En parte historia, en parte espejo sobre cómo las relaciones internacionales se van tejiendo en función de intereses internos (sin dejar de lado las obsesiones por los mapas), un conflicto de hace 170 años trae al presente el eco de viejos topónimos. En el segundo artículo de esta sección se profundiza en el análisis de Karl Marx sobre aquellos días.

Conflicto central del siglo XIX, la Guerra de Crimea, de envergadura europea, presenta más de una paradoja. La primera de ellas reside en las huellas dejadas por el conflicto: tanto en Francia como en Reino Unido, los nombres Malakoff, Alma, Crimea, Sebastopol o incluso Inkerman o Balaklava inscribieron su gloriosa memoria en monumentos, en nombres de calles de más de una ciudad, en la literatura y el cine (como es el caso de la heroica y desastrosa carga de la Brigada Ligera) y se preservó el recuerdo de figuras conocidas –como Canrobert, Mac Mahon, Lord Raglan, Florence Nightingale– o desconocidas –como “el” zuavo del puente del Alma–. Sin embargo, esta guerra fue poco a poco olvidada por las sociedades y los Estados occidentales que la ganaron en apoyo al Imperio Otomano. Por el contrario, Rusia y los rusos, a pesar de haber sido vencidos, conservaron de ella un recuerdo vibrante, encarnado en textos literarios (como los Relatos de Sebastopol de Tolstoi), objetos y monumentos funerarios erigidos a los héroes a la altura de los traumas sufridos.

El conflicto, que pasó a la posteridad bajo el nombre de “Guerra de Crimea”, no se limitó a la península. Se desarrolló en un espacio mucho más amplio, en el Cáucaso, en Asia, pero también en el Mar Blanco y ¡hasta en las islas Solovetski! Otra paradoja: si bien fue mortífero en extremo (cerca de 800.000 muertos), sólo una minoría (240.000) de los hombres movilizados murió en combate, mientras que la mayor parte fue víctima del tifus, del cólera, de la disentería o incluso del escorbuto. Fue un conflicto “moderno”: el primero de la historia europea en ser fotografiado por profesionales, en ser cubierto por reporteros de guerra, en hacer uso del telégrafo, en emplear buques a vapor, en usar nuevas armas devastadoras como los fusiles con cañón de ánima rayada, en recurrir a hospitales de campaña en los que se contaban numerosas mujeres, enfermeras (religiosas o laicas), y en hacer uso, con el cirujano Nikolai Pirogov, del éter como anestesia en el campo de batalla. Pero también fue un conflicto tradicional, con sus luchas cuerpo a cuerpo con bayonetas (como en la ocupación de la fortificación de Malakoff), sus interminables operaciones de asedio (Balaklava, Kars, Sebastopol), sus trincheras embarradas y sus epidemias.

Este conflicto de dimensión geopolítica y religiosa no enfrentó a Estados cristianos con un Estado musulmán, sino que, de forma más inédita, enfrentó a una coalición de Estados cristianos que socorrieron al Imperio Otomano con un Imperio Ruso ortodoxo. Por último, si bien movilizó, a través de la gran prensa, a la opinión pública como ningún otro conflicto previo, suscitando campañas de apoyo financiero a los combatientes, escritos xenófobos de gran violencia, un sentimiento visceralmente antieuropeo en Rusia, pero también textos pacifistas (así, desde su exilio, Victor Hugo escribió uno de los primeros panfletos antimilitaristas de la historia europea), culminó de manera clásica en marzo de 1856, mediante un tratado internacional firmado en París.

Génesis

El conflicto tiene sus raíces en una doble rivalidad, geopolítica y religiosa. En sus orígenes se sitúan, por un lado, la cuestión del futuro del Imperio Otomano y de las prerrogativas que el Imperio Ruso se atribuyó a expensas de este, y, por otro, la cuestión de los Santos Lugares, objeto de rivalidades entre cristianos.

