En 2001 la película El último beso, de Gabriele Muccino, tuvo una excepcional repercusión internacional, en un momento en el que el cine de Italia, que tantas veces había sido uno de los más difundidos del mundo, estaba muy relegado. Eso parece haber estimulado toda una veta de comedias ligeras italianas sobre la vida sentimental de grupos de treintañeros de clase media.

En forma quizás algo tardía y fatigada, Patatrac se suma a esa tendencia, abordando la interferencia de los hijos chicos en la vida sexual de las parejas. El elemento unificador es Salvatore, un cineasta aficionado que decide entrevistar a parejas de conocidos de entre 30 y 50 años como él, que tienen hijos, y preguntarles cómo se las arreglan para hacer el amor, o cómo se las arreglan en lo que a veces parece una total imposibilidad, física y anímica, de hacer el amor (porque el nene se pone a llorar en el medio de la noche, porque no se puede hacer ruido, porque el cansancio lo impide, porque la madre se vuelca a la maternidad y parece mermar su apetito sexual, etcétera).

El film empieza en un parque aventura, y la narración en voz over adelanta el asunto: el momento en que una pareja tiene un hijo es un hito, un momento sin regreso, un cambio drástico. Salvatore y Dafne se tiran por sendas cuerdas, sujetos por ganchos, y mientras se deslizan la cámara enfoca sus rostros excitados y amedrentados, como en una montaña rusa. Hay un corte a negro y un ruido seco sincronizado con el título Patatrac: es como la onomatopeya de la catástrofe. La siguiente imagen es la de un niño chico, el hijo de la pareja, “resultado” del golpazo.

Nunca vemos a Salvatore junto a sus entrevistados, que siempre están en contraplanos separados. Miran a la cámara, pero sin pretensiones de hacer pasar esas imágenes por el video que se está filmando (hay cortes con cambios de valor de plano, pero el ángulo frontal se mantiene). Es como si estuvieran hablándonos a nosotros. Hay incluso una escena que, excepcionalmente, se sale totalmente del naturalismo, cuando Salvatore filma a su propia pareja y sin embargo aparece, como en todos los otros casos, alternándose y reaccionando desde atrás de la cámara a las cosas que él y su mujer dicen frente a la cámara. Las entrevistas van alternadas con escenas en que las parejas van ilustrando, especificando, en algún caso desmintiendo irónicamente, lo hablado. Las escenas están dispuestas, casi en forma pedagógica, en capítulos que muestran etapas de la crisis de pareja, como para propiciar el reconocimiento: tal cosa es igual a lo que me pasó, tal otra es igual a lo que le pasó a mi amiga Fulanita.

Aparte de las entrevistas a las parejas, hay tres individuales a profesionales del sexo: un sexólogo de tono algo pedante que se refiere a la sexualidad en forma aterradoramente poco sexy o tierna, una prostituta muy segura de sí misma, y una vendedora de juguetes sexuales. Esa gente es mostrada como algo exótico, una curiosidad por fuera de la vida “típica” de las cinco parejas, que son abrumadoramente normales, aseguradoras de la centralidad de la clase media en el universo cinematográfico, igualito que en el cine y la televisión estadounidenses predominantes. Son todos profesionales de clase media (psiquiatra, periodista, docente, abogado, etcétera). Pietro, el que tiene rasgos menos blancos (interpretado por el actor sardo Jacopo Cullin), es el único que parece ser medio ridículo, y da origen a escenas de comedia más gruesa, basada en esa sentimentalidad exagerada que asociamos al alma mediterránea, con gritos e improperios (y ta, es imposible contener la risa ante un buen y auténtico “cretino!” o “vaffanculo!”). Justamente Pietro, aunque no queda claro cuál es su trabajo, parece estar más cerca del proletariado; le gusta tallar madera, tiene una sala con herramientas, parece más simplón que los demás.

Como para dejar bien sentado que se trata de situaciones con deseo posible pero frustrado, todas las mujeres están físicamente divinas. No hay correspondencia de eso con la pinta de los varones, bastante más indistinta y dependiente de gustos personales, pero no generalizable como sex symbol. Es la belleza de la mujer la que señaliza la situación sexy, siempre es el varón el que manifiesta el deseo y la mujer la que se muestra malhumorada o fatigada. La muchacha del sensual entertainment nos muestra sobre todo objetos destinados al placer femenino, pero en la práctica la masturbación se ve como algo específicamente masculino. Hay un momento presuntamente chistoso en el que dos personajes están en problemas, él porque tiene que limpiar la casa, ella porque tiene que cambiar la rueda del auto: ja, ja, ja, se invirtieron los roles; qué loco. Se habla mucho de sexo, pero casi no se practica: esto podría ser lógico dado el tema de la película, pero aun la pareja que no tuvo hijos, supuestamente todavía muy sexuada, es más lo que da a entender a sus amigos y a nosotros que lo que concreta.

La película luce sensual y atrevida, pero es más bien pudorosa, aunque con un certificado de “madurez y modernidad” por hablar con tenue franqueza de lo que todos sabemos. No pretende ser inquietante; es decir, se supone que las parejas que asisten luego saldrán comentando similitudes con lo que vivieron o vieron vivir, y que a partir de ese entretenimiento se la recomendarán a los amigos. En esa mecánica es importante asegurar un marco de comodidad: se trata de una crisis a contornear, no se pone radicalmente en cuestión a la familia nuclear ni a la pareja en sí. Nadie le mete los cuernos a nadie, y esa posibilidad aparece exclusivamente del lado masculino (Dafne agarra a Salvatore a trompadas porque supone que se acostó con la prostituta a la que entrevistó). La excepción a todo eso es la pareja de Roberto y Paola: ella es la única mujer ya cuarentona, que descuida su atractivo, y además por su carácter es medio arpía; él no la va a bancar más y finalmente la cambiará por otra, más joven, una beldad más en el reparto femenino.