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Esta mañana, vía Whatsapp, me han enviado el artículo en el que don Ramón del Valle-Inclán denunciara la exclusión de Julio Romero de Torres en los premios de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1912: “Se adoban candidaturas, se subastan recompensas, se intriga y se amaña un jurado, con aquel mismo descoco que un ministro de la Gobernación amaña el hato borreguil de la mayoría parlamentaria en el llamado Templo de las Leyes. Entre los artistas que concurrían a esta exposición, el único que aparecía dueño de una estética es Julio Romero de Torres. Una estética sutil que busca en las cosas aquel gesto misterioso que las hace únicas y durables”.
En esta última frase me ha parecido que se escondía el secreto de los clásicos. Poco después, me ha llegado también por Whatsapp otro artículo que, como el anterior, procedía de la prodigiosa biblioteca de Rodríguez Fischer. En él, don Antonio Machado aludía en términos muy elogiosos a Romero de Torres, que acababa de morir en Córdoba. La mención me ha parecido conectada con las palabras de Valle Inclán sobre el infame trato que en ciertos ámbitos españoles se le dio al pintor. Y es que, al conocer la noticia de su muerte, Machado dejó por escrito que era un gran pintor y un hombre de bondad extraordinaria, así como el artista más modesto que había conocido en su vida. Y añadía: “Ha muerto cuando toda esta gente nueva lo tenía olvidado ya. Su pintura, sin embargo, quedará”.
La gente nueva de entonces, he pensado, seguramente era como una parte de le gente nueva de ahora: despreciaban cuanto ignoraban. Y, justo en ese mismo momento, ha sonado el teléfono. Llamaban para urgirme desde Málaga a elegir ya, de entre aquellos cuadros que componen el fondo permanente del Thyssen, cuál me gustaría comentar el 23 de enero en la conferencia que me he comprometido a dar allí.
Ya lo había elegido, pero me quedaban dudas. Seguía aún oscilando entre Joaquín Sorolla y Julio Romero de Torres. El primero era ese gran artista comprometido con la luz. Y el segundo venía pareciéndome más adecuado para encontrarle algún punto en común con mi escritura, aunque quizás acabara yo necesitando la luz de Sorolla para convencerme de que había sabido elegir. Al final, la urgencia malagueña ha precipitado las cosas y los elogios de los grandísimos Valle-Inclán y Machado han inclinado la balanza hacia el pintor cordobés. De hecho, yo ya tenía casi previsto que, cuando un día sonara el teléfono y me urgieran a dar el nombre del cuadro elegido, simularía que dudaba –me gustan este tipo de juegos privados– para poco después, reforzando mi elección con la duda simulada, nombrar casi de un modo automático, como si la respuesta tuviera que darla una máquina conectada con las fuerzas del universo, La Buenaventura, de Romero de Torres.
Seguramente, ese gesto misterioso que hace únicas y durables las obras de arte, el gesto al que aludía Valle, ha sido decisivo a la hora de elegir ese cuadro de 1920 (hay otro muy parecido, por cierto, de 1922, con el mismo título).
Obrando con toda la libertad del mundo, he decidido concentrar “ese gesto misterioso” en un detalle muy concreto de La Buenaventura: el que llevaba a cabo la tiradora de cartas, con su exhibición de un naipe inmóvil atrapado en el curso del tiempo.
En el cuadro puede verse a dos mujeres jóvenes y morenas, las dos con su propio enigma a cuestas, dar vida a un encuadre con vida para siempre. Y este mediodía tanto me ha parecido ver a la eternidad en ese gesto inmóvil que hasta he llegado a sentir que, de golpe, esta, con su infinita y congénita quietud fuera del tiempo, se acababa de plantar frente a mí.
“Porque yo te amo, ¡oh eternidad!”, he recordado que escribió Nietzsche.
2
La frase de Nietzsche, con su irrupción en mi pensamiento, me ha paralizado por momentos. ¿Qué habría buscado decir ahí el filósofo? ¿Y por qué, estando ante un Romero de Torres, ha cruzado sigilosamente por mi mente el pensador alemán?
Para tratar de entenderlo, he revisado mentalmente esa intuición de Nietzsche por la cual el hombre es un ser cuya naturaleza consiste, precisamente, en su continua autosuperación. Parece reñida la idea, he pensado, con la admiración que sentimos por los que aman permanecer fieles a sí mismos, los artistas que con fidelidad a su poética insisten en explorar aquello que les interesa tanto, y por eso insisten e insisten y vuelven sobre ello y crean el equívoco de que no quieren autosuperarse, cuando es lo contrario precisamente, pues quienes insisten en la captura de algo que saben que va a resistírseles representan la prueba máxima de una continua voluntad de autosuperación.
El caso de John Banville, por ejemplo, es paradigmático. Un día, en un coloquio, tuvo que contestarle a una señora de la última fila, que le preguntó directamente cuándo pensaba dejar de escribir sobre tipos que matan a mujeres. Respondió con flema irlandesa: “Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo”.
Vuelvo al “Porque yo te amo, ¡oh eternidad!” de Nietzsche para confirmar que en realidad no venía para nada al caso que lo hubiera infiltrado en un comentario sobre un pintor cordobés del que el alemán jamás pudo tener noticia. Del mismo modo que tampoco tiene sentido aquel epígrafe con el que Alberto Savinio encabezara su libro Maupassant y el Otro.
El epígrafe era de Nietzsche y decía “Maupassant, un verdadero romano”.
