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Bosque latifoliado de planicie costero, en Rocha. Foto: Mauricio Bonifacino

Tres de los ecosistemas boscosos de Uruguay están en peligro de colapso

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La primera evaluación del estado de conservación de los bosques de Uruguay con criterios internacionales revela serias amenazas para ecosistemas históricamente “ninguneados”, pero de gran importancia para nuestra biodiversidad.

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Leído por Abril Mederos
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Uruguay es una penillanura suavemente ondulada. Lo sabemos gracias a generaciones y generaciones de maestros y maestras, y también por observación directa. No tenemos cordilleras imponentes, pantanales extensos o esas selvas exuberantes con las que se asocia generalmente a Sudamérica (excepto si hablamos del Uruguay de las películas de Steven Seagal). Si bien nuestros bosques son, por lo general, de extensión pequeña y poco impresionantes, son esenciales para nuestra biodiversidad.

Junto con las formaciones de matorrales, sirven de hábitat para un gran porcentaje de flora (91% de las leñosas) y de fauna. Por ejemplo, según un relevamiento realizado por investigadores de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República en 2015, son usados por 38% de los anfibios, 89% de los reptiles, 89% de las aves y 91% de los mamíferos, lo que incluye a varias especies amenazadas. Además, son importantes corredores biológicos, brindan servicios ecosistémicos (protegen el ciclo hidrológico) y previenen la erosión del suelo y la contaminación de los cursos de agua, entre otras bondades. Pese a su importancia (y a que están protegidos por ley), los bosques nativos están hoy rodeados, sometidos a la presión de las invasiones biológicas y el avance de la frontera agrícola-ganadera, entre otros factores.

Para peor, sabemos muy poco de ellos y carecemos de una evaluación de su estado de conservación, lo que es un problema a la hora de tomar decisiones. Nos referimos a ellos con sus nombres comunes, como bosques ribereños (fluviales o de galería), bosques serranos y de quebrada, bosques costeros (o psamófilos), bosques parque y palmares, pero no los tenemos clasificados en forma científica y comprensible para cualquier persona que estudie ecosistemas boscosos en otra parte del mundo.

Muchas de estas cosas estaban en la mente de la bióloga venezolana Alejandra Betancourt, que vive desde hace cinco años en Uruguay, al momento de pensar qué aporte podía hacer al país en materia de conservación. Aunque ya venía de trabajar en clasificación de ecosistemas boscosos, Betancourt no comprendía a qué se referían los uruguayos cuando le hablaban de los “montes nativos”. Se imaginaba “un lugar de pasto seco y bastante feo”. O no comprendía qué querían decir exactamente cuando le mencionaban los bosques parque o “mar de piedra”.

Imagínense: es como si le contáramos a un venezolano sobre el cuervo de cabeza roja –sin mencionar nunca el nombre científico– esperando que entienda que el animal al que nos referimos es un buitre y no un cuervo, aunque no tengan casi nada que ver. O que un venezolano nos hable del oripopo esperando lo mismo de nuestra parte.

Betancourt discutió algunos de estos conceptos cuando se reunió con el doctor en Ecología Alejandro Brazeiro, experto en bosques nativos del país, para darle forma a su tesis de maestría en Ciencias Ambientales para la Facultad de Ciencias. El objetivo que se plantearon fue evaluar el riesgo de colapso de los principales ecosistemas boscosos de Uruguay, pero hacerlo requería primero una tarea monumental: cartografiar la distribución de bosques del país y generar un primer mapa de tipos de ecosistemas boscosos, clasificados en forma sistemática y jerárquica, según criterios ecológicos.

El árbol y el bosque

Otra cosa que desconocía Betancourt cuando llegó a Uruguay es la limitada distribución de bosques en nuestro país, esa rareza en un mundo de praderas. Esa realidad se haría dolorosamente patente durante el engorroso proceso de cartografiar los ecosistemas boscosos, lo que hizo mediante fotointerpretación de imágenes satelitales, validadas con el uso de imágenes de alta resolución, datos de campo del Inventario Forestal Nacional del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca y del ex Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente.

