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Ilustración: Ramiro Alonso

Gente de bien

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Los hechos, tal como fueron contados por los protagonistas, ocurrieron el sábado. Un joven de 18 años salió de la casa en la que está pasando las vacaciones con su familia y a los pocos metros fue atacado por sus propios vecinos de al lado, convencidos de que se trataba de un ladrón. No voy a reconstruir toda la peripecia porque ya fue suficientemente repasada en los medios de comunicación y, antes que nada, en el texto que el propio padre de la víctima puso a circular por las redes sociales, con la esperanza de que el asunto no pasara inadvertido entre tantos episodios de violencia pública y privada a los que asistimos continuamente y cada vez con menos capacidad de reacción. Digamos solamente que la familia del joven atacado hizo la denuncia, que una patrulla se presentó en el lugar, y que entre las cosas que las víctimas tuvieron que escuchar de la Policía estuvo que había sido una confusión y que un error lo puede tener cualquiera. Desde entonces, y a partir de la difusión viral de la denuncia pública hecha por el padre, los titulares no han parado de repetir que un joven fue agredido porque lo creyeron un ladrón.

Ya transcurridos algunos días, empiezan a aparecer testimonios de otros vecinos que dicen que el joven golpeado era tranquilo, que nunca dio problemas, que la zona no está siendo azotada por una plaga de delitos y que no sabían nada de que se hubieran producido robos en esa fecha. Nadie parece preocupado por el detalle de que aunque hubiera habido un ladrón, aunque el chico atacado no hubiera sido el vecino de al lado, aunque hubiese sido alguien que no veranea en la zona, e incluso si hubiese sido un ladrón, nadie, absolutamente nadie tiene potestades para empujarlo, perseguirlo, atropellarlo y tratar de cazarlo como si fuera un animal salvaje que se acaba de comer al perro. No existe tal derecho en nuestro país. Incluso hoy, cuando el concepto de la defensa propia ha sido estirado y forzado hasta los límites de lo razonable, no hay manera de justificar la cacería callejera de personas. Sin embargo, se insiste en la confusión. Uno de los agresores aparece en televisión, interrumpiendo la entrevista que se le está haciendo al padre del agredido, para proclamar su indignación por el tratamiento que se le está dando al asunto cuando él, señor, señora, se confundió y pidió disculpas. Dice que no atropelló, sino que empujó con el cuatriciclo al muchacho. Pero lo que pasa, señor, señora, es que el muchacho había salido corriendo. ¿A quién se le ocurre correr, me querés decir?

El martes, cuando ya se sabía que los agresores habían sido emplazados y la Justicia investigaba el episodio, el abogado defensor de dos de los atacantes insistía en que hubo una “conducta desajustada” y en que lo importante ahora es bajarle los decibeles al asunto. Al fin y al cabo, no es para tanto: apenas el patoteo, las amenazas, la paliza, el empujón con el cuatriciclo (que no hay necesidad de llamar “atropellamiento” cuando hay tantas formas más delicadas de decirlo) y el reconocimiento de que hubo un error. “Acá hay chicos, nuestros defendidos son chicos, igual que el denunciante”, dice el abogado, aprovechando esa idea tan arraigada en la opinión pública de que un joven de buena familia es un chico hasta los 40, mientras que un infractor pobre es adulto desde que aprende a caminar. Destaca que se pidieron disculpas y que cree que hasta hubo “una intención de reparar el daño”. Es probable que se refiera a los 3.500 pesos que le ofrecieron al agredido para que se comprara otra gorra, puesto que la que estaba usando quedó estropeada. O tal vez a la oferta de pagar a la familia los días de alquiler restantes, así puede dejar la casa y salir de ese lugar que, evidentemente, no es el suyo.

Hace tres años, en febrero de 2019, Felipe Cabral, un grafitero que firmaba Plef, fue asesinado por la espalda y a distancia por un vecino cuando estaba sentado en un murito en Punta Gorda, en el frente de una casa abandonada. El asesino no fue juzgado por ese crimen, que sigue impune. En noviembre del año pasado, un hombre mató a su vecino porque lo confundió con un ladrón que andaba en la azotea. La discusión sobre la inocencia o responsabilidad penal del homicida se encuadra en la figura de la legítima defensa, a pesar de que el muerto, de 28 años, no estaba en el techo del matador, de 72. En 2011 hubo un caso especialmente siniestro de “confusión”: un hombre mató por error a su propia hija, al confundirla con un delincuente. La investigación fue archivada porque se consideró aceptable la hipótesis del error en el marco de una también aceptada idea de legítima defensa. Y estos son apenas algunos de los casos que me vienen a la memoria, exclusivamente protagonizados por civiles que entendieron pertinente defender algún territorio propio o próximo.

Hace ya casi diez años, en mayo de 2013, un indignado Roberto Canessa arengaba a los vecinos de Carrasco en nombre de la pública seguridad. Reclamaba el derecho a pedir identificación a las personas que no eran del barrio, y ponía como ejemplo a una gorda que había sido vista por la zona sin tener motivos aceptables para circular por ahí, lo que sin duda indicaba que estaba al servicio del delito. Eran los días en que se discutía la baja de la edad de imputabilidad penal, que terminó siendo rechazada en las urnas en octubre del año siguiente. Después de eso vino la campaña “Vivir sin miedo”, impulsada por Jorge Larrañaga, y tampoco alcanzó el respaldo popular, pero varias de las modificaciones que proponía fueron incorporadas al texto de la ley de urgente consideración aprobada a comienzos de este período de gobierno. De a poco, como quien no quiere la cosa y a pesar de las derrotas consecutivas en las urnas, la idea de que vivimos en la jungla y tenemos que defendernos ha ido calando hondo en la población. Las agresiones de individuos a individuos son cada vez más toleradas en nombre de la defensa propia, al mismo tiempo que cualquier acción colectiva se ofrece como avasallante, peligrosa y potencialmente violenta.

Los agresores del sábado pasado repiten como un mantra que ellos son “gente de bien”. Que se equivocaron y pidieron disculpas, como hace la gente de bien. Tuvieron la mala suerte de que el agredido no era alguien sin acceso al lenguaje, a los medios, a la exposición pública. Podía haber sido así, podía haber sido un pobre infeliz cualquiera de los que un día sí y otro también tienen que pagar la “portación de cara” en cualquier espacio lindo y disfrutable. Seguramente no nos habríamos enterado. Y peor aún: podría haber sido alguien que, además de ser pobre, tuviera antecedentes, circunstancia que justifica cualquier abuso, cualquier acción intimidatoria. Podría haber muerto sin fiscal, sin defensa y sin juicio si hubiese sido un ladrón, porque a un ladrón, señor, señora, se lo puede matar si está a la distancia apropiada, y si está un poco más lejos siempre se puede decir que hubo un error de percepción producto del miedo, de la inseguridad espantosa que se vive, de lo atrevidos que son los pichis.

Es verdad que estamos viviendo una época violenta y peligrosa, pero es porque enfrentamos la más peligrosa y brutal de las violencias: la de la gente de bien.

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