Aunque la franquicia de El señor de los anillos se haya convertido en uno de los fenómenos comerciales y culturales más fuertes de la década, el género que se conoce como “fantasía heroica” en literatura y de “espadas y hechicería” en cine, no es precisamente algo que se respete mucho -a pesar de contar en cierta forma en su tradición e inspiración con obras tan canonizadas como las eddas poéticas nórdicas o toda la materia de Bretaña y las leyendas arturianas y de la consideración más que nada una rama literaria o cinematográfica sólo respetable para adolescentes tardíos que pasan sus fines de semana dedicados a juegos de rol o escuchando discos de Iron Maiden. Un prejuicio tonto, como todos, pero apoyado muchas veces en la persistente tontería que han demostrado sus ejemplos cinematográficos, al menos hasta la llegada de Peter Jackson y su ya mencionada adaptación de JRR Tolkien.

Pero ante todo es un género caro en términos de producción, por lo que los ejemplos televisivos son prácticamente inexistentes, salvando algunas series animadas generalmente infantilizadas en exceso o productos flojos y con abaratamientos evidentes como Xena. Sin embargo, la televisión por cable, que al contrario que el cine está pasando por un momento rozagante, está demostrando una capacidad de inversión mayor que en cualquier otro momento, particularmente HBO, que ya había exhibido presupuestos de producción dignos de cine con Boardwalk Empire y que decidió jugársela adaptando la primera de las novelas de A Song of Ice and Fire, del escritor George RR Martin.

La saga de Martin -aunque tiene algunas similitudes temáticas con la fantástica y abigarrada Trilogía de Lyonesse, de Jack Vance- tiene más en común con el trabajo de bajo perfil de la Terramar de Ursula K Le Guin o con el trabajo de Gene Wolfe que con los derroches de magia y monstruos de Tolkien o Robert E Howard, y prefiere las tácticas palaciegas a los hechizos o las razas extinguidas. Sus novelas giran alrededor del territorio imaginario de Westeros, una tierra similar a la Europa del Medioevo en la cual algunos elementos sobrenaturales alteran el permanente combate entre distintas casas nobiliarias. Este mayor realismo proviene de que Martin no sólo se inspiró en sus modelos literarios como los ya mencionados Tolkien o Vance, sino también de la historia de Inglaterra, particularmente la fratricida Guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a la Casa de Lancaster y la Casa de York entre 1455 y 1485. Esta guerra fue el origen de la Dinastía Tudor, en cuya historia se basó la exitosa serie del canal Showtime, Los Tudor, por lo que no es de extrañarse que llamara la atención de HBO, un canal siempre hambriento de ampliar su oferta creativa.

El resultado, luego de muchas idas y venidas, fue esta adaptación en diez episodios de la primera novela de Martin, A Game of Thrones (un juego de tronos), que HBO comenzó a emitir recientemente y que generó una enorme expectativa que ahora descubrimos que no era nada exagerada.

Un mundo extraño y conocido

El diseño de producción general de Game of Thrones tal vez no sea tan espectacular como el de los equivalentes genéricos de la pantalla grande, pero es una exquisitez de detalles largamente pensados. Un ejemplo es la magnífica animación que acompaña los créditos de apertura, que aparecen sobre el mapa ficticio de Westeros (los mapas imaginarios son un elemento casi indispensable de las novelas de fantasía heroica) mientras las ciudades y elementos naturales se van armando como piezas de relojería.

El vestuario no es menos elaborado, ya que básicamente consiste en lo que conocemos como la indumentaria clásica de la Edad Media en Occidente -con toques más mediterráneos y orientales para los pueblos del otro lado del Mar Angosto-, pero con sutiles diferencias que dejan en claro que no se trata de una reconstrucción histórica sino de una completa fantasía.

