La coexistencia de un Senado controlado por los demócratas y de una Cámara de Representantes donde los republicanos serán mayoritarios no alterará la política exterior de Estados Unidos. Podría incluso revelar a aquellos que lo ignoran una convergencia entre el militarismo neoconservador de la mayor parte de los representantes republicanos y el neoimperialismo moral de un número creciente de demócratas.

La cuestión no es nueva. En 1917, el presidente demócrata Woodrow Wilson embarcó a su país en la Primera Guerra Mundial, caracterizada por rivalidades imperiales, afirmando que pretendía así “garantizar la democracia sobre la Tierra”. Eso no le impidió ser, en simultáneo, simpatizante del Ku Klux Klan. Más tarde, durante la Guerra Fría, los republicanos y los demócratas se sucedieron en la Casa Blanca para defender al “mundo libre” contra el comunismo ateo, “imperio del Mal”. Desaparecida la Unión Soviética, llegó el momento de la “guerra contra el terrorismo”, con la cual el presidente George W. Bush garantizó que pondría fin a “la tiranía en el mundo”.

Corea, Vietnam, Afganistán, Irak. Esas cruzadas democráticas se cobraron varios millones de víctimas, acompañadas de una restricción de las libertades públicas (macartismo, persecución de los denunciantes), y asociaron a Washington a un batallón de grandes criminales que no siempre leyeron a Montesquieu. No obstante, en tanto pertenecían al bando estadounidense, ninguno de ellos, ni el general Suharto en Indonesia, ni el régimen de apartheid en Sudáfrica, ni Augusto Pinochet en Chile perderán el poder (ni la vida) a raíz de una intervención militar occidental.

La presencia de un demócrata en la Casa Blanca tiende a beneficiar la operación de maquillaje del hegemonismo imperial que lucha por la democracia. Incluso frente a un adversario tan repugnante como el presidente ruso Vladimir Putin, la izquierda atlantista sin duda habría protestado si hubiera tenido que movilizar su rebaño detrás de Richard Nixon, George Bush o Donald Trump. En su momento, la colonización francesa también fue presentada como el cumplimiento de una misión civilizadora inspirada en la Ilustración, lo que le valió el apoyo de una parte de la élite intelectual progresista. En la actualidad, la lucha contra el autoritarismo ruso, iraní o chino permite rearmar moralmente a Occidente.1

El 24 de octubre, una carta de 30 parlamentarios demócratas aplaudió la política ucraniana del presidente Joseph Biden a la vez que reclamó terminar la guerra mediante negociaciones. Esta tibia enunciación provocó tal tumulto belicista en Twitter que la mayor parte de los valientes firmantes se retractaron de inmediato. Uno de ellos, Jamie Raskin, demostró enseguida su virtuosismo en el ejercicio del achatamiento general que caracteriza a los períodos de intimidación intelectual: “Moscú es el centro mundial del odio antifeminista, antigay, antitrans, y el refugio de la teoría del gran reemplazo. Al apoyar a Ucrania, nos oponemos a esas concepciones fascistas”. Si bien falta la lucha contra el calentamiento climático, una redefinición tan hipócrita de los objetivos de guerra estadounidenses es un traje a medida de la izquierda imperialista que viene.

Serge Halimi, director de Le Monde diplomatique. Traducción: Micaela Houston.


  1. Véase Christopher Mott, “Woke imperium: The coming confluence between social justice & neoconservatism”, The Institute for Peace & Diplomacy, junio de 2022.