La Bienal de La Habana, que comenzó en 1984 y llegó este año a su décima edición (terminó a fines de abril), se caracteriza por su poder de regenerarse, lo que la vuelve a menudo despareja en sus propuestas, pero es una de las más vivas y encomiables de las grandes bienales de arte a nivel mundial. A lo largo de un cuarto de siglo fue cambiando objetivos y métodos organizativos a veces radicalmente; por ejemplo, empezó otorgando premios pecuniarios -la edición 1986 fue ganada, entre otros, por el uruguayo Carlos Capelán- para volverse luego un “simple” escaparate; sus iniciales representaciones artísticas pantagruélicas (con un promedio de 600 presencias en las primeras ediciones) sufrieron una fuerte “reducción” (las 200 actuales). Sin embargo, mantuvo siempre su intención primitiva: hacer de Latinoamérica, el Caribe, África, Asia y últimamente Medio Oriente una fuente de mirada privilegiada en el arte contemporáneo, sin olvidar un diálogo con los centros hegemónicos europeos y anglófonos (EEUU y Australia).

El título de esta última edición fue bien claro y es quizá más que nunca abierto: “Integración y resistencia en la era global”, eslogan seguramente muy catchy, pero que podría ser con tranquilidad un inane “decir todo y nada”. Sin embargo, el espesor teórico que está atrás de la curaduría bien se expresa en un ponderoso volumen que profundiza el tema a través de una docena de ensayos de corte académico, enriquecedor complemento del lindo catálogo con las obras reproducidas. Se trataba entonces, según las intenciones de los organizadores, de una polifacética elucubración sobre “la complejidad de una real y activa integración a un orden global, por un lado, y sobre la capacidad de resistencia ante la farsa homogeneizadora que ésta presupone”.

Ambos tomos mencionados están disponibles para ser hojeados en el MNAV, en el marco de Artistas uruguayos en la décima bienal de La Habana (donde no está presente Luis Camnitzer, a quien la bienal dedicó en esta ocasión una de las siete muestras personales de artistas con larga trayectoria), y son estos libros, junto con un registro en video de todas las obras expuestas en la ciudad cubana, los que valen la visita.

¿Resistencia?

El hecho de que semejante tema fuera enfrentado desde la capital del centro mundial, junto con China y Medio Oriente, de la resistencia -aunque no impermeable a las cosquillas del Imperio- frente al capitalismo global, parece haber afectado sólo a Javier Abreu. Su envío a Cuba consta de tres postales que -como suele pasar cada vez que Abreu usa su personaje del “empleado del mes” de McDonald’s- reproducen inscripciones con fondo, colores y M sustituidas con el doble arco, típicas del fast food norteamericano: “somos aMigos”, “CambiaMos”, etcétera. Más sugerente resulta un afiche con un mapa que muestra la cercanía geográfica entre la isla comunista y la ultrahedonista Florida y recita “próximaMente”.

Lo de Abreu es sin dudas un arte basado en la broma, pero liviana (que se parece, para tirar dos ejemplos, mucho más al resultado de un reflejo condicionado del cadáver de Duchamp que a la volitiva crueldad de un Waldemar Cordeiro), y como toda broma liviana, luego de unos segundos se desvanece en el aire. También se muestra un video (así como una serie de fotos sacadas en lugares típicos de La Habana) que es la visualización de un diario de viaje del turista de masa (un poco bobo) que se hace “retratar” con la imagen de Guevara o haciéndose afeitar en una pintoresca barbería cubana. Claro que con su camiseta, sonrisa y gorrito de “empleado del mes” mcdonaldiano toma el pelo a la estandarización de la felicidad (no menos chatarra que la comida) promovida por la globalización mercantil y sus inequidades, ¿pero es realmente un “recordatorio” útil? ¿Y qué hacer de su grado cero a nivel estético, ya que el ético es tan obvio? Paréntesis: la gran M de la comida rápida por excelencia aparece en otra obra, presente en la Bienal, del español Lluis Barba, llamada -¡coincidencia!- Turistas en el arte, en la que a la reproducción en blanco y negro de El jardín de las delicias del Bosco se superponen banales fotos turísticas en color, que crean un sorprendente cortocircuito visual.

Julia Castagno presenta un video de 2003, titulado The Chicken Party: la guerra de los pollos, que es una reelaboración de los reportajes televisivos en Irak durante una guerra oficialmente terminada, pero todavía “vigente”. Allí recrea una especie de informativo de una fantasmal cadena, NTA, en donde recortes de una falsa guerra con falsas armas, falsos protagonistas que hablan un falso idioma son centrifugados en un producto “amateur”: simulacro que vive de la supuesta parodia de los canales televisivos más importantes de las últimas guerras (CNN y Al Jazeera) y su peso en el desarrollo del conflicto entre Occidente y Oriente, acá reducido a algo que está peligrosamente más cerca del chiste de Youtube que del “vandalismo” de Dadá, movimiento evocado un poco desenvueltamente por Santiago Tavella en un texto que aparece en el catálogo.

La pintura, finalmente, está representada por seis telas de Santiago Velazco (más una remera con sidecar, imaginamos evocadora de La Poderosa del Che). A un fondo liso de color llamativo, el artista sobrepone grandes stenciles más o menos impactantes (carrito de supermercado, soldado armado, un niño inspeccionado en un aeropuerto, etc.) y una catarata de inscripciones, manchas de colores, especie de emoticones e imágenes pop, con chorros varios; como en Abreu y Castagno, el empleo de íconos en forma burlesca aparece como el centro de la operación. Una vez más su reproposición se diluye en una tibia denuncia “genérica”, esta vez traducida en un estilo eminentemente callejero, pero saqueado de la dialéctica con los transeúntes desprevenidos que brinda la calle. En los tres casos, no cabe duda de que la resistencia necesita refuerzos.