Vaya uno a saber por qué a Roland Emmerich -director alemán razonablemente progresista, defensor de causas antidiscriminatorias y militante de la conciencia del calentamiento global- le gusta tanto destruir ciudades, continentes o, en este caso, el mundo entero. Arrasó con buena parte de los principales monumentos estadounidenses en El día de la independencia (1996), con muchos de los mejores paseos de Nueva York en Godzilla (1998) y con la mayor parte de Estados Unidos en El día después de mañana (2004); pero posiblemente su objetivo ulterior sea simplemente destruir el prestigio de Irwin Allen (el productor de La aventura del Poseidón, Infierno en la torre y Enjambre) como el mayor realizador de películas de cine catástrofe de la historia.

No es casualidad que en la era de los efectos especiales digitales el subgénero del cine catástrofe haya resurgido, ya que prácticamente su razón de existir depende de su capacidad de impresionar al espectador con grandes hecatombes, ahora y gracias a la tecnología más fáciles de producir (aunque no necesariamente más baratas, como prueban los 250 millones de dólares de presupuesto de 2012). Emmerich, originalmente un director de películas de ciencia-ficción y un experto en escenas visualmente impactantes, ha, evidentemente, intentado realizar la película de cine catástrofe definitiva con 2012, o por lo menos el resumen de éstas. La película reúne en cierta forma casi todas las subvariables del género: hay desastres astronómicos, terremotos demoledores, explosiones volcánicas gigantescas, tsunamis capaces de cubrir los Himalayas, y un exterminio general de la raza humana como no se recuerda. También se la puede considerar una recopilación de escenas que remiten (magnificadas) a otros clásicos catastróficos, como Impacto profundo (Mimi Leder, 1998), Dante’s Peak (Roger Donaldson, 1997), Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951) y, sobre todo, a las películas anteriores de Emmerich.

Al igual que en su filmografía anterior, en 2012 los personajes no sólo son heroicos, sino que también son cruciales en términos generales. Es decir, no sólo viven una aventura cuando son afectados por la calamidad planetaria de la que tratan de escapar, sino que a la vez son los primeros informados al respecto y los que cumplen roles decisivos tanto para sus familias y allegados como para toda la humanidad. Para llegar a ello pasan trances en los que la exageración es absoluta y en los que esquivan en el anca de un piojo los peores desastres, una y otra vez.

Como es su costumbre, Emmerich les presta muy poca atención a las leyes más elementales de la física a la hora de impresionar, y si ya había hecho que el mar se doblara como una capa de goma (sin abrirse) cuando un monstruo caminaba por su lecho en Godzilla, o que una ola de frío polar se comportara como el Coyote persiguiendo al Correcaminos en El día después de mañana, estos absurdos se multiplican en 2012 hasta límites récord, con el agregado de que se duplican (hay dos escenas de autos en fuga y dos escenas de aviones escapando mientras el mundo se derrumba a su alrededor), consiguiendo el extraño hecho de que la película se copia a sí misma un par de veces.

Pero uno no alquila una película porno esperando profundidades psicológicas ni se sube a una montaña rusa con una gran intriga acerca del recorrido, y en ese aspecto 2012 es totalmente honesta: la entrada promete un montón de escenas espectaculares de una hecatombe y cumple hasta el hartazgo con la promesa. Y partiendo de presupuestos narrativos que no son mucho más que una excusa, tampoco se le puede pedir algún grado sensato de verosimilitud. El problema, al igual que con las otras películas de Emmerich, es que -salvo algún breve diálogo-, aun ante lo ridículo de las situaciones el tono de los parlamentos es eminentemente serio y los intentos de introducir una temática más profunda (la relación del personaje de John Cusack con su descuidada familia) empeoran la cosa, ya que lo que podría ser un montón de volteretas asombrosas con buen humor, más allá de que fueran increíbles, al estilo de la saga de Indiana Jones, se vuelve pesada y sensiblera.

Y totalmente excesiva: luego de dos horas y media, hasta el mayor fan de las caídas de rascacielos está realmente esperando que el mundo se termine, es decir, que termine la película, y, para peor, los tramos más entretenidos -el escape en auto de una Los Angeles que se está hundiendo literalmente en el suelo- acontecen al promediar el film, por lo que su último tercio es realmente una prueba de paciencia.

Hay algunos apuntes simpáticos, como son la destrucción del Vaticano y del Cristo Redentor de Río de Janeiro, y por momentos Emmerich intenta desplazar su acostumbrado etnocentrismo de calamidades, que hacía que en sus otras películas diera la impresión de que no había otro país en el mundo además de Estados Unidos, pero a pesar de su vértigo y de sus abundantes escenas llamativas, es una película mucho más sosa y previsible que El día después de mañana, que no era precisamente una maravilla. El cine catástrofe no tiene por qué ser obligatoriamente una catástrofe cinematográfica -como han probado películas divertidas y hasta realmente logradas, como la ya mencionada Dante’s Peak o la interesante versión de La guerra de los mundos (2005), de Steven Spielberg-, por lo que, aunque es fácil imaginarse 2012 con sólo ver su cartel o su trailer (la concepción de cine de Emmerich por momentos parece la de un estiradísimo trailer) y nadie puede esperar mucho más que eso, de cualquier forma genera la molesta sensación de que al espectador le están tomando el pelo con cara de póquer, sin siquiera darle la señal de que se divierta, que es todo una jodita para Roland Emmerich.