Abrió el juego el director nacional de Cultura, Hugo Achugar, con la opinión de que para la sociedad uruguaya es un lujo desmedido inventar la pólvora cada vez que se cambia de administración o de conducción política. A su vez, consideró que el tratamiento de la cultura no reside exclusivamente en el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), sino que es transversal a distintos ámbitos de gobierno. Para él, una política de Estado debe ser inclusiva, no puede marcar estéticas poéticas o formas de entender el arte y debe ser respetuosa de la diversidad cultural. Respecto del último punto, el profesor y poeta consideró que el Estado debe dar apoyo a diferentes manifestaciones porque toda práctica artística tiene derecho a ser expresada.

Achugar afirmó que imponer una línea estética determinada desde el Estado sería acercarse a los “déspotas ilustrados” y recordó el período dictatorial y aun la tipificación de “arte degenerado” impuesta en la Alemania hitleriana. En este sentido, Gerardo Mantero, editor de la revista La Pupila junto con Óscar Larroca, opinó que durante la dictadura militar se intentó eliminar la cultura, lo cual también constituye una política cultural concreta.

Según Achugar, el valor estético comporta un desafío desde la antigua Grecia. “¿Debe el Estado apoyar sólo lo que tiene valor? El problema para aplicar políticas de consenso es entender que el valor y la calidad sean inclusivos, que no sólo tenga valor lo que tiene mis estándares. El Estado debe mantener un difícil equilibrio entre calidad, equidad e inclusión”, dijo.

A continuación delineó una posible fórmula para aunar los tres factores: se debe apoyar a la mayor cantidad de gente posible en su desarrollo potencial, con la esperanza de que con el tiempo algunos lleguen a producir obras de alto nivel. El jerarca recordó la parábola del sembrador, aquella en la que se habla de que una pequeña porción de semillas llega a dar frutos. Para “balancear” la referencia bíblica, Achugar citó seguidamente a Mao y su frase “dejad que mil flores florezcan”. Más adelante agregaría que “para tener un Borges, un Saramago, un Thomas Bernhard o un Peter Handke se necesitan cientos de ciudadanos a los que formar”.

Como director del Departamento de Cultura de la IMM y director nacional de Cultura en los gobiernos colorados de 1985-1990 y 1995-2000, Thomas Lowy retomó la idea de la pérdida que se produce al cambiar totalmente de lineamientos cada vez que asume un nuevo equipo de gobierno. Para Lowy, durante su primera gestión comenzaron a trazarse políticas culturales a nivel nacional mediante reuniones de directores departamentales de Cultura, pero ello “no tuvo continuidad en la administración siguiente: ni se analizó ni se desechó ni se complementó ese plan”. Las pérdidas más importantes, para él, se dan en los recursos humanos, ya que lo invertido en formación de gestores se desaprovecha, e incluso quienes comienzan a desempeñarse en instituciones públicas perciben que se trabaja a término y por ello no ponen toda la energía posible.

Lowy expresó su convicción de que en un mundo ideal “sería bueno que no existiera un ministerio de Cultura: el Estado no debería meterse con el devenir cultural de una sociedad. Siempre corre de atrás, canoniza producciones desfasadas, es un freno para las vanguardias.” El ex jerarca también cree que el ministerio no debería involucrarse en temas relativos a la rentabilidad del fenómeno cultural; el tema que seguramente aparecerá en la charla del próximo martes, ya que tendrá por tema “Cultura y economía en Uruguay”.

Susana Dominzain, historiadora responsable del Observatorio Universitario de Políticas Culturales de la Udelar, aventuró que para trazar políticas culturales debe escucharse a la gente. Para ello consideró fundamentales las encuestas sobre consumo cultural que periódicamente realiza la institución que encabeza y repasó algunos datos sobre el comportamiento de los uruguayos.

Mantero, por su parte, afirmó que por definición los agentes culturales y los políticos están condenados a discrepar, ya que los primeros cumplen un rol cuestionador por su proximidad con el mundo del pensamiento abstracto y el lenguaje artístico, en tanto que los segundos están limitados por la práctica del poder. Asimismo, trajo a colación los difusos límites entre la definición actual de “inclusión” y la política de “vale todo”. Según Mantero, sólo luego de la gestión de Mariano Arana en la IMM (con Gonzalo Carámbula como director de Cultura) se comenzó a plantear la problemática de la gestión; ese intento exitoso de de tratar el tema a partir de problemas contemporáneos “habilitó una expectativa importante ante la llegada del Frente Amplio al gobierno nacional”.

Sin embargo, para él, mientras Jorge Brovetto estuvo al frente del MEC la cultura no estuvo en la agenda política, cosa que sí ocurrió tras la llegada de María Simon. A partir de esos cambios de personal en una misma administración y ejemplificando con el caso del Museo Nacional de Artes Visuales y de Canal 5, que también cambiaron de dirección (en todo sentido) luego del recambio de autoridades ministeriales, Mantero se preguntó si el actual gobierno tiene verdaderas políticas de fondo, al menos en lo museístico y televisivo.

Autodefinido “frenteamplista independiente”, Mantero consideró que a su partido le cuesta hacer síntesis programáticas; la solución para los temas de cultura pasaría por realizar talleres en los que, además de los sectores partidarios, tengan representación figuras no identificadas con grupos políticos.

Georgina Torello, en tanto, cerró la primera ronda de exposiciones con una crítica a la política de “cantidad para obtener calidad” a partir de algunos problemas de funcionamiento de los apoyos estatales a la producción teatral, algunos de los cuales analizó en estas páginas el 16 de agosto. Para la investigadora, la falta de criterios evaluativos claros no sólo elimina las categorías de bueno y malo, sino también las posibilidades de experimentación seria. En su opinión, los mecanismos de subvención de espectáculos y de publicación de textos online legitiman cierto tipo de producciones que dan la impresión de ser nuevas y “jóvenes”, cuando en realidad reproducen gestos ya practicados en la historia de las artes escénicas.