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Una mujer en el campo de refugiados de Palanca espera por el autobús que la llevará a Rumania.

La frontera vacía

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Moldavia, el país más pobre de Europa, enfrenta una crisis humanitaria por la guerra en Ucrania. Allí estuvo el fotógrafo Israel Fuguemann, en una localidad que se adentra en el territorio ucraniano llamada Palanca.

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Esta punta clavada al sureste de Moldavia es un último suspiro en el mapa de este pequeño país: es un punto olvidado históricamente por todos los imperios, regímenes y bloques políticos e ideológicos que se han hecho con el poder en esta región. La ayuda humanitaria no falta, pero tampoco abunda. Moldavia no tiene los reflectores ni los recursos de otros países que acogen a personas desplazadas por la guerra en Ucrania, muy pocas miradas se detienen aquí.

Palanca, la frontera sureste de Moldavia, es el paso más cercano para quienes abandonan Ucrania desde Odesa, la tercera ciudad más grande de ese país y el puerto más importante de la región. Desde que comenzaron los ataques, el 24 de febrero, por parte del Ejército ruso, este pequeño poblado de Moldavia, con apenas 1.500 habitantes, ha visto llegar e irse desesperadamente a decenas de miles de personas.

Una mujer con sus hijos tras cruzar la frontera de Palanca, Moldavia.

Moldavia tiene aproximadamente 2,6 millones de habitantes y es el país que más desplazados per cápita ha recibido desde que comenzó la guerra. Hasta marzo habían sido unas 356.000 las personas que habían cruzado la frontera desde Ucrania; sin embargo, sólo la tercera parte se quedó en el territorio: los más optimistas —aquellos que creen que el conflicto puede acabar pronto— y los que tienen menos recursos económicos y no cuentan con más opciones que permanecer aquí, porque desde este punto el retorno a casa tiene menos kilómetros de distancia.

Después de cruzar los controles migratorios de este complejo fronterizo de oficinas con muros de concreto y ventanas con cristales polarizados que contrastan con la naturaleza más bien discreta del entorno, las personas desplazadas se topan con un territorio desolado, una frontera vacía. Tras las vallas de la policía fronteriza, sólo algunos voluntarios y un puñado de camionetas los esperan para transportarlos por una carretera salpicada por alguna que otra casa construida de una madera que muestra la arremetida del paso del tiempo.

Un hombre que salió de Ucrania recibe atención por parte de una organización humanitaria en la frontera de Palanca.

A tres kilómetros de distancia, sobre un terreno polvoriento, un conjunto de carpas casi siempre vacías soporta los embates de un viento gélido y punzante. Antes de comenzar la guerra, este era un campo de fútbol que de vez en cuando veía rodar la pelota. Ahora, en tan sólo unos días, el gobierno de Moldavia y la Unión Europea lo convirtieron en un campo destinado a recibir refugiados.

Este descampado es la primera parada de una larga travesía que apenas comienza después de haber abandonado Ucrania. La mayoría serán movilizados a otros países porque Moldavia no tiene la capacidad económica y de infraestructura para sostener a esta diáspora que ha llegado de manera repentina. Para quienes tienen la oportunidad de viajar más lejos, Europa Central es la mejor opción.

Una pareja viaja en uno de los autobuses que llevan a personas desplazadas con dirección a Rumania. Cada día salen autobuses de la frontera moldava que ayudan a las personas a continuar su viaje hacia Europa Central.

Los que han tenido la fortuna de llegar hasta este lugar se encuentran con decenas de voluntarios y voluntarias locales y con algunas organizaciones humanitarias internacionales que han improvisado módulos de atención. Además de los rostros de desolación que trae consigo la guerra, uno pude encontrar aquí alimentos, cobijo, atención médica, un poco de información y transportes para seguir alejándose de su país. A veces también una sonrisa, un gesto de bondad que haga creer que no toda la humanidad está perdida.

Las escenas son recurrentes. Mujeres, niñas, niños y adultos mayores escapan con lo poco que han podido reunir. Cuerpos cansados, caras desencajadas, miradas que se pierden entre la angustia y la incertidumbre. En el aire se siente el miedo, la sensación de vacío, de sentir que la vida se les escapa de las manos sin que puedan hacer nada para evitarlo, porque esas decisiones se toman a una distancia muy larga, no aquí, en esta frontera vacía en medio de nada.

Un autobús que transporta a desplazados por la guerra pasa por campos del sureste de Moldavia.

Resulta ilógico pensar que mientras la gente alrededor de este campo comienza a verse arando y metiendo mano a la tierra para sembrar vida, a tan sólo unos cuantos kilómetros cruzando el río Dniéster, que divide ambos países, sus vecinos han estado más cerca de la muerte que nunca.

La cortina de hierro remodelada

Formada en lo que fuera la antigua región oriental del Principado de Moldavia, la hoy República de Moldavia arrastra consigo una larga cadena de sucesiones de poderes. La más sobresaliente y la que ha definido el curso político de los dos últimos siglos sucedió cuando el Imperio ruso le arrebató al otomano el control de la zona, en el siglo XIX, para después reconocerla como Oblást de Besarabia, una figura administrativa de las periferias del Imperio ruso. Moldavia siempre ha sido una periferia.

