Desde que la internaron hace 13 días, a causa de un problema hepático pulmonar, había un consenso entre médicos y allegados de que esta vez era muy poco probable que la Negra Sosa saliera bien del trance en el que estaba, y no lo hizo. Ayer a la tarde miles y miles de admiradores afligidos desfilaban por el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso bonaerense, para despedirse de alguien cuya voz había sido omnipresente durante décadas y que finalmente se había quedado en silencio.

Mercedes Sosa comenzó su carrera profesional a mediados de los años 60 bajo el nombre de Gladys Osorio, una elección misteriosa y mucho menos sonora que su auténtico nombre, cantando con su segundo esposo, el compositor y poeta Armando Tejada Gómez, quien entre otras decenas de canciones le regalaría el himno. Fue el legendario Jorge Cafrune quien se la presentó al mundo del folclore argentino al invitarla a cantar en el escenario del Festival de Cosquín, en 1965, donde causó una impresión instantánea que la proyectó a un primer plano del género. Pero como Cafrune y no muchos más, Sosa orientó su canción hacia el compromiso político y regional, y en compañía de su marido fundó el Movimiento del Nuevo Cancionero, un proyecto que superaba por mucho lo simplemente artístico y lo local, así como las barreras genéricas entre tango y folclore, y al que en algún momento adhirieron figuras como Víctor Heredia, César Isella, Dino Saluzzi, Horacio Guarany y Antonio Tarragó Ros.

Su afinidad con el peronismo progresista y con la izquierda en general no tardó en causarle problemas en un país en el que había un golpe de Estado por lustro, y éstos se agravaron luego de la llegada al poder de la brutal dictadura militar comandada por Jorge Videla. No obstante, y a pesar de los riesgos objetivos de su permanencia en Argentina, permaneció en su patria varios años luego de la caída de la democracia, cantando en condiciones cada vez más limitadas y riesgosas. Parte y símbolo del exilio cultural latinoaméricano durante los años de plomo, abandonó la Argentina en 1979, luego de estar prohibidos sus discos durante tres años y luego de que fuera arrestada -junto a toda la concurrencia- en un recital en La Plata, Mercedes Sosa realmente fue de los que vivieron el exilio como una tortura, coincidiendo éste con la muerte de Tejada Gómez. Sosa cayó en un profundo pozo depresivo, un cuadro psíquico que se le repetiría varias veces durante las décadas siguientes.

Al regresar del exilio, en 1982, hizo algo en retrospectiva sorprendente y que los grandes músicos del exilio uruguayo no consiguieron o no quisieron hacer: se acercó al rock local y rápidamente pasaron a ser parte de su repertorio canciones de León Gieco, Charly García y Fito Páez, que además se hicieron habituales invitados en sus conciertos. Esa aproximación, que podría haber sido calificada de oportunista en su momento, ya que luego de la Guerra de las Malvinas el rock argentino se encontraba en un momento de apogeo, fue claramente sincera y perduró hasta su muerte, consiguiendo de paso no sólo ampliar su público sino también acercar al folclore a generaciones que se sentían extrañas a él y que la adoptaron como si fuera una de ellos.

No era una compositora y no necesitaba serlo; habiendo tantas canciones buenas en la vuelta, Sosa se contentaba con interpretarlas de una manera que las uniformaba pero que a la vez las realzaba convirtiéndolas en algo colectivo, en himnos de una cualidad conmovedora sin equivalentes entre sus coetáneos. Cuando Mercedes Sosa se apropiaba de una canción, ésta pasaba a ser de ella, ya fuera “Como la cigarra”, de María Elena Walsh, “Sólo le pido a Dios”, de León Gieco, o “Gracias a la vida”, de Violeta Parra.

Sus últimos años la encontraron con múltiples problemas de salud y poco activa, convertida más que nada en un ícono de una sensibilidad en extinción pero todavía profundamente influyente, y la noticia de su muerte encontró su lugar en las páginas culturales del mundo entero, además de producir un luto de características nacionales en un país que se había acostumbrado tanto a tenerla como un símbolo viviente de una época de intenciones y talentos enormes.

Fue La Negra en un país en el que “negro de mierda” se utiliza alegremente hasta en los medios más masivos como sinónimo de todo lo degradado e impresentable; fue vieja, gorda e india en una cultura en la que el arquetipo propuesto por todos los rincones como ejemplo de la mujer ideal es el de la joven rubia próxima a la anorexia; fue una zurda irredenta para la derecha cerril y una hipócrita millonaria para la izquierda incapaz de entender que cada peso que ganó lo hizo cantando y no explotando a las masas del pueblo, y ante todo fue una voz que uno podía reconocer luego de escuchar tan sólo un compás cantado con ese tono oscuro y alto a la vez, de inconfundible acento tucumano y profunda emotividad aunque no recurriera a una gran teatralidad.

No le gustaba que la definieran como “La Voz de América Latina”, y sostenía que América tenía muchas voces además de la suya, pero a pesar de lo claramente argentino de su pronunciación y la instrumentación que utilizaba (generalmente reducida a guitarras criollas y bombos legüeros, Sosa superaba esta localía entre otras cosas por su capacidad de integrar a su repertorio la obra de compositores chilenos, cubanos, uruguayos y brasileños, sin que colisionaran jamás ni por su procedencia ni por su estilo.

Sin sucesores o sucesoras a la vista, Mercedes Sosa deja un gran agujero en la cultura folclórica tanto argentina como latinoamericana, que ha visto desfilar voces más poderosas y ponchos más notorios y revoleados, pero que difícilmente pueda generar una figura con la que tanta gente esté tan de acuerdo en admirar. Porque en tiempos de dispersión y desinterés, va a extrañarse la voz de alguien capaz de cantar cada frase como si importara, y de conseguir que importe.