La crisis financiera de 2007-2010 cayó sobre los trabajadores estadounidenses -y por contagio sobre los de casi todo el mundo- como una plaga bíblica, una maldición de motivos inescrutables pero con efectos claramente sensibles y dolorosos. No es de extrañar que varios documentales hayan intentado explicar, en términos populares, las causas de una crisis anunciada en algunos círculos pero inexplicable en el ámbito de la calle, donde las víctimas pasaron, en cientos de miles de casos, de una estabilidad conseguida a fuerza de sudor y lágrimas al desempleo, sin que la calidad de su trabajo (o incluso la demanda de éste) tuviera nada que ver con su pérdida. Las aproximaciones para explicar esta debacle han ido desde las explicaciones más bien sentimentales e ideológicas, como la irregular Capitalismo: una historia de amor (Michael Moore, 2009), a las de tipo más histórico y personalizado, como la brillante -y premonitoria- Enron: The Smartest Guys in the Room (Alex Gibney, 2005), pero la tarea de realizar un examen más sistémico -y a la vez comprensible y entretenido- parecía algo imposible de llevar a cabo por lo abstruso y árido del tema.

Charles H Ferguson, quien tenía como antecedente en la dirección otro documental político -No End in Sight, de 2007, sobre la ocupación estadounidense de Irak-, se ganó el Oscar a Mejor Documental de este año gracias a haber sabido realizar la tarea con claridad didáctica y fluidez narrativa: Trabajo confidencial es diáfana -o todo lo diáfano que se puede ser cuando se reducen a nivel accesible operaciones muy complejas- a la hora de explicar el colapso de la mayor economía mundial y sus aliados, y hacerlo sin apartar la mira de lo económico.

Trabajo confidencial es un documental austero, sin mayores animaciones o golpes de efecto orientados a entretener a la audiencia, que se basa casi exclusivamente en entrevistas a defensores o a críticos del sistema colapsado. Entre las numerosas talking heads, Ferguson dedica su tiempo a explicar en forma sucinta lo que son las hipotecas subprime o el mercado de derivados, dando una idea general -y esencialmente realista- de estas entelequias creadas a partir de operaciones matemáticas de alta complejidad. Una complejidad en la que se refugian muchos de los tecnócratas entrevistados, amparados en un lenguaje sacerdotal y completamente arcano para el trabajador sin estudios académicos de economía, generado casi por completo en los tanques de pensamiento de las universidades privadas estadounidenses, motivo por el cual buena parte de los términos relacionados con la crisis son de raíz anglosajona y no tienen traducción al castellano (aunque esto tal vez sea mejor, teniendo en cuenta que una expresión como honour the debt -básicamente, “pagar la deuda”- se ha traducido con una literalidad de lo más servil como “honrar la deuda”, como si las deudas externas fueran algo “honorable”).

Pero Ferguson no se asusta del lenguaje económico y sus vericuetos, y consigue por momentos algunas joyas periodísticas. Lejos del estilo del que fue precursora Oriana Fallaci y que fue popularizado luego por CQC y por Michael Moore -es decir: confrontar a un entrevistado que se supone que es culpable con una afirmación impertinente y expuesta en forma agresiva hasta que éste “pise el palito” y pierda la compostura, lo cual en realidad rara vez informa de algo sustancial-, Ferguson -un hombre brillante, empresario de software con títulos de ciencia política y matemáticas, que además se asesoró con varios economistas independientes antes de comenzar sus entrevistas- interroga con educación pero firmeza -y siempre fuera del encuadre- a sus interlocutores, insistiendo en los mismos tópicos sin distraerse en la persona, concentrado absolutamente en las respuestas. De esa forma consigue “sacar” a varios de sus entrevistados sin caer nunca en la ofensa personal, o siquiera en la interrupción improcedente, evitando así cualquier tipo de empatía con éstos y reduciéndolos a un mutismo de inconfundible culpa. Sólo el hecho de ver a estos sacerdotes del lenguaje quedar sin palabras ante preguntas claras y bien formuladas vale el ver el documental, pero hay otras cosas interesantes.