Un bombero en un campo para refugiados improvisado por el gobierno de Moldavia y organizaciones humanitarias en una cancha de fútbol de Palanca.

Esta república independiente es más joven que muchos de sus habitantes: tiene apenas 30 años. Nació con el derrumbe de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, por eso aún se pueden ver vestigios e influencias del viejo régimen soviético desperdigados por todas partes: esqueletos de antiguas fábricas que ya no funcionan, maquinaria casi obsoleta, vehículos de manufactura rusa, muchos de ellos convertidos en chatarra, y decenas de edificios de arquitectura brutalista, el estilo que buscó homogeneizar a las antiguas repúblicas del antiguo “bloque de hierro”.

Aquí, el capitalismo llegó, pero no ha vencido del todo: sus habitantes, sobre todo los más viejos, los que crecieron aprendiendo ruso en las escuelas y el socialismo como una contrapropuesta al capitalismo de Occidente, siguen teniendo sus dudas con respecto a este modelo, que, a pesar de haberse insertado, no ha terminado de hacerlo totalmente, en particular fuera de Chisináu, la capital.

Centro improvisado de acogida para refugiados de la comunidad romaní ucraniana, en Gagauzia, Moldavia.

Dorin y Corina viven en Tudora, a siete kilómetros de la frontera de Palanca. Son propietarios de una pequeña pensión para turistas junto al río Dniéster y desde la cocina de su negocio se puede ver dónde comienza Ucrania. Los últimos días se han visto sobrepasados por la cantidad de personas que buscan un espacio para dormir. Desde que comenzaron con su emprendimiento, en la época de la pandemia, jamás habían estado tan solicitados. Llegan personas que huyen de Ucrania, voluntarios humanitarios y uno que otro periodista buscando un lugar para dormir. Al parecer, en la época del capitalismo, hasta una guerra puede ser una buena oportunidad de negocio.

Él es un tipo tímido, amable, más bien discreto, de cuerpo bien definido, rectangular: una auténtica heladera de ojos claros. Ella es bajita, de sonrisa fácil, simpática, bastante viva para los negocios. Él es un hombre de campo que mira con nostalgia la vieja época del socialismo. Prefiere la tierra y su tractor. Ella se ha adaptado bastante bien a la época que trajo consigo la apertura de su mundo al de Occidente. Fabrica telares, pero su verdadera pasión son el canto y la música tradicional de su pueblo.

Con la llegada de la primavera, un granjero de Tudora, en el sureste de Moldavia, comienza a preparar la tierra para la siembra en su chacra sobre el río Dniéster, en la frontera con Ucrania.

Dorin no reniega, pero dice que en la época de las tiendas de raya tampoco estaban tan mal. “Nunca faltó la comida”. Corina prefiere los nuevos tiempos. Su capacidad de acción la coloca muy por encima de la media económica de su pueblo. Ambos pertenecen a un sector de la sociedad moldava que, a pesar de estar muy lejos de la riqueza, sin duda supo aprovechar las oportunidades y las circunstancias del libre mercado de la oferta y la demanda.

Desde su independencia, ya sin el apoyo económico de Rusia, Moldavia ha tenido que luchar sus propias batallas: pobreza, corrupción, falta de empleo y un nivel de vida bajo en comparación con sus vecinos. Incluso hubo una guerra civil de casi tres décadas sin resolución en la región prorrusa de Transnistria, autodeclarada independiente, que no es reconocida por la Organización de las Naciones Unidas.

Dorina trabaja juntando heno en el terreno de su posada junto al río Dniéster, que divide Ucrania y Moldavia, en Tudora, Moldavia.

La economía de Moldavia está entre las más pobres de Europa: un gran número de moldavos en edad productiva ha tenido que emigrar a otros países de Europa buscando las oportunidades que aquí escasean; esto convierte al país más que en un destino deseado, en uno obligado, una parada necesaria para quienes escapan del conflicto bélico disputado en el territorio ucraniano.

Los que se quedan

Antes de arribar a este viejo edificio que ha sido improvisado como centro de acogida para refugiados, en el pueblo de Congaz (en la región autónoma de Gagauzia, al sur del país), Lilia cruzó la frontera por Palanca, a 145 kilómetros de distancia. Sin una idea clara de a dónde podía ir, una vez en territorio moldavo, una ONG ubicada en la frontera la colocó aquí, en esta antigua construcción en cuya entrada aún se erige una estatua con la figura de Lenin.

Inga, que salió de Odesa junto con su hija Yanika y su hijo Eugene tras los primeros ataques del Ejército ruso, vive como refugiada en casa de la familia de Dominica, que los acogió, en la localidad de Costeşti, a 20 kilómetros de Chisináu.

A los trabajadores humanitarios les pareció buena idea que los romaníes desplazados se mantuvieran juntos y casi siempre separados de los demás. En los distintos centros comunitarios con frecuencia se los puede encontrar así, en galeras apartadas donde la mayoría son romaníes.

