Hacia finales de 1935, el gobierno uruguayo se vio obligado a optar, a raíz de la inminente invasión italiana a Etiopía, entre complacer a la diplomacia británica o a su contraparte peninsular. No era una decisión fácil para la administración del colorado Gabriel Terra, cabeza de un golpe de Estado conservador (secundado por el blanco Luis Alberto de Herrera) que tenía más de una razón para simpatizar con el régimen de Benito Mussolini, pero que, a su vez, debía atender los deseos del Imperio Británico, ya en decadencia (son los años en que Estados Unidos se afianza como potencia hegemónica en esta parte del mundo) pero aún poseedor de un enorme poder militar y, sobre todo, económico. Este estudio de Ana María Rodríguez Ayçaguer busca iluminar, basado en un exhaustivo trabajo de recopilación documental, las complejidades del proceso que llevó a que en 1935 nuestro país apoyara las sanciones internacionales a Italia tras su ataque a Etiopía y a que 1938 reconociera la legitimidad de la anexión del país africano a esa entidad que llevó la rimbombante denominación de “Nuevo Imperio Romano”.

Especialista en historia uruguaya de principios del siglo XX, Rodríguez Ayçaguer ha concentrado su trabajo como investigadora en el campo de la historia diplomática, una subdisciplina próxima a la historia de las relaciones internacionales pero cuyo nombre sugiere al neófito, más que la crónica de reuniones entretenidas, una acumulación farragosa de papeleo interno. Pero, si bien hay mucho de eso en Un pequeño lugar bajo el sol -cuya edición es el producto lateral de una investigación académica-, las referencias documentales están muy bien dosificadas en el texto principal, las notas al pie y en un anexo final, de modo que no obstaculizan la lectura fluida del libro. Desde este punto de vista, tal vez la única observación que se le pueda hacer a este trabajo sea cierto descuido por el aspecto narrativo; no se trata de que haya problemas en la cronología, sino de que están ausentes algunos recursos literarios útiles para cautivar al lector no especializado (por ejemplo, en lugar de alimentar la expectativa por la resolución de algunos temas, Rodríguez Ayçaguer confiesa, con sinceridad profesional, que han quedado fuera del alcance de su estudio, como si lo verdaderamente importante, la labor de investigación, ya hubiera ocurrido y lo que uno tiene en sus manos fuera un relato secundario). A pesar de esto, los no especialistas reciben una bienvenida atención en el apartado de imágenes, donde los pies de fotos funcionan como un verdadero “quién es quién” del período estudiado, y donde aflora esa habilidad del docente para captar el interés de la audiencia mediante la pícara selección de detalles biográficos.

Lo que es verdaderamente destacable de este trabajo de Rodríguez Ayçaguer -cuya preparación le insumió más de un lustro- es la variedad de las fuentes documentales. Además de visitar archivos de material diplomático en Italia, EEUU y nuestro país, la autora también repasó la interpretación que de los principales sucesos históricos publicaba la prensa nuestro país. Si se tiene en cuenta que hasta hace algunas décadas los diarios y semanarios locales no estaban simplemente alineados con tendencias políticas, sino que eran más bien los órganos de comunicación de sectores partidarios perfectamente definidos, esta recopilación permite hacerse una muy buena idea de qué pensaban las distintas colectividades políticas sobre el ascenso del fascismo, los distintos imperialismos y otras cuestiones que harían eclosión hacia el final de la década del 30, luego de que la Guerra Civil Española consolide el frente antifascista que puede ser visto como una de las raíces del actual Frente Amplio.

Otro de los puntos fuertes del estudio es que no se limita a considerar las relaciones bilaterales entre Uruguay e Italia o Uruguay y las potencias centrales, sino que también incluye las vinculaciones diplomáticas con los países de la región. Esto vale por dos motivos: por un lado, porque es históricamente acertado, ya que de los propios documentos surge la importancia que para los diplomáticos uruguayos tenía el comportamiento de los países vecinos (y no sólo los fronterizos: también Chile), y, por otro lado, porque permite atisbar la permanencia de algunos problemas de nuestro país con el resto de la región. En este sentido, Un pequeño lugar bajo el sol ilumina la preponderancia que tenía lo económico en estas decisiones (uno de los epígrafes del libro es una cita de Alberto Guani, por entonces embajador uruguayo ante la Sociedad de Naciones,, que destaca la cercanía entre las “Relaciones exteriores” y los “Negocios extranjeros”), pero también la relevancia de las cuestiones de política interna. Así, por ejemplo, se llega a comprender que el gobierno argentino apoyara a la debilitada Sociedad de Naciones (porque el canciller argentino, Saavedra Lamas, representaba a las tendencias liberales en la administración de Agustín P Justo) o que el presidente Terra hiciera declaraciones públicas sobre la distancia entre el fascismo y las tradiciones democráticas uruguayas, en tanto que en privado (como bien rescata este estudio) admitía que se trataba sólo de complacer a la creciente oposición local.

Lo económico, por supuesto, también tiene su lugar (y, además, su propio anexo de cuadros y tablas), pero no sólo a nivel general, que ayuda a comprender la importancia que cada país tenía para Uruguay de acuerdo a la intensidad de sus relaciones comerciales, sino también en la forma de episodios disfrutables. Un ejemplo: la autora describe los intrincadísimos pactos de negocios entre nuestro país e Italia, complicados por variaciones en tipos de cambio y otros problemas monetarios, pero lo que puede parecer engorroso se transforma, hacia el final del libro, en una especie de preámbulo de un chiste final, dado que uno de los protagonistas históricos concluye que, de haber cumplido Uruguay con las sanciones internacionales contra Italia (que nominalmente había votado en la Sociedad de Naciones y que incluían severas restricciones al comercio), se habría generado un déficit comercial inmediato, ya que era Italia, país al que supuestamente se quería castigar, el que tenía una deuda abultada con nuestro país, y no al revés.

En cuanto a ese “quién es quién” aludido más arriba, además de los mencionados Terra y Herrera, resalta la figura de Serafino Mazzolini, hábil embajador de Italia que con grandes dosis de carisma alimenta la predisposición hacia Mussolini de algunos dirigentes uruguayos y de parte de la colectividad italiana de nuestro país. Su antagonista (si esto fuera una novela), el inglés Millington-Drake, aparece como alguien mucho más discreto pero, a la vez, más efectivo (es decir, verdaderamente “diplomático”), por lo menos a la luz de las decisiones que Uruguay tomó a nivel formal. En 1935 nuestro país condenó la invasión de Italia a Etiopía según era la voluntad de Gran Bretaña y Francia, que predominaban en la Sociedad de Naciones, y, aunque parezca contradictorio, en 1938, cuando reconoce la anexión de Etiopía, nuevamente sigue a la diplomacia británica, que por entonces había cambiado de estrategia y en lugar de enfrentar deseaba apaciguar al Duce para alejarlo de Hitler.

El período estudiado por Rodríguez Ayçaguer es fascinante para quien esté interesado en comprender la historia del siglo XX, y, como ya se refirió, en su trabajo, de manera directa o lateral, se ilustran temas fundamentales que dividieron aguas en la política de nuestro país, de la región y del mundo. La abundancia de datos puros y citas de Un pequeño lugar bajo el sol está bien complementada por muchos detalles que, además de entretener, revelan las posibles simpatías de la autora; su insistencia en destacar la visita de Herrera a la Italia fascista es un buen ejemplo de su discreto pero persistente punto de vista sobre la ambigüedad de la política exterior de nuestro país.