que en varios casos se cruzan con abandonos y desamores familiares. “La gente ahí afuera me discrimina bastante, pero acá he logrado un apoyo”, contó Patricia. Lucía dijo que va al liceo y ve que las adolescentes “se te ríen en la cara”, y Cristina relató que le han gritado cosas horribles en la calle.

“Hay días en que no me sale nada bien, pero no me puedo quedar porque algo no me sale bien, tengo que superar eso, pasarle por arriba, seguir viviendo”, contó Lucía, que, como sacando fuerza, dice que de chica se crio “en el Iname”, el Instituto Nacional del Menor, lo que ahora es el INAU.

Los varones no relataron situaciones de discriminación, pero sí de sufrimiento, como lo hizo Hugo, monteador olimareño de 39 años. Trabajaba talando un monte en Pan de Azúcar cuando fue al Hospital de San Carlos y pidió que lo viera un psiquiatra porque “tenía alucinaciones, veía figuras de personas de ojos abiertos, estaba como bien mal de la cabeza. Nunca antes me había pasado”. Relató que ahora está más tranquilo. La Casa de San Carlos “para mí fue una cosa buena, porque yo había pensado hasta en suicidarme, no podía sacarme eso de la cabeza; todavía se me tranca la cabeza, de repente me queda en blanco, pero ahora vengo con fe y luchando a ver si me puedo mejorar, tengo coraje de salir”.

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