Desde hace más de un siglo, las catástrofes nos recuerdan de forma periódica que solamente el reino del derecho puede garantizar una paz duradera, tanto entre las naciones como dentro de ellas. En 1919, el balance terrorífico de la Gran Guerra mostró por primera vez los abismos a los que conducía el desencadenamiento de la violencia en la era industrial. Para evitar que se repitiera, los negociadores del Tratado de Versalles elaboraron un primer orden jurídico mundial basado en dos instituciones: la Sociedad de las Naciones (SDN) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La negativa de Estados Unidos a ratificar el tratado condenó muy pronto a la SDN al fracaso. En cambio, en 1937 se adhirió a la OIT, que pudo así desempeñar un rol pionero en el desarrollo de un nuevo orden jurídico internacional tras la Segunda Guerra Mundial. La Declaración de Filadelfia que adoptó en 1944 allanó el camino para el posterior reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales y la creación de diversas instituciones encargadas de organizar la cooperación internacional para ponerlos en práctica, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
La libertad sindical fue la matriz de estos derechos sociales. Inscripta en el preámbulo de la Constitución de la OIT, también le ha dado su carácter distintivo, ya que representa no solamente a los gobiernos, sino también a los empresarios y a los trabajadores de los estados miembros. Siempre que evite la burocratización, esta doble representatividad política y social es un factor de legitimidad del que deben extraerse enseñanzas para renovar el orden jurídico internacional en su conjunto1.
Tanto a nivel internacional como nacional, el objetivo primordial del derecho es proteger a las personas de la violencia obligándolas a intercambiar palabras en lugar de golpes. Para cumplir esta función, debe ser posible recurrir en caso de litigio a un tercero imparcial que tenga autoridad para enunciar la ley y hacerla cumplir. La libertad sindical forma parte de esta estructura ternaria, pero la enriquece y consolida al autorizar a las organizaciones colectivas a actuar pacíficamente para que se tenga en cuenta su experiencia concreta de la injusticia del orden establecido. Además del derecho a emprender acciones legales para obtener la aplicación de la ley vigente, añade un derecho a actuar de modo colectivo para conseguir que se reforme la ley. La justicia de la norma ya no se postula entonces como un axioma indiscutible, como tampoco se supone que resulte de forma espontánea de la competencia pura y perfecta o de la lucha de clases o de razas; se convierte en el objeto mismo de una protesta colectiva regida por el derecho. La libertad sindical implica no solamente el derecho a ser representado, sino también el derecho a actuar y a negociar de manera colectiva. El uso de estos derechos permite metabolizar la violencia y convertir las relaciones de poder en relaciones jurídicas en un movimiento incesante de aproximación de la justicia.
La libertad sindical se ejerce bajo formas demasiado variadas para incluirlas en una lista exhaustiva: huelgas, pero también reuniones, manifestaciones, boicots, etiquetas, campañas de información pública y de alerta, etcétera. Cada una de estas acciones colectivas obedece a la idea de no violencia, en el sentido político de satyagrahā que le dio Mohandas Karamchand Gandhi en su lucha por la emancipación de India2. Descrita de modo indebido como “resistencia pasiva”, una acción de este tipo consiste, de manera literal, en “aferrarse a la verdad”, es decir, oponerse a un orden injusto, no con la fuerza física, sino con la entereza de quien se niega a obedecerla.
Este derecho a impugnar la ley no es un factor de desorden jurídico, sino, al contrario, de la perennidad de este orden en sociedades enfrentadas a cambios técnicos, ecológicos o sociológicos. La invención del Estado social ha garantizado la solidez de los regímenes democráticos frente a las dictaduras al combinar la representación política con la representación social. A diferencia de la democracia política, que confiere el poder a una mayoría electoral de individuos formalmente iguales, la democracia social permite expresar la diversidad de experiencias de la realidad que pueden tener las distintas categorías de la población. Por tanto, su alcance puede extenderse a la defensa de intereses distintos de los de los asalariados y los empresarios, como los de los trabajadores independientes o los ecologistas. Al volver a poner a los dirigentes en contacto con la realidad, reduce su “desconexión” de los problemas a los que se enfrenta la gente corriente.
