La plaza Rosa Luxemburgo de Berlín -bautizada en honor a la legendaria dirigente del comunismo alemán- es desde hace más de un siglo un centro de reunión de la izquierda germana. Originalmente llamada Babelsberger y luego Bülow, fue el centro de una de las mayores manifestaciones antinazis previas al ascenso de Adolf Hitler al poder, en 1933. Para disipar ese recuerdo, el nazismo la rebautizó Horst Wessel, en recuerdo de un integrante de las SA (unidades paramilitares del partido nazi). Como parte de la Berlín ocupada por los rusos, la plaza cambió nuevamente su nombre en 1945 a Karl Liebknecht, uno de los fundadores del Partido Comunista alemán, pero en 1947 se la rebautizó con el nombre de Rosa Luxemburgo, cofundadora de ese partido y ejecutada junto con Liebknecht en 1919. En ese espacio tan cargado de símbolos se erige desde 1913 el Volksbühne (teatro del pueblo), construido con la intención de orientarse al público obrero y de su programación popular.

En 1992 se nombró para dirigirlo a Frank Castorf, quien convirtió al algo anquilosado Volksbühne en uno de los principales centros de dramaturgia de Europa, ligado a lo revolucionario no sólo en lo ideológico, sino también en lo formal. Pero, a pesar del éxito y el respeto crítico, Castorf fue sustituido -tras 24 años al frente del Volksbühne- por el historiador de arte y curador belga Chris Dercon, antiguo director de la famosa galería de arte moderno Tate en Londres, y esto inició entre el personal del teatro y en los círculos artísticos berlinenses una batalla tanto ideológica como estética.

Para entender las causas, hay que considerar que también es parte de la institución un enorme taller, donde se construyen los sorprendentes elementos de utilería y escenografía que el teatro suele utilizar. Quienes trabajan allí tienen en la institución la misma importancia que los directores o los integrantes del elenco, el personal de limpieza o el de administración, de acuerdo con una filosofía esencialmente antijerárquica, pero el taller es uno de los principales costos del Volksbühne, que depende casi por completo de un abultado subsidio estatal.

Con el objetivo explícito de aumentar la asistencia de público y reducir los gastos del taller, se contrató a Dercon, quien se destacó, como dijimos, en la galería Tate, considerada por muchos un símbolo del posmodernismo y el esnobismo elitista en la plástica. Esto produjo de inmediato un conflicto simbólico y filosófico, y varios de los directores de escena e integrantes del elenco del Volksbühne anunciaron su intención de abandonar la institución junto con Castorf, mientras que muchos intelectuales y artistas han escrito y firmado petitorios para que la designación del belga no se haga efectiva, y algunos otros han saltado en su defensa. La discusión no se ha limitado al ámbito estrictamente teatral, porque se considera que el cambio busca volcar a la institución hacia una concepción utilitarista del arte, relacionada con la gentrificación y la orientación turística de la otrora capital alemana. Se atribuye al gobierno la intención de “arrasar una identidad histórica” en favor de un “consenso de cultura globalizada”. Los defensores de Dercon han calificado esta reacción de “alarmista” y parte de la ostalgia, o sea, la añoranza de ciertos rasgos culturales de la ex Alemania del Este.

Hasta que Dercon asuma en setiembre, lo que se pueda decir sobre sus intenciones es más que nada especulación, y, aunque ya se ha confirmado su designación, se duda de que pueda hacer cambios radicales, sobre todo por el reciente nombramiento del izquierdista Klaus Lederer, admirador de Castorf, al frente del Departamento de Cultura de Berlín. Por su parte, Frank Mittman, director del taller del Volksbühne -junto con quien Castorf diseñó la distintiva estética del teatro-, opina que será posible llegar a un acuerdo con Dercon, y dijo que este ha mostrado una actitud comprensiva y amistosa hacia la idiosincrasia del teatro.