Game of Thrones presenta un mosaico de personajes tan numeroso como el de una novela de Emile Zola o de Honoré de Balzac -a su manera la fantasía heroica es una gran heredera del realismo/naturalismo francés decimonónico en su pretensión de recrear mundos enteros llenos de personajes de los cuales rara vez emerge un subjetivismo predominante-, y tan sólo la sucinta presentación de los principales hizo que los primeros capítulos fueran acusados de una excesiva dispersión -y que Game of Thrones sea una serie más bien difícil de enganchar si no se la ve desde el principio-, pero hay algunas figuras que sobresalen, particularmente los dos rostros más conocidos de la serie, ambos veteranos de notorias películas de espadas y brujería. El primero, y sin dudas el eje de la serie (por ahora) es el del Señor de Winterfell, Eddard Ned Stark, interpretado por el inglés Sean Bean, un actor fácilmente reconocible por su rol como el ambiguo Boromir en la saga de El señor de los anillos y cuya presencia elegante y recia lo hace ideal para este tipo de papeles -algo aprovechado para su papel de Odiseo en Troya (Wolfgang Petersen, 2004) o el de capitán cristiano en la oscura parábola medieval de Black Death (Christopher Smith, 2010).

Pero hasta ahora el show viene robándoselo el actor enano Peter Linklage (también inglés), quien interpreta al algo libertino y siempre inteligente Tyrion Lannister. Linklage -cuya primera aparición notoria fue en un papel hilarante en Muerte en un funeral (Frank Oz, 2007), había hecho del malhumorado y caustico héroe enano Trumpkin en Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian (Andrew Adamson, 2008), pero su rol como Tyrion -aunque tiene algunos parecidos superficiales- es radicalmente distinto. Antes que nada no se trata de un soldado perteneciente a una raza de enanos, sino del hijo subestimado de una incestuosa familia de nobles -los Lannister-, caracterizados por su belleza física y sus habilidades marciales. Tyrion en cambio suple su tamaño e incapacidad en la batalla con un intelecto notable y una gran capacidad irónica que lo ayudan a atravesar las intrigas entre las casas en disputa, interpretadas por Linklage con una dignidad que lo convierte en un inesperado antihéroe que se ha llevado hasta ahora las mejores escenas de la serie.

Alrededor de ellos hay decenas de personajes que juegan sus cartas prefiriendo la conversación y las artimañas a la batalla, lo cual puede ser frustrante para quienes esperaban un troll furioso o un dragón de letal aliento en cada capítulo. Pero aquí el conjunto de responsables -desde HBO hasta el novelista George RR Martin- ha demostrado una gran concepción del ritmo y la administración; las escenas de violencia brutal o de sexo (bastante fuertes, sobre todo teniendo en cuenta que se presupone un público adolescente en buena parte) no son raras, pero no son inevitables en los capítulos, prefiriendo ante todo el desarrollo de las relaciones -más de poder que afectuosas- entre los personajes, y la cuidadosa construcción de una épica de largo aliento. En este aspecto tal vez no haya mejor ejemplo que Game of Thrones de la recientemente descubierta capacidad de la televisión de llevar los ritmos de una novela a lo audiovisual, sin apuros y sin golpes de efecto obligatorios, prefiriendo un buen diálogo -de los que hay muchos y muchas veces excelentes en la serie- a una resolución veloz a golpes de hacha.

Tal vez esto, una virtud para quien suscribe, sea también la característica más molesta de la serie: los 60 minutos de cada capítulo se hacen muy cortos si se los ve de uno en uno, y la espera de una semana por el próximo puede ser algo excesiva, aun si se sabe que la temporada entera consta de unos escasos diez episodios. Pero bueno, si uno se siente así es porque está enganchado, aprendiendo las virtudes del consumo dosificado y de los placeres no inmediatos. HBO ya ha anunciado la adaptación de otra de las novelas de la saga A Song of Ice and Fire para el año que viene, y Martin ya ha publicado cinco (más dos que vienen en camino); suficiente reserva como para satisfacer a cualquier jugador de Warcraft o a cualquier amante de las buenas narraciones.