El proceso para hacer una cartografía nacional fue bastante tedioso porque requirió sumar o modificar algunas cartografías hechas por otros (como Carolina Toranza o Schahiani Bortolini), e interpretar muy bien las imágenes satelitales para identificar bosquecitos pequeños o bosques parque, que son muy abiertos. Como ella misma explica, terminó “con los ojos cuadrados”.

El esfuerzo, sin embargo, valió la pena. Como la propia Betancourt aclara, la motivaba la idea de hacer “un trabajo que fuera un aporte para el país, que se use, se entienda y se mejore”. Concluyó que los bosques ocupan 969.151 hectáreas (4,93% de la superficie terrestre del país), y las sabanas arboladas y palmares 167.424 hectáreas (0,95%). Por “sabana arbolada” se entiende a las formaciones abiertas de pradera que tienen una cobertura arbórea de al menos 60%. En total, por lo tanto, tenemos cerca de 5,9% del país cubierto por ecosistemas boscosos y sabanas arboladas. Las forestaciones, por supuesto, no fueron consideradas. El siguiente dato no sorprenderá a nadie, pero Montevideo es el departamento con menor porcentaje de bosques (1,5%), mientras que Maldonado es el que posee un mayor porcentaje (17,5%).

Una vez sabida la cantidad exacta de tierras que ocupan los bosques en Uruguay, era necesario clasificarlos de forma ordenada. Para ello, usó el esquema de clasificación de ecosistemas recientemente desarrollado por Brazeiro (y en el que ella misma participó), que reconoce 15 tipos de ecosistemas boscosos y que está basado parcialmente en trabajos hechos en Brasil. Aquí es donde el asunto se vuelve enmarañado como bosque tropical (o subtropical, en el caso de Uruguay), porque nos obliga a abandonar la comodidad de los nombres comunes por un sistema más riguroso y mucho más difícil de recordar, aunque con más facilidad para trabarnos la lengua.

Para definir un ecosistema se avanza por niveles; es decir, se sigue un sistema jerárquico tal cual se haría con una especie. El primero, por ejemplo, describe la fisonomía de la vegetación. En este caso, ¿es un bosque o una sabana? Luego, un segundo nivel ahonda en los detalles. ¿Es arbolado, es un palmar, es latifoliado (vegetación con hojas anchas)? Un tercero define la pendiente del terreno (serrano o planicie, por ejemplo), y un cuarto la composición del suelo.

De esa forma, estamos en condiciones de contarles que el sistema boscoso con mayor superficie en Uruguay es el “bosque latifoliado de planicie vargedícola” (50,4% del total de bosques) y el menor es la “sabana palmar de planicie arenosa” (0,3%), lo que no es muy práctico para entusiasmar a alguien a dar un paseo o estimular el turismo, pero sí lo es, y mucho, para compatibilizar criterios a nivel internacional. Por cierto, el “bosque latifoliado de planicie vargedícola” incluye los montes de galería o ribereños, que están asociados a los cursos y los cuerpos de agua del país. La “sabana palmar de planicie arenosa” refiere a los palmares del oeste, tierra del Butia yatay, que sobrevive en parches arenosos muy intervenidos.

Resiste... ¿siempre al invasor?

Una vez identificados y clasificados los sistemas boscosos del país, Betancourt pudo encarar el objetivo central del proyecto: la evaluación del riesgo de colapso de cada uno de ellos. Aquí también hubo que aplicar criterios internacionales, en este caso los que utiliza la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) para evaluar los sistemas, similar a los aplicados para definir las listas rojas de especies.

Betancourt se centró en los dos criterios para los que hay información disponible en Uruguay. El primero es la “distribución actual restringida”, que pudo analizarse gracias a la clasificación realizada por la propia Betancourt, y que se basa en la premisa lógica de que si un ecosistema tiene muy poca distribución estará bajo amenaza, especialmente si es único para el país. En este caso también se analiza la evidencia de si hay o se estima que habrá degradación. El segundo es la alteración de procesos bióticos, que en Uruguay se hace patente con las invasiones de especies exóticas.