A partir de la firma del Tratado ruso-turco de Küçük-Kaynarca, suscrito por Catalina II en 1774, el cual le concedió un derecho de supervisión sobre el destino de los cristianos ortodoxos súbditos de la Sublime Puerta (el Imperio Otomano), la Rusia de los zares aprovechó para inmiscuirse en sus asuntos y, desde fines del siglo XVIII, no dejó de reivindicar derechos específicos sobre el Mar Negro y sobre los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo, así como de avanzar en los Balcanes. Con el reinado de Nicolás I iniciado en 1825, estos objetivos se ampliaron y el control de los estrechos (“las llaves de la casa” dirá el zar) se convirtió en un objetivo central de la diplomacia rusa. En efecto, mientras que el Imperio Otomano en crisis pasaba por “el hombre enfermo de Europa” y que su estado avivaba los apetitos territoriales de las potencias vecinas, para San Petersburgo se trataba de impedir cualquier reparto que no fuera en beneficio suyo y de posicionarse como protector privilegiado de Turquía.

Esta política, ofensiva, no tardó en desembocar en una serie de tratados bilaterales ventajosos para Rusia, como el Tratado de Adrianópolis, firmado en setiembre de 1829, y más aún, el de Unkiar Skelessi, firmado en julio de 1833, el cual prohibió al Imperio Otomano dejar entrar buques extranjeros a los Dardanelos en caso de guerra contra Rusia. Esta disposición, que convertía de facto al Mar Negro en un “lago ruso”, según la fórmula de François Guizot, ministro de Relaciones Exteriores del rey de Francia Luis Felipe I, suscitó la oposición de las potencias europeas: el 13 de julio de 1841, en Londres, las ventajas concedidas a Rusia fueron cuestionadas de forma brutal por la Convención Internacional sobre los Estrechos, que prohibió de ahí en más la entrada al Bósforo y a los Dardanelos de todo buque de guerra que no fuera turco o aliado de Turquía. Así, a corto plazo, Nicolás I se vio obligado a doblegarse, pero, a sus ojos, este retroceso no podía ser más que temporal.

A este reto geopolítico, predominante, se sumó otro, de naturaleza religiosa. Mientras que Francia, “hija primogénita de la iglesia”, se consideraba protectora del clero latino, el Imperio Ruso, por su parte, se presentaba como heredero del trono de Bizancio, defensor de la ortodoxia cristiana. Así, cuando en 1852 Napoleón III obtiene del Imperio Otomano, guardián de los Santos Lugares de Palestina, la restitución a los católicos de las llaves de la Iglesia de la Natividad de Belén, Nicolás I ve en ello una amenaza para su política otomana y una provocación de Francia. Deseoso de debilitar la relación franco-turca, le propone entonces a la reina Victoria, de Gran Bretaña, en enero-febrero de 1853, un plan de repartición del Imperio Otomano. A los británicos les corresponderían Egipto y Creta; a Rusia, los principados rumanos, Serbia y Bulgaria, así como el control de los estrechos.

Estrictamente bilateral, el plan se opone, por lo tanto, al enfoque internacionalista de la cuestión otomana que había afirmado la Convención sobre los Estrechos y, en particular, deja a Francia al margen de la negociación. El zar y su ministro de Relaciones Exteriores, Karl Robert Nesselrode, creían en ese entonces que podía surgir una comunidad de intereses anglo-rusos en torno a la cuestión de Oriente. Pero estaban equivocados: hostiles al desmembramiento de la Sublime Puerta, los británicos se oponían asimismo al avance de los rusos en los estrechos: temían que estos últimos se instalaran luego en el Mediterráneo Oriental y amenazaran la seguridad de la ruta de las Indias. Al mismo tiempo, Napoleón III aspiraba, por medio de un golpe de efecto, a matar dos pájaros de un tiro: en el plano exterior, quería reafirmar los antiguos intereses de París en el Levante y volver a darle a Francia una gran parte de su preeminencia perdida en 1815; y en el plano interno, buscaba sumar el apoyo de la opinión pública católica a su régimen. Más allá de la disputa por los Santos Lugares, se desplegaba un conjunto de desafíos complejos.

