Harry Potter y las reliquias de la muerte: parte 2 culmina uno de los ciclos más asombrosos que el cine haya conocido: la más exitosa franquicia o saga de todos los tiempos, realizada a lo largo de una década en casi sincronía con las novelas de JK Rowling en las que estaban basadas (que merecerían su nota propia), manteniendo el mismo elenco y la misma producción y acumulando centenares de millones de fanáticos de las aventuras de un mago en su viaje de la infancia a la adultez.

Vale la pena repasar el periplo cinematográfico de Potter y sus compañeros y enemigos: Harry Potter y la piedra filosofal (2001) y Harry Potter y la cámara secreta (2002) -ambas dirigidas por Christopher Colombus- presentaron el universo mágico de Hogwarts, estableciendo las premisas del retorno del maligno Voldemort. Ambas son las más aniñadas de las películas (y de los libros) de la serie, no sólo por la temprana edad de sus protagonistas, sino también por un tono juguetón que recuerda en parte a los libros de Enid Blyton y sus detectives infantiles.

El siempre magnífico en lo visual Alfonso Cuarón cambió bastante aquel tono con la más siniestra Harry Potter y el prisionero de Azkabán (2004), tal vez la más extraña de las películas de la franquicia (entre otras cosas porque es la única en la que Voldemort no tiene una participación directa) y para muchos la mejor, aunque la apreciación posiblemente tenga más que ver con los lujos cinematográficos de Cuarón que con su capacidad para darle algo de emoción al asunto.

Harry Potter y el cáliz de fuego (2005) -dirigida inesperadamente por Mike Newell (Cuatro bodas y un funeral, La sonrisa de Mona Lisa), un director bastante alejado del género fantástico- ya presentó algunos de los problemas que aquejarían a los siguientes films; al tener que resumir sus 600 páginas en dos horas y media, Newell tuvo que apurar acontecimientos (el torneo alrededor del cual gira la novela) e intentar conmover al espectador con la muerte de personajes (en este caso, del compañero de Potter. Cedric Diggory) que apenas habían sido presentados. A partir de este film/novela, el tono se comenzó a volver más oscuro, aunque en ninguna de las obras subsiguientes volvieron a reproducirse algunos elementos de terror clásico y gótico que habían aparecido en la segunda y la tercera parte de la saga.

Harry Potter y la Orden del Fénix (2007) -la primera de las cuatro películas de Potter que dirigiría David Yates, y la primera en 3D ya tenía un tono marcadamente distinto al de las anteriores y es posiblemente el punto más bajo de la franquicia. Siendo la más corta de las películas del pequeño mago, es la que tuvo que comprimir en su metraje la más larga de las novelas (que además es la de trama más intrascendente e inconexa), lo que resulta totalmente incomprensible para quienes no estén muy familiarizados con este universo y falla por completo a la hora de transmitir algo de emoción a la muerte del padrino de Potter, Sirius Black, al mismo tiempo que no pudo reservarle un poco de espacio decente a la presentación de Bellatrix Lestrange (interpretada por Helena Bonham-Carter), uno de los personajes más interesantes del lado oscuro de Voldemort. Lo único que salvó a Harry Potter y la Orden del Fénix del desastre fue la gran imaginación visual de Yates y la introducción de la odiosa Dolores Umbridge (Imelda Staunton), que misteriosamente encontró espacio en este apretuje para desarrollar su carisma inquisitorio.

El problema de formato y longitud subsistía en Harry Potter y el misterio del príncipe (2009), pero este film estaba un poco más focalizado, con un clima nebuloso mejor logrado y menos personajes en movimiento. Sin embargo, daba algunas señales de agotamiento que no se habían percibido en los films anteriores. Era ya la hora de Harry Potter y las reliquias de la muerte y del final de la saga, antes que ésta muriera de aburrimiento y confusión.

La batalla final

Como se sabe, la última novela de Rowling fue dividida en dos partes para su versión cinematográfica. La idea puede haber obedecido al hambre monetaria, pero en todo caso fue una excelente decisión artística; convertida en una película de seis horas (pero ahorrándonos tener que verla de un tirón, aunque para ello haya que tener una memoria al menos pasable), Harry Potter y las reliquias de la muerte (parte 1 y 2) es la primera de la serie desde Harry Potter y el prisionero de Azkaban que tiene algo de aire para respirar o desarrollar personajes laterales.

No es de extrañar que las películas ya no dieran cabida a los argumentos de las novelas: la primera de ellas -Harry Potter y la piedra filosofal- tenía cerca de 300 páginas, la última, más del doble. El director David Yates, que había hecho todo tipo de malabares para comprimir los cada vez más mamotréticos libros de Rowling en un formato de unas dos horas y media, por primera vez tuvo espacio para incluir algunos espacios casi estáticos y bucólicos (tal vez demasiado en la extensa escena del bosque) en Harry Potter y las reliquias de la muerte: parte 1 (2010), que, a pesar de ser más agradable y serena que las películas que la precedieron, tenía algo de mero preámbulo de la conclusión ahora estrenada.

