Desde fines de marzo, compitiendo en popularidad con la espera de la anticipadísima cuarta temporada de Game of Thrones, una pregunta se fue volviendo omnipresente entre los impecables productos de HBO: ¿Todavía no viste The Jinx? Resulta curioso cómo en el correr de seis episodios una miniserie documental despertó tanto fanatismo y anhelo por llegar al desenlace final. Uno suele percibir este tipo de reacciones, disputadas salvajemente entre los fanáticos que se quieren anticipar a las revelaciones y los puristas anti-spoiler, en piezas de ficción en las que, en lo que refiere a lo narrativo, el carretel de la cometa es mucho más largo. En esos casos, la realidad no está ahí para anticiparse o rebatir a tus pases de mago. The Jinx logra superar todas las expectativas, justamente porque la serie misma tuvo un papel transformador en esa realidad, al mismo tiempo que encontró una forma efectivísima para ser ella la que maneja los tiempos, y no al revés. Éste, justamente, es uno de los puntos candentes en cuanto a ética que se desarrollarán en esta nota.

The Jinx es la investigación de Andrew Jarecki (más conocido por el revolucionario documental Capturing the Friedmans) sobre Robert Durst, uno de los herederos de las mayores fortunas en bienes raíces de Nueva York, quien en 2001 fue capturado y posteriormente sometido a juicio por la muerte de Morris Black, un hombre de unos 60 años a quien un joven pescador encontró desmembrado en varias bolsas de nailon que flotaban en la bahía de Galveston.

Exceptuando el detalle de que el señor Durst era rico, la investigación no hubiera despertado tanto entusiasmo de no ser por el hecho de que en los años 80 ya habían circulado oscuras especulaciones en lo referente a la desaparición de su primera esposa. Kathleen McCormack se esfumó sin dejar rastro, y aun cuando muchas evidencias apuntaban a su esposo, la investigación quedó en un punto muerto. Al mismo tiempo, la muerte de Susan Berman, la mayor confidente del señor Durst, allá por el año 2000, también había vuelto a alborotar el avispero de especulaciones, al punto de que la fiscal Jeanine Pirro anunció un nuevo proceso de investigación que prometía, de una vez por todas, llegar a la verdad.

Entre todo este interés recargado, Durst desapareció temporalmente de la faz de la Tierra, tomando varios alias y viviendo disfrazado como una mujer muda, hasta que el caso del asesinato de Morris Black y su posterior captura por la Policía terminaron volviéndolo a colocar en el ojo del huracán.

Teniendo tanto material de interés, Jarecki realizaría en 2010 una pieza de ficción inspirada en la vida del magnate. All Good Things no brilló demasiado y tuvo una acogida blanda, tanto de parte de la crítica como del público, pero el film terminó interesando a la persona más imprevisible: el mismo Robert Durst. En una llamada telefónica, el empresario le dijo a Jarecki que parecía conocerlo mejor que nadie y que estaba interesado en ofrecerse para ser entrevistado y contar su versión de los hechos.

Andrew Jarecki ya tenía buenas credenciales para acercarse al terreno de investigación. Capturing the Friedmans había comenzado como un documental completamente diferente sobre la familia que le da nombre, y en el curso de éste condenaron al padre por poseer revistas de pedofilia, hecho que destapó una olla de grillos en las que comenzaron a imputársele numerosos casos de abuso sexual. La proximidad con que Jarecki pudo filmar el desmoronamiento familiar entre los juicios, acompañada por una empatía frente a los acusados y el registro de una sociedad que empezaba a encaramarse en una caza de brujas al borde de la histeria, no sólo funcionaba como un complejísimo crisol en el que la empatía del director hacia los retratados iba confluyendo con la nuestra, sino también despertaba más y más dudas sobre la finísima capa que separa la verdad de la mentira.

Este delicado estatuto de verdad y empatía es similar en el caso de Robert Durst, con un Jarecki que comienza haciendo el film intentando darle la palabra a su investigado, en una relación que va volviéndose, en alguna medida, de afecto. Sin embargo, Jarecki y los suyos comienzan a abocarse cada vez más en la búsqueda de información, lanzándose a una actividad detectivesca que culmina en el shockeante capítulo final,advirtiéndose a los lectores sobre inevitables spoilers.

Un elemento que injustamente se menciona poco en comparación con el agite extracinematográfico que generó la miniserie es su impecable trabajo de dirección de arte y edición. En el terreno documental las reactuaciones suelen ser vistas con cierto desdén, como si detentaran cierta ineficacia del director de lograr hacer hablar a la realidad investigada en sí, cuando no cierta herencia terraja de programas de televisión como Rescate 911. The Jinx, a diferencia de guiarse por unas actuaciones que funcionen como un colchón ficcional que permita enganchar emotivamente a los espectadores a la trama, opta por un estilo cuidadosísimamente formalista, sin jamás darles rostro a los implicados. La reconstrucción de la escena se maneja respetando al pie de la letra los informes policiales, pero al mismo tiempo estilizándolos a un nivel sublime: la caída en ralentí de Susan Breman desplomándose en el aire, la tenebrosa imagen de Durst, niño, viendo a su madre a punto de suicidarse en el techo de su casa, o la imagen inicial de una persona contemplando el mar donde se arrojó el cuerpo desmembrado. Todo se lleva con un pulso y una elegancia que retrotrae inevitablemente a The Thin Blue Line (La delgada línea azul, Errol Morris, 1988), donde las reactuaciones minimalistas también servían para meterse de lleno en otra investigación en la que el documental tuvo un rol fundamental.