Savinio, siempre agudo, añadió en una famosa nota a pie de página: “No bromeo lo más mínimo si digo que la definición de Nietzsche ilumina efectivamente la figura de Maupassant, pero mediante el absurdo. La ilumina tanto mejor en cuanto no se sabe qué quiso decir Nietzsche llamando ‘romano’ a Maupassant, y quizá no quiso decir nada, como ocurre a menudo con él. Pero ¿me entenderá el lector si digo que cuanto más se dice es no diciendo nada?”.
En fin, que he comunicado a Málaga el título del cuadro elegido, La Buenaventura, y me he quedado pensando por momentos en esa escena de eternidad que contenía la obra de Julio Romero. Escena de eternidad, aunque paradójicamente enmarcada en el restringido cuadro. Y he comenzado a sospechar que nunca sabré con exactitud qué nos está narrando esa pintura, más allá de lo que parece contar. Pero creo que es normal que así sea. Porque, a pesar de las apariencias, es una obra de arte tan compleja y cercana a lo absoluto que, como pasa con algunas frases de Nietzsche, permite todo tipo de interpretaciones y, al mismo tiempo, ninguna.
Aun así, el gesto de la tiradora de cartas es singular, porque se puede aislar de todo y seguir siendo igual de misterioso, porque a fin de cuentas parece encerrar el enigma del alma andaluza. Porque la mujer que muestra el cinco de oros es alguien de carácter optimista y positivo y, además, alguien que sabe lo que va a suceder. Esto último es aún más enigmático y enlaza con las obras de arte proféticas, como, por ejemplo, el Políptico de San Vicente que puede verse en el Museo de las Janelas Verdes, de Lisboa. Se atribuye a Nuño Gonçalves, y está compuesto por seis paneles que encierran el enigma del alma portuguesa. Es una obra inquietante, porque profetiza los Descubrimientos y nos indica que lo pintó alguien que sabía lo que iba a pasar, es decir, los tiempos de gran esplendor que le esperaban a Portugal.
Todo el día ha quedado marcado por ese momento en el que por teléfono he nombrado La Buenaventura casi de un modo automático, como si la respuesta tuviera que darla una máquina conectada con todas las fuerzas del universo.
Y cuantas más veces, después de nombrarlo, he vuelto a ver el Romero de Torres elegido, más me he convencido de que este haría un buen papel entre las obras que, deliberadamente o no, se niegan a ser siempre lo mismo y prefieren alzarse contra cualquier interpretación, conscientes, la mayoría de las veces, de que sería dar un paso en falso desvincularse de la complejidad del mundo, de esa cada vez más infinita maraña en la que se ha ido convirtiendo el mundo, como puede comprobarse, por cierto, con la desbordada longitud de la frase que aquí termino.
Mañana será otro día, otro día para este diario personal.
3
Vaya por delante que soy una activista de la Multiplicidad.
Ayer, tras dar el título del cuadro elegido, volví al amable combate que de vez en cuando se desarrolla dentro de mí: una discusión entre la Levedad y la Multiplicidad, dos de las famosas seis propuestas de Ítalo Calvino para la literatura de este Milenio. En la Levedad se encuadraron, en una larga temporada, todas mis juveniles “teorías portátiles” y, en el otro extremo, en el de la Multiplicidad, están encajando últimamente las teorías derivadas de mi activismo en la materia.
Es un enfrentamiento amable, porque conviven perfectamente en mí las dos propuestas más atractivas de Calvino. En el sector de la Levedad se halla la ligera maleta de la juventud, esa etapa en la que siendo uno muy “portátil” se está cómodo en grupo, mientras que, en la Multiplicidad, coincidiendo con los años finales, uno logra sentirse “como en sí mismo al fin” (que decía Gil de Biedma hablando de Cernuda).
Como en mí mismo al fin. Así podría llamarse el tipo de activismo solitario que precisamente ayer, tras la interrupción del teléfono, volví a practicar y que, tratando de encontrar el hilo perdido y recordar qué estaba pensando cuando llamaron de Málaga, acabé acordándome de que estaba preguntándome qué sería La Buenaventura si fuera literatura.
¿Había podido contestarme a esto? No, pero la respuesta era que el cuadro de Romero habría podido formar parte de la propuesta de Multiplicidad y ensamblarse ahí con la obra de Carlo Emilio Gadda, maestro en representar el mundo como una gran Red. O, mejor dicho, maestro en representar el mundo como una maraña, como un ovillo, como un gran embrollo, como un lío monumental, o como un Odradek, el enrevesado carrete en forma de estrella plana cubierto de fragmentos de hilo que nos describió Kafka.
No en vano, Gadda fue el sumo pontífice de la Multiplicidad. Y la pregunta es: ¿puede que ese enrevesado carrete fuera la Multiplicidad misma, o bien lo opuesto, un simple ovillo, algo así como un mundo olvidado? De ser esto último, tendríamos que aceptar que ese Odradek o mundo perdido sería un objeto inútil e inofensivo, cargado de hilos sueltos, olvidado en una escalera cualquiera de un firmamento ignorado. Gadda fue implacable con el mundo y en sus libros lo representó sin atenuar en absoluto su inextricable complejidad o, mejor, sin aminorar la presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que concurren a determinar cualquier cosa.
En mi caso particular, y a tenor de lo que vengo escribiendo en este diario, diría que algunos de los elementos heterogéneos que me influyeron a la hora de elegir La Buenaventura fueron: la bondad y el genio no suficientemente hoy valorado del pintor cordobés, la ausencia de Nietzsche, un naipe atrapado en el curso del tiempo, mi activismo de lo Múltiple, el teléfono fijo, hilos sueltos desprendidos de un Odradek casero, el mundo como embrollo infinito, y una fugaz impresión de eternidad en la Tierra.