Ella sola desea y se atreve a saber desde dentro, donde ella, la proscrita, no ha dejado nunca de oír la resonancia de un lenguaje anterior. Deja hablar a otro lenguaje -el lenguaje de las mil lenguas que no conocen limitación ni muerte. (Hélène Cixous, La risa de la medusa).
Hace ya un año Rebeca Linke Editoras presentaba este volumen firmado por Alicia Migdal que reúne tres de sus textos de narrativa publicados en las últimas dos décadas: La casa de enfrente (1988), Historia quieta (1993) y Muchachas de verano en días de marzo (1999). Incluye también Abstracto, un apartado final que la autora presenta como “coda” a las mencionadas nouvelles, entre las que existe -agrega- una “interconexión” que permite “leerlas como un conjunto”. Mucho más que mostrar cierto grado de continuidad estilística, estos textos se contaminan, se pertenecen y se citan entre sí al punto de formar una unidad coherente. Cada apartado de En un idioma extranjero es una triunfante batalla de la misma guerra.
Lenguaje femenino y propio
Desde la tapa que elige una reproducción intervenida de El vals, la escultura de Camille Claudel, vista desde la espalda de la figura femenina, el lector se pone en contacto de manera consciente o intuitiva con la potencia creadora femenina, a través del genio de Camille, la artista, la mujer, la loca. El texto inaugural es La casa de enfrente, que además de respetar el orden cronológico de publicaciones instala al lector en el clima que tendrá toda la obra, un tono indiscutiblemente poético para una narración atípica, que la misma narradora define en la ficción como un “Contar sin contar, acercarse en lentas aproximaciones al material caliente y lejano de nuestra vida secreta”. Acostumbra el cuerpo al zambullirse en el baño tibio que es la prosa de Migdal.
Ubicarla en el campo de la literatura femenina puede no ser muy significativo en el umbral de 2010, por lo menos desde el punto de vista político, pero seguramente lo fuera en 1988, cuando se publicaba por primera vez esta declaración de otredad contenida en la frase: “Vivo siempre en la casa de enfrente”. Alicia Migdal puede hablar de los olores de la cocina de la casa de su abuela sin ser cursi, capacidad técnica que no se reprodujo con frecuencia en las generaciones que la sucedieron y que centra su equilibrada eficacia en permitirse un vuelo poético que no pierde la unión a la tierra por la tanza invisible del talento. Puede en realidad hablar de cualquier cosa sin que se le achaque la peor faceta de la noción de literatura femenina, porque su femineidad no se basa tanto en su elección de los contenidos como en la subversión de unas formas que servían (¿sirven?) a una sensibilidad vecina, de enfrente, pero no propia.
En este sentido es preceptor el concepto de “zona de riesgo” que introduce Rosario Peyrou en su nota crítica sobre Historia quieta en el año de su publicación (El País Cultural, N° 201, 1993) para referirse a la literatura escrita por mujeres que han logrado conformar una voz propia y reconocible como femenina. Bajo esta noción inscribe la narrativa de Migdal en la tradición fundada por Virginia Woolf y Marguerite Duras, por ejemplo, y habría que agregar como referencias geográficas y temporalmente más cercanas a En breve cárcel, de Sylvia Molloy, y aun las últimas ficciones de Teresa Porzecanski; ambas afinidades que no descubre quien suscribe, pero que se adivinan en esta prosa dedicada, amasada con mano de mujer y que conoce el lenguaje gestado en un estadio primigenio, anterior a la adquisición de la ley paterna de construcción del discurso.
Historia sin relato
En el caso de la primera nouvelle la palabra se apoya en citas engarzadas al fluir de la voz narrativa, fragmentos entrecomillados de orígenes dispares de los que la narradora se apropia con naturalidad e integra inadvertidamente a su relato, postergando la aclaración de las fuentes para después del punto final. La casa de enfrente es una historia de hermanos, de padres, de abuelos inmigrantes, de casas y sobre todo de madres, madres que van quedando así pasa el tiempo y “una sale de adentro de la otra interminablemente”.
En Historia quieta, segundo texto, el casi imperceptible sucederse de la primera narración se paraliza para contar una historia “sin relato”, “la historia donde los cuerpos no son libres, abrumados de memoria por la imaginación y el pasado”. La historia quieta está habitada por una mujer sola, el recuerdo de un desamor, un hombre viviendo en un viejo Morris estacionado en la casa de enfrente. Una casa de enfrente que “iba a ser reformada”, la mujer que imagina el suicidio de otra mujer, de cualquier mujer, suicidio que rompe la cadena infinita de madres. Unos ojos lacios, unos vestidos degollados o un olor pequeño que atentan contra la previsibilidad de los adjetivos y un llanto que es ejercicio de desmesura. Y por sonidos propios, silenciosos llamados de género: “Hay timbres que suenan en la noche y sólo las mujeres escuchan”.
Expreso de medianoche
“La mujer salta por la ventana. El plato humea en la cocina. Su cuerpo caído anula el imperceptible lapso del alimento”. En Muchachas de verano en días de marzo (1999) se cometerán las muertes que imaginaba la protagonista de Historia quieta, en la primera parte (está dividido en tres) las mujeres mueren breve, decididamente. El fragmento de la cita aparece idéntico en La casa de enfrente, como una premonición. También funciona como una anáfora la frase “La rambla sur por Reconquista hasta la escollera es el fin del mundo”, que aparece en Historia quieta y se retoma en distintos momentos de Muchachas de verano..., resignificándose según el contexto pero sirviendo siempre como punto de fuga, como ruta abierta al escape.
Hay en esta tercera narración más movimiento, una mujer que viaja en tren y da título al volumen: “Tren en la noche en un idioma extranjero”, retomando el tema omnipresente del idioma en su doble rol de puente y de barrera, y de la multiplicidad de extranjerías posibles. La búsqueda de la identidad se funda en la palabra, pero desplazando o mejor dicho ampliando el lugar tradicional del cuerpo femenino como base de la construcción del género a la casa, incluso a veces a los pequeños objetos que la integran, como una lapicera de muchos años que se pierde.
Cerca del silencio
En Abstracto (2008), epílogo que reúne escritos de los últimos años, la desilación de los textos se agudiza. La prosa se vuelve aun más fragmentaria, a veces mínima. Abstracto es estaciones de tren, vías y durmientes, pero no trenes. Un viaje sin mapas orientadores pegados en las paredes que develen el recorrido a los exploradores distraídos, a los perezosos. Sin voces en off que anuncien cuál es la próxima estación. Instantáneas de ineludibles y efímeros lugares de tránsito, fotos, películas, sueños. La realidad parece frágil e inasible, pero a la hora de los finales se puede estar a salvo con un pensamiento, o sea sentirse a salvo a través de la palabra, a pesar de que el pensamiento sea una celebración del silencio.
Migdal ejerce la literatura femenina como expansión y no como limitación. Genera un lugar de enunciación propio, que desoye los reclamos del ego de sumisión al diario íntimo. Demuestra una celada autoconciencia, una preocupación permanente por el acto de escribir; la escritura se le muestra a veces como salvación, como lugar seguro, pero otras veces como “crimen en defensa propia”, como condena y como suicidio.