Error de cálculo

A inicios de 1853, la diplomacia rusa no comprendía en realidad la magnitud de la creciente hostilidad suscitada por su política balcánica y, seguro de su legitimidad, así como de la invencibilidad de sus tropas, Nicolás I se lanzó en el conflicto. En febrero, envió ante el sultán Abdülmecid I al príncipe Menshikov, quien exigió con arrogancia la institucionalización de un protectorado ruso sobre los súbditos ortodoxos del Imperio. Ante el rechazo del sultán, que no podría aceptar tal afrenta a su soberanía, el Estado ruso invadió en julio las provincias rumanas de Moldavia y Valaquia incorporadas a la Sublime Puerta, so pretexto de que allí se maltrataba a los cristianos ortodoxos. Así, le dio a su accionar la apariencia de una cruzada religiosa. En respuesta, el Imperio Otomano le declaró la guerra a Rusia el 4 de octubre. Tras un primer combate naval victorioso en Pitsunda el 9 de noviembre, el almirante Nakhimov bombardeó y destruyó la flota turca anclada en el puerto de Sinope, tres semanas después. Al tornarse crítica la situación para el Imperio Otomano, Francia e Inglaterra firmaron, el 12 de marzo de 1854, un tratado de alianza con este último (como contrapartida, la Sublime Puerta se comprometió a promover reformas) y el 27, le declararon la guerra al Imperio de los zares. Un año más tarde, se les sumó el Reino de Cerdeña.

Devenida europea, la guerra dio lugar a operaciones militares que se desarrollaron en diferentes escenarios: en el Mar Báltico (en las islas Aland), en los Balcanes, en el Cáucaso, en el delta del Danubio, en el Mar Blanco y en Asia (en donde los rusos derrumbarían la fortaleza turca de Kars, el 26 de noviembre de 1855, tras cuatro meses de sitio). En el verano de 1854, Nicolás I decidió retirar sus tropas de los principados danubianos en señal de buena voluntad. Sin embargo, los aliados, desconfiados ante este giro, decidieron seguir con la ofensiva desembarcando en Crimea el 14 de setiembre de 1854. A partir de ese momento, las batallas más encarnizadas se dieron en la península de Crimea, sin por ello ser decisivas. Es el caso de las batallas del Alma (20 de setiembre de 1854) y de Inkerman (5 de noviembre), ganadas por los aliados franco-británicos. O incluso la de Eupatoria, que marcó una victoria de las tropas turcas el 17 de febrero de 1855.

Con el transcurrir de los meses, el ejército ruso, numeroso pero mal equipado, mal administrado e inferior desde el punto de vista técnico a las marinas francesa e inglesa, fue revelando enormes fallas. En el plano logístico, sin ferrocarril en el sur de Moscú, el aprovisionamiento de Crimea en hombres y en material, realizado por ruta, resultó incapaz de responder a las necesidades de los combatientes. A pesar de la heroica defensa de sus habitantes, Sebastopol, sitiada desde hacía casi un año, cayó el 11 de setiembre de 1855, tras la toma del bastión de Malakoff, tres días antes, por parte de las tropas de Mac Mahon. Para esa fecha, Alejandro II, quien había sucedido a su padre en marzo de 1855, no quería escuchar hablar de rendición; sin embargo, bajo la presión de sus aliados Austria y Prusia, que permanecieron neutrales durante el conflicto, terminó por aceptar el inicio de negociaciones en enero de 1856, sobre la base de un protocolo preparado por el gobierno austríaco.

Paz y reformas

Firmado el 30 de marzo de 1856 en los salones del Quai d’Orsay, el Tratado de París, que borró las humillaciones sufridas en el Congreso de Viena, marcó el fin del orden europeo tal como fue establecido en 1815, el declive de Rusia y el impactante retorno de la diplomacia francesa a los primeros planos de la escena internacional.