Libertad de huelga
Como principio constitucional de la OIT, la libertad sindical vincula a sus 187 estados miembros y desde 1950 es objeto de un procedimiento especial de control confiado a un Comité de Libertad Sindical. También es objeto de uno de los 11 convenios fundamentales que constituyen el núcleo duro del Derecho Internacional del Trabajo y que todos los estados están invitados a ratificar: el Convenio 87 de 1948, cuya correcta aplicación está supervisada, al igual que la de los demás convenios en vigor, por una comisión de expertos compuesta por juristas experimentados e independientes, que intervienen antes de los órganos tripartitos de la Conferencia Internacional del Trabajo. Estos dos órganos de control siempre han considerado que la libertad sindical implica la libertad de huelga. Su interpretación se funda, en particular, en las disposiciones del Convenio 87, que confieren a los sindicatos el derecho a “organizar su dirección y sus actividades y a formular su programa de acción” y a las autoridades públicas el deber de “abstenerse de toda intervención tendiente a limitar este derecho o a entorpecer su ejercicio legal”.
Esta interpretación fue ampliamente aceptada hasta los años 1980. Comenzó entonces un proceso de hibridación de comunismo y capitalismo que sustrajo las decisiones de política económica al control democrático y permitió a las clases dirigentes enriquecerse hasta límites que ni el comunismo real ni el capitalismo atemperado por el Estado social habrían permitido. Tras convertirse a la economía de mercado, la China comunista adoptó en 1982 una nueva Constitución que suprimía el derecho a huelga y prohibía “a toda organización o individuo perturbar el orden económico de la sociedad” (artículo 15). En cuanto a los países occidentales, han aplicado el programa neoliberal, que consiste en “destronar la política” y “limitar la democracia”3, tanto política como social. Así, los Tratados de Maastricht (1991) y de Lisboa (2007) pusieron el orden económico europeo fuera del alcance de los electores al otorgarle rango constitucional4. El mismo año 2007, la Corte de Justicia de las Comunidades Europeas (CJCE) –que se convirtió en Corte de Justicia de la Unión Europea en 2009– dictaminó en los casos Viking y Laval que el ejercicio del derecho a huelga no debe impedir la libertad de las empresas de acogerse a normas sociales nacionales menos favorables para los trabajadores.
En 2010, la Comisión de Expertos de la OIT consideró que “es probable que la doctrina utilizada en estas sentencias de la Corte Europea tenga un efecto restrictivo sobre el ejercicio del derecho a huelga en la práctica, de una forma contraria al Convenio 87”. El Comité respondió al gobierno británico, que argumentaba que esta restricción solamente se aplicaría a los conflictos colectivos de dimensión internacional, que “en el contexto actual de globalización es probable que estos casos sean cada vez más frecuentes [...] hasta el punto de que un ataque a la capacidad de los trabajadores de estos sectores para negociar eficazmente con sus empleadores las cuestiones que afectan sus condiciones de empleo podría resultar ciertamente devastador”. Esta crítica mordaz hizo que los líderes europeos comprendieran que la OIT no era solamente una burocracia internacional adormecida a orillas del lago Lemán, sino la fuente de normas jurídicas vinculantes. A falta de “dientes” que pudieran morder, aún tenía una voz que podía perturbar el orden económico neoliberal.
