1. París, invierno de 1946

La princesa Olga Mijáilovna Karáguina había nacido el 24 de diciembre de 1906 en San Petersburgo; pero desde que en 1917 su familia se refugió en París y renunció al calendario de Cayo Julio César para adoptar el de Gregorio XIII, su cumpleaños se pasó a celebrar el 6 de enero. Mejor dicho, se celebró en familia las pocas veces que su pobreza de emigrados les permitió una botella de champagne y algunos dulces. Eso ocurrió hasta 1920. Ya en el 21 y el 22 no hubo festejos, y después de la muerte de su madre, la fecha solo dispensaría el beso recordatorio de su hermanito y una lágrima de su padre, muerto en el 24. Desde entonces, ella y su hermano apenas si recordaron sus respectivos aniversarios.

No obstante, aquel 6 de enero de 1946, antes de abandonar la habitación donde había estado durmiendo con su cliente de la víspera, Olga decidió celebrar. Era su cuadragésimo cumpleaños. Una cifra contundente, a la que llegaba con sobrado aliento y ligera de arrugas.

Como de costumbre, se puso un déshabillé y salió en puntas de pie. Viera se ocuparía de Jean-François cuando despertase.

Ya en su dormitorio, Olga abrió el ventanal al aire gélido de enero, si bien perfumado por la vecindad del Bois de Vincennes. Bebió medio litro de agua de manantial, y pese a lo poco que había conseguido dormir, se impuso su hora habitual de intenso yoga.

Al terminar, muy sudada, alzó ante el espejo los brazos de envidiable moldeado, envidiables hasta para sus colegas más jóvenes; se admiró de la línea de su cintura, sin un gramo de grasa excesiva, y se dio un cuarto de perfil, el mejor ángulo para sus facciones. Sacó la lengua, un poco enmohecida por el vino de la madrugada, y la raspó con una espatulilla de metal hasta dejarla roja. Luego estiró los labios, se cepilló la dentadura invicta y brillante, digna de un senegalés, y mientras se enjuagaba la boca, se guiñó un ojo y se invitó a festejar a solas, pero por todo lo alto. Lo merecían sus juveniles cuarenta años con que acababa de amanecer aquel sábado. Pero, merde!, de inmediato recordó que a las cuatro tenía una cita en el Odéon con el coronel Renoir, su mejor cliente. Entonces, tendría que moderar la celebración. Y decidió regalarse, sin informar a nadie, un almuerzo nostálgico con discreto fondo musical de balalaikas, en un restaurante ruso de Saint Germain, que no frecuentaba desde hacía varios meses.

A las tres de la tarde, en espera de que cesara una lluvia leve pero persistente, Olga Karáguina llevaba hora y media de solitaria sobremesa en el Café de Cluny. Lo suficiente para bajar los jolodiets con gorchitsa, la salianka, los pielmienny y el priannik de miel. Porque aunque estuviese de cumpleaños, consumió apenas un tercio de lo que le sirvieron en cada plato. Desde hacía dieciocho años, cada vez que comía en restaurantes, se aplicaba sin misericordia aquella restricción. Pero en ese momento, de todos modos, antes de entrar en acción con el coronel Renoir, se propuso caminar unas cuadras.

En la puerta del café abrió su paraguas y tomó la acera de Saint Germain, en dirección al Odéon. Caminó distraída un centenar de pasos y antes de llegar a la primera bocacalle vio, en el interior de una devanture, bajo la orla del empinado paraguas, la foto de un señor bigotudo, trigueño, con una abundosa y descuidada pelambre, de raya al costado. Cuando se disponía a saltar desde la acera sobre un gran charco formado junto al tragante de la esquina, Olga descubrió que aquel bigotudo era Monsieur Pierre.

Al volverse, tuvo que alzar el paraguas, echarse un poco para atrás y mojarse la cara para leer en lo alto, en el mismo ángulo del Boulevard con la Rue Hautefeuille, el anuncio de

PAYOT & Cie - MAISON D’ÉDITIONS

Olga retrocedió de prisa, y sí, sin duda era él. Así lo indicaba un cartelito al pie de la foto: “M. Pierre Balard, autor de la célebre crónica Le tragique destin de Nicolas II, Paris, 1922”. Y ahora, veinticuatro años después, la casa Payot dedicaba una espaciosa vitrina de Saint Germain a promocionar la nueva obra de Pierre Balard: Mémoire contre la calomnie, de la que exhibía varios ejemplares en un curioso despliegue a modo de tríptico. Era, por cierto, una disposición ingeniosa y muy a propósito para la colorida cubierta, donde un primitivo ícono eslavo, de largo cuello torcido y tristísima mirada, parecía sufrir cristianamente por la calumnia del título.

