Hace ocho meses, el estreno local de la documental Tierra ayudó a poner énfasis en la distancia todavía notoria entre los paisajes generados por la naturaleza en nuestro planeta y lo que era posible urdir con efectos especiales sin las limitaciones del mundo material pero con las limitaciones vinculadas a la potencia de las computadoras, a la creatividad del personal y a la disponibilidad de horas-hombre. Para borrar esta diferencia, hacían falta el talento, el empeño y el crédito de un James Cameron.

Con todo lo que puedan impresionar los ya clásicos “movimientos de cámara” de los efectos de computadora alrededor de naves espaciales o edificios, la riqueza textural del pelaje de bichos, la flexibilidad de algunos cuerpos, la visión de multitudes de extras que sería imposible si fueran de carne y hueso, la magnitud de la destrucción de ciudades enteras, la materialidad verosímil de algunos fluidos, en decenas de producciones, jamás se vio algo similar a Avatar. Aquí volamos por un ecosistema ficticio (el de la luna Pandora, alrededor de un planeta gigante gaseoso en Alfa Centauri), y tenemos una inaudita sensación de realidad en la textura en paisajes florestales en que cada corteza de rama está cubierta de detalles orgánicos (lianas, musgos, hojas), y perfectamente integrada, además, a la presencia de criaturas totalmente sintéticas y de otras obtenidas con captura de movimientos de actores.

El resultado no es sólo creíble, sino que es bellísimo y está muy bien concebido en función de la historia. Aparte de haber consumido doce años de espera en la carrera de uno de los directores más redituables de la historia del cine (la producción propiamente no empezó hasta que se desarrolló la posibilidad de filmarla con la calidad deseada y a un precio viable) y la labor de unas mil personas durante uno de los períodos de posproducción más largos ya registrados (dos años), la realización costó entre 230 y 300 millones de dólares, a los que hay que añadir doscientos más invertidos en la comercialización.

Por supuesto que la creatividad aquí está apoyada en variantes de nuestro mundo terreno. Todavía no va a ser ésta la película que rompa con nuestras costumbres mentales geocéntricas; la ecología de Pandora reproduce nuestra división de reinos vegetal y animal, y los bichos son todos variantes de algunas especies conocidas (paquidermos, lobos, escorpiones, pterodáctilos, caballos). En el centro están los na’vi, criaturas antropomórficas inteligentes y dotadas de lenguaje, con el doble del tamaño de un ser humano, cola y orejas puntiagudas, y un color de piel azul estriado suficiente como para pautar una ajenidad racial que es también una relativa neutralidad. Relativa, porque el punto de vista medio de Hollywood siempre es blanco, y el exotismo (que luego va a servir para lecciones anti racistas y anti etnocéntricas) se hace desde un yo blanco: así, hay rasgos negroides en los na’vi (labios gruesos, narices chatas, miembros largos), y buena parte de los actores utilizados para incorporarlos son negros. Sus atuendos y utensilios son un híbrido de indígena americano con africanos. Todo esto, que podría ilustrar la crítica de Carl Sagan sobre la falta de inventiva de la ciencia-ficción cinematográfica en lo que refiere a concebir formas de vida por fuera de nuestros parámetros terrenales, y que es incongruente con la preocupación por la verosimilitud científica patente en, por ejemplo, el diseño de la nave espacial, aquí es funcional para el aspecto de parábola y para el desarrollo de la historia (que va a envolver, entre otras cosas, una línea amorosa entre un humano y una na’vi). Probablemente la propia sensación de belleza y el encariñamiento que sentiremos por los na’vi y por ese ecosistema tienen su base en la proyección hacia elementos familiares. Pero Cameron los enriquece considerablemente, entre otras cosas, recuperando su gusto por las fosforescencias reminiscentes de El secreto del abismo (1989), una de las mejores y menos recordadas películas de Cameron, y que también fue un mojón en la evolución de efectos especiales (como lo fueron también Terminator 2 y Titanic). Quizá se haya inspirado también en algunas imágenes de Roger Dean para los álbumes de Yes (las montañas flotantes de Yessongs). Lo curioso es que la misma correlación entre familiaridad y extrañeza se proyecta a la propia anécdota de la película. La historia es un armado de clichés puestos en un contexto nuevo: hay mucho aquí de Danza con lobos (y de su imitación, El último samurai), con un algo de Pocahontas.