Para analizar este segundo punto se utilizó el archivo digital del Proyecto REDD+ 2020, de cobertura de especies exóticas invasoras en bosque nativo, que logró evaluar la invasión severa de dos especies temibles para el bosque nativo: Ligustrum lucidum y Gleditsia triacanthos (ligustro y espina de cristo para los amigos). Un trabajo futuro, por ejemplo, podría incluir un modelo de distribución potencial de estas dos especies –incluyendo factores climáticos y biológicos– para ver cómo podría seguir extendiéndose y cómo ello podría incidir en el riesgo futuro de los ecosistemas.

Sabana palmar de planicie en suelo limoso, en Rocha. Foto: Mauricio Bonifacino

Por supuesto que hay más especies invasoras y dañinas en nuestros bosques nativos, pero se tomaron estas dos porque son las más estudiadas y por el gran daño que provocan. Hablar de ligustro o gleditsia hoy, para quienes se preocupan por el estado de los bosques nativos, es como referirse a los matones del barrio, los acaparadores.

“A veces con las plantas hay una competencia sana, pero con el ligustro y la gleditsia esto no es así. Son parásitos, terminan invadiendo todo y no dan chance a que nada más crezca. Las especies nativas son más lentas, les lleva más tiempo, pero el ligustro es rápido y tiene una regeneración impresionante. Si a eso se suma la dispersión de las aves, tenemos una especie exótica invasora con una forma de reproducirse y crecer muy exitosa”, cuenta Betancourt. La urbanización, naturalmente, complica el tema. El ligustro y la gleditsia se usaron al comienzo con fines ornamentales, por lo que se expanden desde los puntos urbanos donde se plantaron originalmente.

Todavía no es tarde. El grado de invasión de ambas especies, aunque es muy importante, no es aún tan severo como para hacer ingresar por sí solos a nuestros ecosistemas boscosos en las categorías de riesgo de la UICN, aunque su expansión potencial a futuro puede cambiar esta situación (y el trabajo hace mucho hincapié en que se debe mejorar la evaluación y el control de los procesos de invasión). Distinta es la historia cuando hablamos de distribución restringida y evidencia de degradación.

Nuestros ecosistemas en riesgo

Tras aplicar los criterios de evaluación, el trabajo concluye que en Uruguay hay tres ecosistemas boscosos en riesgo de colapso: dos de ellos en categoría “en peligro” (EN, de acuerdo con la nomenclatura en inglés de la UICN) y uno “vulnerable” (VU). El colapso de un sistema, en este caso, implica la pérdida de sus rasgos característicos y su sustitución por uno diferente.

Los dos ecosistemas en riesgo son la “sabana palmar de planicie arenosa” y la “sabana palmar de planicie limosa”. Para ser más claros: los palmares del oeste, donde domina la palmera Butia yatay, y los palmares del este, donde reina la palmera Butia odorata. En ambos casos, además de una distribución muy limitada, inciden procesos amenazantes de escasa regeneración y poblaciones envejecidas, con afectaciones del suelo provocadas por la expansión agrícola y ganadera, además de procesos de tala ilegal y mal manejo de la palmera característicos de ambas formaciones.

A veces las palmeras se respetan, ya que su tala está prohibida, pero el ecosistema ya no existe como tal. “Un ecosistema no es sólo un conjunto de especies, sino la forma en que interactúan. Si la palmera está sola en un cultivo de arroz, eso ya no es un palmar. Queda sólo la distribución de palmeras, pero los procesos que formaron el ecosistema ya no están”, explica Betancourt.