La realidad superadora

The Jinx logra lo que todos estos films llegaban a bordear: ser él mismo el medio que presentaba pruebas irrefutables (nota: en los próximos dos párrafos se revelarán algunos elementos claves de la investigación).

El penúltimo capítulo de la serie había sido como encontrar petróleo a partir de un tiro en la tierra: el hijastro de Susan Brenan encuentra una antigua carta de Robert Durst que no sólo presenta la misma caligrafía de quien mandó una carta anónima advirtiendo a la Policía de su cadáver, sino que también presentaba el mismo error ortográfico a la hora de escribir la dirección (“Beverley” Hills). La conexión era imposible de esquivar y parecía mostrarse como prueba conclusiva, dejándose el último capítulo para el enfrentamiento del magnate con los materiales obtenidos por el equipo de investigación.

Casi como si fuese algo coreografiado entre Jarecki y la Policía estadounidense, un día antes de la emisión del último capítulo se capturó a Durst, quien había desaparecido nuevamente, intentando fugarse a Cuba. Algunos podrían señalar que aquello fue un spoiler, pero más que arruinar, intensificó el interés sobre lo que podía develar el cierre de la serie. En el encuentro con Durst, se le muestra el material irrefutable y luego de terminar la entrevista, Robert pide para ir al baño, sin saber que el micrófono colocado en su solapa sigue conectado. Ahí sucede algo por demás escalofriante: el personaje se aborda en un extrañísimo soliloquio en el que parece discutir consigo mismo, casi como si fuera un desdoblamiento de personalidad. La cámara sigue filmando parcamente el cuarto donde ocurrió la entrevista y entonces escuchamos a Durst diciéndose: “¿Qué diablos hiciste? Por supuesto, los maté a todos”.

Ni la más loca ficción hubiera pavimentado un final de tan perfecto cierre, con el tipo reconociéndose a sí mismo la autoría de los crímenes. Posiblemente el material captado por Jarecki, debido a los procedimientos legales, no pueda ser utilizado en la corte, pero reposiciona la cancha de una manera completamente diferente. De hecho, el material de caligrafía resultó decisivo para la detención de Durst por la muerte de Brenan, pero ahora se abre el terreno para investigar la desaparición de Kathleen, que sigue sin resolverse.

Más allá de lo concretamente investigado, el finísimo retrato de la persona detrás de aquellas tres muertes abre espacio a una indagación psicológica interesantísima. Durst comenta cómo, desde chico, siempre sintió tener demasiado dinero, la vida arreglada desde el vamos. Incluso en el tiempo de su primer encarcelamiento se lo muestra bastante cómodo con sus compañeros de prisión, diciendo que los respeta porque ellos, para estar donde estar, tuvieron que hacer algo, mientras que él no. La historia de Durst, siendo un personaje que pese a haber vivido en libertad la mayoría de su vida, estuvo una y otra vez tentando la posibilidad de ser descubierto (y su participación en el film es sólo uno de los múltiples errores que lo llevaron al estrado) parece ser la vida de alguien movido por ese espíritu thanático de desear ser capturado, para poder de una vez ser retirado de esa libertad todopoderosa del capitalismo que lo atormenta.

Los periodistas y los policías

La resolución trajo un montón de discusiones sobre cómo debe pararse el periodismo informativo. Por un lado, la posición de cercanía/amistad del director frente a su objeto de estudio resulta problemática, ya que, a diferencia de Capturing the Friedmans, la serie va tornándose hacia el objetivo de encarcelarlo, más que de salvarlo. Por otro lado, también hubo varias quejas sobre el manejo de información y la forma en que se la dosificó: si Jarecki y los productores tenían pruebas tan concluyentes, podría considerarse irresponsable quedarse con el material sin contactar a la Policía antes de cerrar la serie. En ese tiempo pudieron haber pasado muchas cosas, que van desde Durst huyendo efectivamente a otro país, o peor aun, cometiendo un nuevo asesinato.

El otro asunto primordial que se maneja es la responsabilidad de los directores en la manera de presentar al público la información, con algunos de los más puristas diciendo que la forma en que se selecciona y oculta parte del material para darle un tono más emocionante, con reglas propias de la ficción, rompe algunas normas de la ética del periodismo clásico. De una manera u otra, The Jinx parece ser tanto un reflejo del mundo cada vez más espectacularizado, como una reacción a la academia cada vez más obsesiva en el tono objetivo de los papers académicos y completamente infecunda en cuanto a los recursos narrativos. El hielo sobre el que se patina es fino. The Jinx, en definitiva, fue clave en el desciframiento de un misterio, pero a la vez, en esta forma cada vez más cinematográfica de la vida y la justicia, en parte nos coloca en el riesgo de empezar a tomar la vida como parte de una película.