Quien tenga familiaridad con esos esquemas anecdóticos va a prever unos dos tercios de los principales acontecimientos de la película a partir del primer encuentro entre Jake y Neytiri. En términos menos masivos, una de las ideas básicas de la anécdota (el de un parapléjico psiónicamente conectado a un cuerpo ajeno a través del cual puede tener vivencias inviables en su cuerpo lisiado, y con el cual explora un ecosistema extraterrestre) deriva del cuento “Call Me Joe” (1957) de Poul Anderson. La idea de un hombre occidental que de noche sueña que es un indígena y de a poco empieza a cambiar la vida soñada por la vida real puede remitir al conocido cuento de Cortázar “La isla a mediodía”. La película también incorpora la noción de un ecosistema que constituye una especie de suprainteligencia que resulta en una mezcla de panteísmo y animismo con una base cientificista (la hipótesis de Gaia de Lovelock, una sugerencia pronto incorporada a la serie Fundación y a la novela Némesis de Asimov). Cameron se sirvió de algunos puntos de apoyo adicionales para crear una comunicación fluida y fácil: la presencia de Sigourney Weaver como una científica experta en exobiología se alimenta de la serie Alien, y hay un bicho volador con aspecto de pterodáctilo y al que le dicen “toruk”, guiñada a un recordado episodio de Jonny Quest. Los detalles de ojos que se abren en sincronía con un sonido orquestal puntual son un préstamo de Lost. El visual deslumbrante es uno de los motivos por los cuales esas reiteraciones pueden ser perdonables aun por el espectador experiente y exigente.

El otro motivo es una realización que, como siempre en Cameron, es clásicamente redondita: los personajes, aunque no son gente especialmente compleja, merecen bastante atención; la película contiene mucha acción, pero el desarrollo es suficientemente detenido como para generar un envolvimiento significativo entre espectadores, los personajes y las causas que ellos representan; el guión está cosido en forma ejemplar (con el procedimiento de que los elementos son debidamente “plantados” pero siempre en forma aparentemente casual, cumpliendo alguna otra función: por ejemplo, en el momento en que Neytiri enseña a Jake su técnica para tirarse de lo alto del árbol gigante eso es usado como un ejemplo de su pedagogía radical, pero mucho después eso va a ser usado para salvarle la vida a Jake durante el showdown).

Quizá aun más importante que estos factores de calidad clásica es el trasfondo moral y el manejo de referentes históricos que alimentan la participación afectiva. La película traslada a una dimensión interplanetaria la situación de la conquista de América, pero hay varios elementos que inducen a asociaciones con las recientes guerras petroleras: al fin de cuentas quienes invaden Pandora son marines (en un mundo en que ya no parecen estar al servicio de ninguna nación y reportan directamente a los directivos de grandes corporaciones transplanetarias), y su principal objetivo es desplazar a los na’vi para poder extractar libremente un mineral valiosísimo. La película enfatiza el ciego afán de lucro de los altos ejecutivos, y también la prepotente despreocupación de los militares con respecto al “otro”, debidamente demonizado en la prédica belicosa. Como parte de esta riqueza de sentidos entrecruzados, en el momento en que los marines derrumban el árbol gigante, matando e hiriendo a varios de los na’vi que lo ocupaban, cuesta no pensar en la caída de las torres gemelas, sólo que ahora con un elemento provocativamente invertido: es la derecha estadounidense la que lo está derribando, y son los nosotros-ellos (los na’vi) las víctimas. Y todo puede leerse, por supuesto, como una múltiple referencia a cuestiones ecológicas (es significativo que el estreno mundial, el 10 de diciembre, coincidió con la realización de la última cumbre sobre cambio climático): se puede hacer una analogía entre el desplazamiento y disolución de comunidades indígenas de la Amazonia debido a los avances de la industria maderera o de mineración. En un nivel más directo, la Tierra del año 2154 se describe como un “planeta moribundo”. Obviamente, todo esto está vertido de forma unilateral y simplista, sobre todo lo ecológico: es bastante más fácil enamorarse de una naturaleza en que no hay mosquitos, víboras venenosas, enfermedades incurables o eventos climáticos catastróficos, confrontado con un mundo artificial donde hay criminalidad, mala leche, marines psicopáticos, pero no hay arte y apenas se ve un muy minoritario empeño científico, cuyo progreso más notorio (la posibilidad de que una mente ocupe un cuerpo ajeno) es suplantable por un elemento “natural” de Pandora. Pero, en fin, es lo que es: un blockbuster hollywoodense de fantasía, y en todo caso las posiciones que asume son bastante simpáticas. Esta bella historia, que es simultáneamente fábula y parábola, además de ser enormemente disfrutable para varios aspectos de la sensibilidad, está militantemente dirigida a favorecer una mirada de comprensión hacia el otro (a través del artificio de ponerse en su piel, aquí en forma literal). Y dentro del clima de fantasía (en cuyo contexto simplificado nos sentimos más libres para adoptar, despojados de las complejidades de lo real, nuestras opciones ideológicas), es un placer el momento decisivo de la batalla final, utopía ambientalista y antiimperialista, gozosa catarsis.