Los palmares son sistemas antiquísimos (parecen relictos en realidad, apunta la bióloga) en los que casi no hay regeneración. “La poca que hay se la comen las vacas”, dice Betancourt. Los palmares del este tienen una mayor distribución que los del oeste, pero su regeneración es nula y están muy intervenidos por los cultivos que se hacen en la zona. Es ilegal cortar la palmera, sí, pero el problema es que no está prohibido intervenir el resto. Los palmares del oeste, mientras tanto, tienen como problema principal su escasa distribución y las dificultades para crecer por la intervención productiva.

El ecosistema catalogado como “vulnerable” es el “bosque latifoliado de planicie costero” (bosque psamófilo o costero), que está integrado por parches fragmentados frente a la línea de costa, con suelos arenosos y livianos. El bosque costero tiene una distribución pequeña, pero además otro gran problema que ya anticipa su nombre: está frente a la costa, una de las zonas de más atractivo del país. “Tiene mucha historia de intervención por ese hecho. Y a medida que hay más gente, se construye más y se expande la zona metropolitana, se lo afecta más. Tiene amenazas a futuro, porque la zona se va a seguir interviniendo. Muchas veces a estos bosques se los considera matorrales o arbustales, y se los interviene con más facilidad que si fuera un monte”, explica Betancourt. Además del turismo no sustentable y la expansión urbana, varios trabajos de investigadores han incluido entre las amenazas del bosque costero la expansión ganadera, la agrícola, incendios, fijación de dunas por especies forestales exóticas y la minería. Para peor, este es el ecosistema con mayor porcentaje de invasión de especies exóticas (más de 10%).Todavía resiste, pero sus perspectivas no son buenas.

En cuanto a los demás ecosistemas, fueron considerados como de “preocupación menor” (categoría LC).

Cambie si quiere ganar

El cuidado de estos ecosistemas no se soluciona incluyéndolos en áreas protegidas (lo que tampoco es nada sencillo de hacer). “Es difícil considerar todo un ecosistema como área protegida; al menos no parece viable que se vayan a tomar todos los bosques costeros como áreas protegidas”, señala Betancourt. Lo que quiere decir, básicamente, es que es muy bueno tener esa herramienta, pero no es una solución si “no se genera una cultura de cuidado de estos ecosistemas”.

“Hay que entender que un ecosistema es todo y hay que cuidarlo como un todo. Si no, va a seguir degradándose o se va a cuidar solamente si se encuentra dentro de un área protegida”, aclara.

Para buscar soluciones, primero hay que entender bien cuáles son los problemas, algo para lo que son útiles trabajos como este. Por ejemplo, explica Betancourt, entender que los palmares del este se tienen que cuidar de una forma diferente, que no se trata de conservar la especie sino el ecosistema. De otro modo, “se van a morir las palmeras antiguas y ya no habrá regeneración ni quedará palmar; pero entendiendo eso se pueden aplicar políticas para un cuidado más efectivo del ecosistema”.

Lo mismo ocurre con los palmares del oeste. “No se puede restringir el ganado 100%, porque hacerlo tampoco es beneficioso, pero sí podría hacerse un sistema parcial de restricción de ganado”, sugiere la investigadora.

Sólo más investigación permitirá determinar cuál es la mejor manera de cuidar estos ecosistemas, tan escasos pero tremendamente valiosos para la biodiversidad del país. Más en un sistema “que ha sido tan golpeado históricamente”, cuenta Betancourt. Hay muy poco bosque primario hoy en el país, producto de la intervención sostenida a lo largo de los siglos, la tala desmedida (especialmente en épocas de las guerras mundiales) y también cierta visión “un poco despectiva” sobre ellos. Como ya vimos, los hemos ninguneado un poco llamándolos “montes”, pero son ecosistemas boscosos hechos y derechos.

Un primer paso para cambiar esa perspectiva podría ser la creación de un libro rojo de ecosistemas, similar a los creados para especies de animales, algo que propone este trabajo. De esta forma, quizá podríamos empezar a ver no el árbol aislado, sino todo el bosque.

Tesis: “Evaluación del riesgo de los principales ecosistemas boscosos de Uruguay” (en desarrollo)
Autora: Alejandra Betancourt
Orientador: Alejandro Brazeiro.

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