El Mar Negro fue “neutralizado”; se prohibió instalar allí arsenales y se determinó que las plazas fuertes otomanas y rusas establecidas en las costas serían destruidas; los rusos se vieron por ende apartados de los estrechos, lo cual tranquilizó a los británicos en cuanto a la seguridad de la ruta de las Indias. La integridad del Imperio Otomano fue garantizada por los firmantes del acuerdo y Rusia ya no podía pretender derechos específicos sobre los cristianos ortodoxos de la Sublime Puerta. San Petersburgo también debió renunciar a sus prerrogativas sobre las provincias danubianas y reconocer su autonomía, a la vez que la incorporación del sur de Besarabia a Moldavia. Por último, Rusia se vio forzada a restituirle al Imperio Otomano las desembocaduras del Danubio, así como la fortaleza de Kars, y a aceptar la internacionalización del río. No obstante, Francia y Austria dieron pruebas de cierta moderación para con ella: los proyectos del ministro inglés Lord Palmerston, que reclamaba la restitución a Turquía de Crimea (ocupada en 1783), así como de una parte del Cáucaso, quedaron en la nada.

El tratado marcó entonces el triunfo de Napoleón III y, al desmilitarizar el Mar Negro y garantizar la integridad del Imperio Otomano, puso fin brutalmente a cuarenta años de dominio ruso en los Balcanes. Pero tuvo otras consecuencias importantes. En primer lugar, le permitió al Reino de Cerdeña plantear por primera vez la cuestión de la unidad italiana que luego sería apoyada por Napoleón III en nombre de su política de las nacionalidades. En segundo lugar, condenado en Europa y alimentando un resentimiento antieuropeo, el Imperio Ruso no tardó en consolidar un nuevo interés por Asia: será el inicio de la conquista militar y colonial de Asia Central y de su avanzada en Extremo Oriente.

“Rusia no está de mal humor, se está recomponiendo”, declaró el príncipe Aleksandr Gorchakov, nuevo ministro de Relaciones Exteriores, tras la firma del tratado. De hecho, los años que siguieron a la resolución del conflicto trajeron profundos cambios internos. Al revelar la amplitud del retraso económico acumulado respecto de las demás grandes potencias europeas en materia de comunicaciones y de transporte, al revelar la fragilidad estructural del ejército ruso y el mal estado físico de sus soldados, la guerra llevó a Alejandro II a iniciar una era de reformas cuya medida clave sería, en marzo de 1861, la abolición de la servidumbre. Asimismo, el Imperio Otomano lanzó toda una serie de reformas políticas y sociales, conforme al acuerdo firmado con Londres y París en 1854.

En cuanto al aislamiento de Rusia, no fue duradero: decepcionado de su Santa Alianza con Austria y Prusia que no le trajo ningún apoyo en la lucha por Crimea, el Imperio Ruso pronto buscó reorientar sus alianzas diplomático-militares. Ahora bien, a partir de 1870-1871, la misma Francia, vencida, que sufrió la amputación de Alsacia y de Lorena, se encontraba en búsqueda de un aliado en Europa continental. Poco a poco, estas circunstancias favorecieron una reanudación del diálogo franco-ruso que desembocó en 1891-1892 en la firma de una alianza política y militar entre la Tercera República y el Imperio de los zares. En 1904, esta alianza se vio reforzada por la firma de la Entente Cordiale franco-británica. Cincuenta años después de la Guerra de Crimea, los exenemigos se volvieron aliados.

Marie-Pierre Rey, profesora de Historia Contemporánea en la Universidad París 1 Panteón-Sorbona. Traducción: Micaela Houston.

Ángel Damián

Esta nota se ilustra con una obra que muestra los diferentes registros de Ángel Damián, de cuyo nacimiento se cumplieron 100 años este 2 de agosto. Artista y artesano uruguayo, falleció el 16 de agosto de 1974. La obra se reproducen por gentileza de su hijo Diego.