A Lili le gusta Rusia, “pero no Putin”. Ella usa un vestido floreado, tiene la cabeza cuadrada, el cabello castaño claro y unos ojos color miel rasgados que se clavan en el vacío cuando habla de su hogar en Járkov, una ciudad del noroeste de Ucrania asediada por los combates, a la que evoca como si hubiese pasado una eternidad desde que tuvo que abandonarla junto con sus cuatro hijos.

Axana, en silla de ruedas, viajó desde la región de Járkov, en Ucrania, y se encuentra refugiada en la policlínica del poblado de Costeşti, donde Inna, la mujer que la lleva, trabaja como enfermera.

Han pasado algunas semanas y este, sin duda, es el período más largo de su vida. La guerra no sólo quebranta a las personas como Lili y los espacios físicos como su casa, también al tiempo. A pesar de la situación, algunos ucranianos que, como ella, se asumen como minoría étnica coinciden en que el conflicto pudo haberse detenido hace tiempo si se hubieran respetado los derechos y las diferencias culturales de lugares como el territorio del Donbás.

Los romaníes —también conocidos como gitanos—, a los que pertenece Lili, son un grupo étnico que conoce en carne propia la discriminación. Históricamente itinerante, han sido en diversas ocasiones segregados y estigmatizados, pero también son parte de esta diáspora multicultural de ucranianos.

Una mujer de la comunidad romaní en el centro para refugiados que el gobierno de la región autónoma de Gagauzia organizó para recibir a personas desplazadas por el conflicto armado en Ucrania.

Su esencia nómada y el arraigo a sus tradiciones y costumbres los han hecho marcar límites muy puntuales con el resto de los círculos sociales, ya que ellos tienen una cosmovisión distinta del mundo. No existe un dato oficial, pero según organizaciones como la fundación Secretariado Gitano, en Ucrania habitan cerca de 400.000 romaníes.

Lili intenta pasar los días tranquila junto a su familia y agradece la ayuda que ha recibido, pero prefiere mantener distancia de los discursos políticos. No obstante, la zozobra de no saber cuándo podrán retornar a su país la sitúa en una especie de limbo emocional que ondula al ritmo de las negociaciones entre los gobiernos de Kiev y Moscú, a cientos de kilómetros de distancia. Sabe que cuando vuelva, Ucrania y su hogar no serán los mismos y tendrá que iniciar un proceso largo de reconstrucción en muchos sentidos.

Tatiana en la habitación de un complejo turístico de Costeşti donde se refugia junto a su familia. Huyeron de la ciudad de Odesa el 24 de febrero, después del primer ataque del Ejército ruso a la ciudad.

Primavera que no llega

La cercanía de Moldavia con el conflicto armado de sus vecinos del este ha conseguido que la recesión económica que comenzó con la pandemia se haya prolongado. Su economía depende en buena medida de importaciones y exportaciones que tiene tanto con Rusia como con Ucrania, dos de sus principales socios comerciales.

El incremento en los precios del gas suministrado desde Rusia y la falta de los granos enviados desde Ucrania son algunos de los factores que han encarecido la vida de los moldavos. Según datos del Banco Mundial, 47% de la población de Moldavia vive con menos de cinco euros al día, la cifra más baja de todos los Estados de Europa. Pero estos números sólo cobran sentido cuando se viaja por el interior del país.

Lili en un centro de acogida para refugiados del poblado de Congaz, en la región de Gagauzia, al sur de Moldavia. Huyó junto con sus cuatro hijos después de los ataques del Ejército ruso a su pueblo.

Moldavia sigue siendo mayoritariamente un país agrícola, aunque tiene una pequeña porción de tierra en comparación con sus vecinos (apenas 34.000 kilómetros cuadrados de extensión atrapados entre Rumania y Ucrania, cinco veces menos que Uruguay). A pesar de estar a tan sólo dos kilómetros de la costa del mar Negro, Moldavia sólo recibe la brisa que viene de este, pues no tiene salida al mar. Desde que consiguió su independencia, quedó impedida de comerciar vía marítima sin necesidad de intermediarios, algo que ha limitado su desarrollo económico.

En el campo, las personas con menos recursos económicos siguen siendo las más afectadas desde que comenzó la guerra. Entre las pocas oportunidades de empleo y la incertidumbre política y económica que gobierna los días en la región, las personas parecen haberse habituado a vivir en una eterna crisis sin final aparente, tan larga como los inviernos aquí.

Stefania en la pequeña porción de tierra que usa para sembrar vegetales cuando es temporada, en el poblado de Congaz, al sur de Moldavia, una región autónoma. Allí la mayoría de las personas viven en condiciones de precariedad.

La primavera llegó, según el calendario, pero los árboles y la tierra parecen resistirse a ella. El verde está queriendo dejarse ver, pero el frío y la sequía no lo dejan. El invierno se hace tan largo cuanto puede: apenas unos cuantos destellos se asoman sutilmente como pelaje sobre estas llanuras de la Europa Oriental. Al parecer, este es el este, la fachada más triste de Europa, una región atrapada entre dos actores antagónicos, casi siempre olvidada.

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