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Quiere soplar un viento del norte

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En un artículo firmado por Bonifacio de Córdoba y publicado en El Observador hace unos días se sostiene que la palabra populismo no debería cargar el sentido despectivo que hasta el mismísimo diccionario de la Real Academia Española le atribuye. Porque a fin de cuentas, ¿a quién que esté en política se le puede reprochar que quiera atraer para sí la simpatía de las clases populares?

Lo malo, según el articulista, no es el populismo, sino su sesgo: hay populismos conservadores y populismos progresistas. Por razones que dice no tener tiempo de argumentar, pero que remiten a su convicción cristiana, De Córdoba asegura que los populismos progresistas son malos para la sociedad (incluso si quieren hacer el bien), mientras que los populismos conservadores, incluso “a pesar de algunos aspectos negativos”, son beneficiosos “para la sociedad en general, y para las clases populares en particular”. Es que, dice, hay “un orden moral objetivo, una ley moral natural” que los progresistas no están dispuestos a respetar, porque son muy de relativizarlo todo.

Yo creo que hay que reconocerle a Bonifacio de Córdoba su meridiana claridad para explicar la diferencia sustancial entre un conservador y un progresista (me valdré, por el momento, de sus categorías): mientras el primero cree que el mundo está bien por definición, porque así fue dado directamente de las manos del Señor (o porque así lo quiso la naturaleza, que para el caso es lo mismo), el segundo cree que las cosas no están necesariamente bien cuando son injustas, y que para modificarlas existe la política. Para el conservador, lo político no existe: es apenas el formato jurídico e institucional del que se vale el orden natural para protegerse y perpetuarse. El progresista, en cambio (odio la palabra progresista, pero insisto en que estoy manteniendo las categorías del articulista), en su afán de ir contra natura, no vacila en criticar las estructuras institucionales que le parecen injustas o abusivas (ni en derribarlas, si fuera menester).

Hace unos meses, la prensa brasileña ofreció un contrapunto entre dos juezas jóvenes (Fernanda Orsomarzo, de la Vara Criminal de Quedas de Iguaçu, estado de Paraná, y Ludmila Lins Grillo, del Tribunal de Justicia de San Pablo) en torno al concepto de meritocracia. A través de su cuenta personal en Twitter, Fernanda Orsomarzo había manifestado su desacuerdo con la idea de que son los méritos los que determinan la posición de una persona en la sociedad. Aunque admitía que había llegado a ser jueza porque dedicó mucho tiempo al estudio y sacrificó descanso, reuniones familiares y diversión, también reconocía haber venido al mundo con unas cuantas ventajas: “En primer lugar, nací blanca. Soy parte de una típica familia de clase media. Estudié en escuela privada, fui a cursos de inglés e informática, tuve acceso a películas y libros. He contado con padres presentes y preocupados por mi formación. Nunca me faltó desayuno, almuerzo y cena. Nunca me preocupé por la comida o el material escolar”, decía. Observaba a continuación que para muchas personas la vida no es un camino con obstáculos, sino un permanente obstáculo que impide abrir cualquier camino. “El discurso basado en la meritocracia exime al Estado y carga en los hombros del individuo todo el peso de su omisión y de la falta de políticas públicas. La meritocracia naturaliza la pobreza, encara con normalidad la desigualdad social y produce olvido; quien defiende esta falacia no recuerda que contó con numerosas ayudas para llegar donde llegó”, terminaba.

Al cruce de esta declaración salió Ludmila Lins Grillo, para decir que su colega, que integra la Associação Juízes para a Democracia (que la paulista describe como “de corte marxista”), “estimuló la rebelión en miles de personas” y que ella, en cambio, no haría eso. Nunca estimularía la rabia contra “un ente abstracto y sin rostro como ‘el Estado’”.