Pulso patronal
Es esta voz discrepante la que la Organización Internacional de Empleadores ha decidido acallar. En 2012 negó a la Comisión de Expertos cualquier poder de interpretación y anunció que en adelante se opondría a que la OIT tuviera que ocuparse de las infracciones del derecho de huelga por parte de los estados miembros, ya que este derecho no está reconocido de modo explícito por el Convenio 87. Desde hace más de diez años, el sistema de control de las normas laborales está bloqueado y su propia legitimidad es cuestionada. Es cierto que, a pesar de sus eminentes cualidades, la Comisión de Expertos es un órgano administrativo y no una verdadera jurisdicción. Pero la Constitución de la OIT (artículo 37) estipula que, a menos que la OIT cree su propio tribunal, “todas las dificultades de interpretación de sus convenios serán sometidas a la Corte Internacional de Justicia (CIJ)”. Ahora bien, los representantes de las patronales, de común acuerdo con los de los regímenes más autoritarios, se opusieron de manera feroz a la aplicación de esta estipulación, prolongando así, de modo indefinido, una crisis que está haciendo perder a la OIT toda credibilidad normativa. Superando esta oposición, el Consejo de Administración de la OIT decidió finalmente, el 11 de noviembre de 2023, poner fin a la crisis remitiendo el asunto a la CIJ. Esta decisión, histórica desde 1934, señala el despertar normativo de la OIT. Su misión principal es establecer normas internacionales del trabajo cuyo significado sea lo suficientemente claro como para garantizar la seguridad jurídica y lo suficientemente general como para respetar las condiciones nacionales de su aplicación. Recurrir a los tribunales para interpretar estas normas pone fin a su metamorfosis en una mera agencia de medios, y a la desnaturalización del Derecho Internacional del Trabajo en una “ley blanda”, cuyo sentido y alcance variarían en función de la relación de fuerzas en su seno o de los laudos de los órganos de arbitraje creados por los acuerdos comerciales.
Este primer paso en la dirección correcta exige un segundo: consistiría en que la CIJ adoptara la interpretación de la Comisión de Expertos, que siempre ha considerado que la prohibición del derecho a huelga era incompatible con la libertad sindical, tal como la define el Convenio 87. El Convenio debe interpretarse de conformidad con las disposiciones de la Convención de Viena sobre el Derechos de los Tratados, es decir, ante todo “a la luz de su objeto y de su fin” (artículo 31.3) y teniendo en cuenta la práctica ulterior en su aplicación (artículo 31.3). Dado que el Convenio 87 no contiene una lista de acciones que los sindicatos son libres de emprender, prohibirles emprender acciones no contempladas en el Convenio sería vaciar de contenido esta libertad.
El reconocimiento internacional del derecho a huelga no significa, por supuesto, que sea ilimitado, sino que corresponde a los estados miembros regularlo, bajo el control de los órganos de la OIT. También hay sólidos motivos para reconocer que el derecho a huelga forma parte del derecho internacional consuetudinario, ya que ha sido consagrado en un gran número de instrumentos regionales e internacionales.
Las huelgas siguen siendo una forma esencial de acción sindical, como se puede ver hoy en sectores y países muy diferentes, desde las industrias audiovisual y del automóvil en Estados Unidos hasta el trabajo uberizado en Europa, desde la industria textil en Bangladesh hasta el transporte en Sudáfrica. Estas huelgas se inscriben en la “constante y permanente determinación de dar a cada uno lo suyo” con la que el Digesto de Justiniano describía la justicia ya en el siglo VI. Frente al aumento de la violencia, tanto dentro de los países como entre ellos, es sumamente importante mantener abiertas todas las formas pacíficas de protesta social, y permanecer fieles al lema de la OIT: “Si quieres la paz, cultiva la justicia”.
Alain Supiot, profesor emérito del Collège de France. Traducción: Emilia Fernández Tasende.
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Véase Samantha Besson (dir.), Democratic Representation in and by International Organizations, Oxford University Press, a publicarse en 2024. ↩
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Mohandas Karamchand Gandhi, Hind Swaraj. L’émancipation à l’indienne, Fayard, París, 2014. ↩
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Friedrich Hayek, L’Ordre politique d’un peuple libre, Presses universitaires de France, París, 1983. ↩
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Véase Dieter Grimm, “Quand le juge dissout l’électeur”, Le Monde diplomatique, París, julio de 2017. ↩