Al pie de la foto, debajo del nombre y en letras más pequeñas, se añadía: “Trece años en la corte del zar Nicolás II, maestro de francés de la familia real y preceptor exclusivo del zarevich Alexis Nicoláievich Romanov”. Cuánta alegría, alegría triste, humedad en los ojos y vibración en la nuez, de ver al querido Pierrot, como lo llamaba a sus espaldas la Wyrúbova. ¿Viviría siempre en Suiza Monsieur Pierre?

Por lo que Olga pudo averiguar unos años antes, después del regicidio en Ekaterinburg, se había instalado en Ginebra.

La recepcionista de Payot, una bella voz de soprano que contrastaba con la oscuridad de aquella lúgubre tarde, informó a Olga que allí no se vendían libros.

—Seulement pour la promotion, Madame —y le dirigió una sonrisa indulgente.

Olga se apresuró a comprar la Mémoire en una librería cercana, en el Boulevard Saint Michel.

Ya en la calle, caminó sin rumbo en dirección al Sena, absorta en los fragmentos que hojeaba bajo el paraguas. En las primeras páginas encontró nombres de personas y lugares conocidos, y sintió el apremio de devorarse aquel libro lo antes posible.

Se detuvo. Eran las tres y media. Tomó una rapidísima decisión. Desde un teléfono público llamó al coronel y le explicó que al aceptar la cita para aquel día no tuvo en cuenta su cumpleaños, de lo que se había percatado hacía una media hora, cuando se le apareció su hermano para festejarlo. Renoir, siempre tan caballero, comprendió perfectamente y fijaron una nueva fecha.

Con el primer libro de Monsieur Pierre, donde se describía la vida en la corte y el triste final de la familia imperial, ella lloró varios días. Ahora no lloraría. Estaba segura. Después de veintinueve años de emigración, ninguna memoria ni calumnia le arrancaban una lágrima. Pero Balard, aquel amable fantasma del pasado, le proponía con su libro otro poco de nostalgia. En eso, un repentino deseo de acurrucarse a beber y leer se agregó a la sensación de eterna juventud que la poseía desde la mañana. Sería una excelente celebración íntima. Pero... ¿dónde?

Se detuvo y miró en derredor para ubicarse.

Si regresaba a Vincennes, no la dejarían en paz. Los sábados, Monplaisir se llenaba de clientes desde las cinco de la tarde, y ella no podría atender a nadie hasta no concluir de un tirón aquel libro.

Eran unas doscientas veinte páginas de gran puntaje, que ella podría leer, saltando fragmentos, en poco más de tres horas.

Sí, eso haría: buscar un café, una ventana, y alternar la lectura con unos tragos y el espectáculo de la lluvia en París.

De pronto recordó un bistrot que solía frecuentar unos años antes, y se encaminó a la cercana plazuela de Saint André des Arts. El local estaba casi vacío a esa hora y encontró una ventana desocupada, con vista hacia la Place y el Pont St. Michel. Al sentarse sintió un poco de frío, y cuando llegó el garçon, pidió una taza de chocolate con un vodka doble.

—Doble no —rectificó enseguida—, triple, por favor.

No le importó añadir un chocolate a su sensación de llenura. El vodka lo haría bajar.

Un camarero cincuentón, canoso, muy profesional, recibió el extraño pedido sin comentarios.

En lugares públicos, Olga Mijáilovna siempre recibía un trato deferente. A pesar de su aparente juventud, emanaba de ella el autoritarismo desenvuelto, elegante, de quien siempre ha tenido criados.

Sin embargo, junto a la caja, con su colega más joven, el camarero se permitió cuestionarse aquella dosis triple, poco apropiada para señoras. —Estamos en la posguerra, voyons —terció el patrón, detrás de la barra, mientras escanciaba el vodka—. El mundo cambia; y para un día de frío, la combinación no es mala.

Olga, mientras abría la Mémoire, sonrió al darse cuenta de que había ordenado una de las combinaciones favoritas de Rasputín.

En su extenso prólogo, tras un panegírico sobre la inmensa humanidad del zar Nicolás II y el altruismo de la zarina Alexandra Fiórodovna, Pierre Balard rogaba enternecido: “Que Dios los tenga en su santa gloria”.