Y este final tan diferido no decepciona: todos los conflictos e interrogantes llegan a su término en la forma más estruendosa y dramática posible. Harry Potter y las reliquias de la muerte: parte 2 introduce un recurso que se había hecho desear a lo largo de la serie: una gran batalla épica y bien resuelta, cuyo tratamiento visual del estado ruinoso en que queda la escuela- palacio Hogwarts (así como el despliegue de luces mágicas en el cielo) remite inevitablemente a la Londres de la Segunda Guerra Mundial tras los bombardeos alemanes. Personajes que se habían vuelto borrosos, como Severus Snape (el genial y deliberadamente sobreactuado Alan Rickman, quien se gana una de las escenas más memorables de la saga), o que nunca habían ganado un espacio digno (Neville Longbottom) tienen su momento de gloria, y la sucesión de escenas cúlmines de gran dramatismo es sólo comparable con el final de la trilogía de El Señor de los Anillos, tal vez la única franquicia épica cinematográfica de tan alto impacto en la pasada década como la de Potter, y con la cual esta película final tiene varios puntos en común, desde la iluminación más clara y los colores de los espacios abiertos hasta las aglomeraciones de multitudes en la batalla de Hogwarts. Pero el punto esencial en común es su catarsis de lo acumulado a lo largo de la década; es más bien inútil discutir sobre su estructura algo asimétrica o de la diferencia de energía entre su primera mitad y la siguiente: los que vayan buscando emociones grandilocuentes, drama puro y heroísmo electrizante van a encontrar todo lo que quieren, así como lo que parece la clausura definitiva de esta aventura desmesurada.

El crecimiento mágico

La saga del hechicero Potter se cierra entonces con una de sus mejores películas, lo cual no quiere decir que sea una gran película, y de hecho ninguna de las ocho lo es. Tampoco ninguna es una porquería ni implica un descenso de calidad tan doloroso que, de tener la voluntad de hacerlo, obligue a saltearla al repasar la serie entera. En resumen se puede decir a favor de esta enorme (en todos los sentidos) franquicia que gozó -en parte gracias al férreo control de Rowling sobre las adaptaciones- de una unidad interna tan sorprendente como su lenta evolución y mutación, que acompañó el crecimiento biológico del elenco. Ése es otro de los puntos fuertes de las adaptaciones: la conservación firme del elenco, incluso de los roles secundarios, a lo largo de una década, haciendo corresponder casi exactamente en el tiempo el transcurrir y evolucionar de los personajes de las novelas con similares procesos de los actores que los interpretan. Hubo gran suerte (o talento) en el casting de la primera película, ya que cualquiera de los tres principales actores -Daniel Radcliffe, Emma Watson y Rupert Grintcrecieron bien (al menos para los intereses de la producción), manteniendo su carisma de niños al transformarse en adultos (algo extrañísimo en la historia del cine, jalonada de infantes encantadores que se convirtieron en adultos más bien desagradables).

En el debe de la saga queda la confusión de varias de las últimas películas, la recurrencia a estereotipos bastante previsibles, el débil intento -heredado de las novelas de introducir temas de importancia como el despertar sexual y el descubrimiento de la muerte sin gran olfato ni convencimiento, y los pésimos diálogos dramáticos -también herencia de las novelas-, que por comparación hacen pensar que hasta George Lucas escribía buenos parlamentos.

Pero es difícil juzgar una saga que, más que una acumulación de películas, se convirtió en un fenómeno cultural o, para ser más exacto, en el determinante cultural de buena parte de una generación de coetáneos de Radcliffe o Watson y que crecieron paralelamente con sus héroes. Hablamos de millones de ahora jóvenes a quienes Potter acompañó durante diez de los años más importantes de sus vidas, sirviéndoles (o no) como puerta de entrada a otros universos fantásticos del cine y de la lectura. De Potter habrán partido hacia los mundos de Ursula K Le Guin, de Jack Vance, de Lars von Trier, de Italo Calvino, de David Lynch, quién sabe, o se habrán convertido en unos pelotudos con un búho de peluche y una varita de plástico: todo es posible. En todo caso, ellos tendrán un referente en común, tal vez no brillante pero en definitiva digno, y un vínculo definido en la era de la dispersión. Hablar de películas es fácil, ver generaciones hipnotizadas, adquiriendo nuevos hábitos alrededor de una fantasía, es posiblemente un evento mágico.