Lins Grillo contó que, así como Orsomarzo, ella también trabajó mucho para ser jueza, pero que, en cambio, no tuvo tantas facilidades. “Vivía en el suburbio de Río de Janeiro, en el barrio de Olaria. No tenía vista al Cristo Redentor sino al Complexo do Alemão”. Una vez recibió un tiro en la pierna estando dentro de la escuela. Cuenta que cuando escuchaba que empezaban los tiros se metía en la cama con un libro. Nunca perdió tiempo en victimizarse, dice. Incluso en los largos e incómodos viajes en el transporte público, ella iba estudiando. Más de una vez le tocó ver escenas de violencia en los barrios bajos, pero a pesar del terror, se encomendaba a Dios y mantenía su objetivo siempre presente. No perdía el foco.

Así que, al contrario que Orsomarzo, Lins Grillo sostiene que las ventajas de las que habla su colega no son necesarias: es posible empezar de cero y llegar a la meta. No hay que esperar nada del Estado: “¡Levántese! ¡Hágalo usted mismo! Come on!”.

Brasil, afirma Lins Grillo, es un país sin castas. Cualquier rico puede empobrecer y cualquier pobre puede transformarse en rico. Lo que se necesita es optimismo, voluntad y fe. “Esa es la meritocracia que tanto irrita a Fernanda. Y claro que existen desigualdades sociales; y lamento informar: siempre existirán”, admite. Pero sin victimizarse, se puede. Cualquiera puede.

Entre estas dos visiones (la que admite que hay diferencias estructurales que marcan la trayectoria de las personas y la que, en cambio, insiste en que con fe y voluntad puede lograrse cualquier cosa) se juega todo en términos de vida en común. Alguien que acepta el orden natural del mundo (alguien conservador) coincidirá con Lins Grillo en que lo importante es mantenerse en foco sin distraerse. Si suenan tiros, meterse en la cama y seguir estudiando. Si hay violencia, miseria, injusticia, encomendarse a Dios y avanzar sin mirar a los costados. Si el Estado es indiferente u omiso, ignorarlo. Lo único importante es avanzar. Siempre, a cualquier costo, avanzar. Salir del barro, aunque sea pisando sobre las cabezas de los que no tienen ni el temple ni la determinación para salir.

Por supuesto, no se puede creer que baste con nacer con privilegios para mantenerlos: la historia está llena de tarambanas que despilfarraron enormes fortunas, y también de algunos bien nacidos que se desentendieron de sus comodidades y se entregaron a hacer del mundo un lugar mejor para más personas. También es bastante razonable pensar que la voluntad y el esfuerzo son necesarios para alcanzar objetivos.

Esas obviedades, sin embargo, suelen ocultar el núcleo político (moral, incluso) del asunto: hay dos formas opuestas de entender la vida en común. Hay una perspectiva según la cual el bien común es meta y responsabilidad colectiva, y hay otra que, en cambio, entiende que la meta es el éxito personal, y que la responsabilidad del resultado es exclusivamente propia. Por lo general, los que defienden esta última posición son los que ya están del lado bueno de las cosas, pero, justamente, una de las ventajas de estar del lado bueno es que se puede proyectar sobre los demás la propia visión del mundo.

Digámoslo más claramente: el que tiene el poder es el que inocula sus propios principios y deseos en los otros, el que consigue convencer al muerto de hambre de que podría ser un triunfador si mantiene sus objetivos a toda costa y no pierde la fe.

Contra todo lo que se dice acerca de la hegemonía cultural de la izquierda, temo que atravesamos una época en la que demasiadas personas están dispuestas a creer que pueden tener éxito en lo que sea si se lo proponen en serio. Claro que eso no es verdad, pero el individuo que no lo logre cargará la frustración y la culpa sobre sí mismo, y ese desconcertante fracaso se transformará en miedo, inseguridad e incertidumbre. Sin pensamiento político, el individuo será una molécula dispersa en el viento negro del destino.

Es bueno tenerlo en cuenta siempre, pero es urgente saberlo en estos días. Porque “quiere soplar un viento del norte”, como decía uno que ya se murió, y hay demasiadas partículas sueltas, abandonadas en el aire.

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