De jueces y maestros

Más allá de su lúcido análisis de la burbuja hipotecaria y de la prolongada desregulación de los controles estatales a los bancos de inversión -los detonantes más evidentes de la crisis-, Ferguson dedica sus buenos minutos del documental a tratar un par de temas aparentemente laterales, sobre los que plantea algunas preguntas de asombrosa validez. El primero de ellos son las conexiones comerciales entre las agencias de calificación de riesgo como Standard & Poor’s y Moody’s -aquellas que mantuvieron al Río de la Plata conteniendo la respiración en relación a cuántos puntos más o menos de riesgo país otorgaban durante las crisis de 2001-2002- y los bancos de inversión a los que supuestamente evalúan, interrogándose acerca de cómo empresas cuyo capital estaba aposentado sobre paquetes de deudas de más que dudoso cobro podían seguir siendo calificados como AAA (la mayor y más segura de las calificaciones). Conexiones tan evidentes que sólo alguien con una fe de conmovedora inocencia podría considerar irrelevantes, pero que no parecen haber afectado en forma sustancial la credibilidad de las agencias de calificación.

El otro tema -aun más sutil, pero en el fondo más inquietante- son las relaciones contractuales entre los principales catedráticos de economía de las grandes universidades y los bancos de inversión y sus asociados. Ferguson se pregunta si el actual discurso único predominante en la academia económica no tiene una conexión directa con los simples intereses económicos personales de quienes lo defienden y difunden al más alto nivel pedagógico, consiguiendo momentos sublimes como cuando uno de los directores de la mesa de economía de Harvard queda patifuso y con la lengua hecha un nudo ante la simple pregunta de qué diferencia hay entre un catedrático de economía que defiende la desregulación de los controles de los bancos para los que trabaja y un catedrático de medicina que sólo recomendara las medicinas producidas por un laboratorio que le pagara sueldos como conferencista. Vamos, Ferguson, eso es como preguntar si no puede haber algo malo en que un secretario de Presidencia asesore legalmente a empresas en conflicto con el Estado...

En resumen, Trabajo confidencial no trata tanto de culpas y responsabilidades personales (aunque algunas figuras, como el siniestro y arrogante Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, parte del colectivo objetivista de la escritora Ayn Rand y principal ideólogo de las desregulaciones de los últimos 40 años- sobrevuele todo el documental) de la crisis, sino más bien de las convicciones que persisten, adjudicándoles a errores personales lo que son fallas (si se puede considerar “falla” un sistema de beneficios exclusivos de una clase social) del sistema en su totalidad.

El punto de vista no es alternativo ni marxista, sino más bien una óptica similar a la del economista Paul Krugman y su horror ante las concepciones de “economía zombie”, es decir, las que ya han demostrado estar muertas y podridas pero que siguen caminando y lastimando a gente.

“Trabajo confidencial” es una traducción muy pobre (aunque puede referir a algunos aspectos laterales del documental) del título original de Inside Job (trabajo interior); inside job es un término policial relacionado con los robos fraguados desde el interior de la empresa robada, y es un título muy explícito en relación a lo expuesto por la película. Porque en el fondo no se trata de nada muy complicado, sino simplemente de una serie monstruosa de robos producidos por ambiciones elefantiásicas y un sistema que las alimenta, refugiado en la dificultad -legal y lingüística- de identificarlos con la palabra “robo”.

Si algo se le puede reprochar a Trabajo confidencial es que su estricta concentración en lo económico abstrae un poco de sus consecuencias humanas y sus causas políticas. Ferguson comenta furioso que ninguno de los principales CEO de los bancos de inversión ha sido aún procesado a pesar de haber hecho evaporar los fondos de retiro de millones de personas y de haber reducido a la miseria, la locura o la muerte a otros millones. Esto, en realidad, no tiene una explicación economicista, sino más bien política y relacionada con el entramado de poderes e impunidades que se mueve por encima de las demostraciones epidérmicas de democracia. Algo de esto se intuye en el pesimismo con que repasa, al final del documental, la llegada de la administración de Barack Obama -con toda su promesa de cambios profundos- y su casi inmediata doblegación ante el sistema financiero, pero eso tal vez sea tema para otro documental. Tal vez, en un raro efecto introductorio con pocos precedentes en el cine, el momento más sensiblemente emotivo sea el prólogo, en el que se describe en forma sucinta el ejemplar caso de la economía islandesa, país con uno de los niveles de vida más altos del mundo y de mejor relación entre producción y entorno que de pronto se encontró literalmente vaciado a causa de los endeudamientos de algunos pequeños bancos locales -avalados por las casas matrices de bancos mayores y con el visto bueno de las calificadoras de riesgo-; en este caso la tristeza -y el contraste entre las imágenes de ese país bellísimo y su actual desamparo- se hace perfectamente sensible. Especialmente para uruguayos alrededor de cuyas cabezas giran nombres, excusas y explicaciones que vienen retumbando desde aquel feo 2002. Trabajo confidencial debe ser -sin dudas- clasificado como un documental, pero muchos lo sentirán como un film de terror en el que el espanto no desaparece al salir del cine.