¿Otra banda folk? ¿Cuántas van; diez, quince, veinte? El 2009 pareció un otoño perpetuo, en el que enjambres de cantautores salían como por debajo de las baldosas con sus guitarras acústicas, cantándole a una melancolía estilo Nick Drake -sin suicidios entre medio: ver la otra nota de esta página-, o construyendo letras que reseñaban a personajes, o pequeños grupos de amigos, presentándolos mediante pequeñísimas y totalmente medidas descripciones de manías y diminutas catatonias cotidianas (algo que Franny Glass hace considerablemente bien, pero que parece forzado y hasta incómodo en otros músicos como Diego Rebella). Mucho Sebastián Kramer, mucho Elliott Smith, quizás demasiado. En todo este contexto de peligro de saturación, ¿qué es lo que puede ofrecer una (otra) banda más?

Vincent Vega es un dúo conformado por Matías González y Mauricio Sepúlveda (y les gusta incluir como tercer integrante a Rodrigo Camy Betarte, mejor conocido como Levedad, responsable del diseño y mayor parte de la imaginería de la banda). Su disco debut -editado de manera independiente y producido por Guillermo Berta- cuenta con once canciones (doce con el bonus track) caracterizadas por un diálogo constante entre dos voces y dos guitarras acústicas, casi sin la presencia de otros instrumentos, salvo unas guitarras eléctricas de fondo en algunas pocas canciones, y una armónica en “Del campo a la ciudad”. Como referencias podría citarse a Simon and Garfunkel, las canciones más acústicas de Wilco, pero sobre todo ciertos juegos vocalísticos de los Beatles. Las letras son algo así como la versión sonora del puntillismo.

Dicho esto, no parecería que Vincent Vega tuviera nada demasiado particular con respecto al resto de las escuadras de bandas folk uruguayas. Pero entonces uno llega al tema dos del disco, y se da cuenta de que está completamente errado. Vincent Vega es posiblemente una de las bandas con mejor oído para la melodía que se han escuchado en años. Volviendo a la referencia casi omnipresente de los Beatles, se puede notar ese detalle que hacía a los cuatro de Liverpool lo que son: no esa defensa a ultranza de ellos como grandes inventores (la historia muestra que, a no ser su productor George Martin, los Beatles son más bien muy buenos recopiladores de cosas que ya flotaban en el aire -a diferencia de una común concepción de los músicos uruguayos, que si fuera por ellos dirían que los Bea-tles también inventaron la rueda y la agricultura), sino una construcción minuciosamente perfecta de armonías, una concatenación bellísimamente engarzada de acordes, que funciona sinérgicamente con la voz de sus dos ejecutores.

El timbre de voz de Matías González (que tiene algo de Thom Yorke, pero que nunca se vuelve demasiado autolesivo) calza perfecto con el formato folk, a la vez que la de Mauricio Sepúlveda suele acolchonar, darle más cuerpo a la del primero.

Casi podría decirse que a la hora de discurrir sobre el disco de Vincent Vega, más que tomar de prestado conceptos sobre literatura, música o pintura, uno tendría que recurrir a la ingeniería: fuerza de rozamiento, pendientes, vigas, cimientos. Uno escucha la sencillez cercana a lo cándido de letras como la de “Un poco más feliz” (“quedate hasta que amanezca/ veremos el día llegar/ está frío aunque no parezca/ y es mejor quedarse acá/ porque sé que me vas a hacer un poco más feliz”) y se da cuenta de que todo aquello es un mero revestimiento. Quedarse meramente en eso a la hora de pensar sus canciones es como juzgar la arquitectura de un edificio por el color con que decidieron pintarlo.

La mayoría de los músicos folk de nuestro territorio (al menos los catalogados como indie) basa gran parte de su estilo y atractivo en hacer de sus limitaciones virtudes, o cuando menos, un recurso creativo. Las limitaciones vocalísticas y guitarrísticas de Gonzalo Denis (el hombre detrás de Franny Glass) sirven para la puesta en escena del personaje particularmente neurótico que interpreta; Pau O’Bianchi tiene una forma extraña de tocar la guitarra, sustituyendo con el meñique varias de las funciones correspondientes al dedo anular, a la vez que el uso coextensivo del requinto, junto con la práctica ausencia de todo acorde con cejilla, generan un sonido y arpegios bastante distintivos; Lucas Meyer amplifica su voz baja con importantes cantidades de reverb, logrando un efecto de profundidad; Carmen Sandiego aprovechan el sonido de baja calidad de los portaestudios para realzar ambientes tan melancólicos como claustrofóbicos; sin embargo, Vincent Vega, en materia ejecutiva, no necesita cruzar los dedos, no necesita hacer guiños ni concesiones, construyendo perfectos juegos armónicos entre las voces de sus dos performers, permitiéndose -como al final de “Un pez”- arriesgadas incursiones en las cuerdas flojas de los agudos (funambulismo que en cualquier presentación en vivo no tiene red entre el artista y el suelo). En este sentido, lo que diferencia a Vincent Vega del resto de las bandas es que son, a la medida de sus aspiraciones, virtuosos.

Uno no sabe de qué manera la nueva década que se precipita sobre nosotros afectará en la curva de natalidad de bandas folk, pero escuchando “Huevo maraca”, “Otoño” “Sin título #1” o “Podríamos haber sido amigos” uno sabe que a Vincent Vega le sobran provisiones para aguantar cualquier invierno.