Todo comienza con un rostro y una súplica: “no me dejes”. Si hay algo que de primera sabemos es que estamos solos. Intentamos localizar un elemento detrás de aquel francófono de rostro equino, pero sólo encontramos oscuridad, como si el mismo rostro fuera figura y fondo, un continente en el que nos perdemos sin tener mapas ni referencias que puedan salvarnos. Es el mismo horror vacui que nos sucede pocas veces en la vida ante una persona, darse cuenta de que entre uno y el otro no hay más que un mojón, un puente levadizo enclenque que sólo podemos transitar a oscuras. Porque el hombre sigue rogándole a la cámara que no lo deje, prometiendo cosas imposibles (“yo te ofreceré / perlas de lluvia / venidas de países / en los que nunca llueve”), soñando en un mundo donde él será rey y la otra persona será reina, por un momento sumergiéndose en una felicidad inventada, hasta darse cuenta de que sigue estando allí, en la triste imposibilidad de las circunstancias. No sabemos qué hizo para que la otra persona lo dejara, si fue infiel, si cometió algún otro tipo de error o si es víctima de un capricho, de un simple desencadenamiento de los hechos, pero, una vez que nos preguntamos esto, nos damos cuenta de que ni siquiera sabemos a quién le está rogando, si lo que nos angustia es haber sido colocados en el lugar de espejo frío, barrera de ese otro, o si realmente lo que nos angustia es que, de tanto mirar el rostro, esos ojos lacrimosos, como en el famoso cuento “Axolotl”, de Cortázar, nosotros nos encontramos del otro lado del espejo, es decir, traspasando la pantalla e identificándonos plenamente con la mirada de ese belga, como si ahora, delante de nosotros, no estuviese el televisor, el monitor de la computadora, la ventana del YouTube, ni siquiera la cara de él, sino el rostro desinteresado de una mujer (u hombre) hipotética/o que hace caso sordo a nuestros reclamos. Pero el tipo sigue rogando “Ne me quitte pas” (no me dejes) y la pantalla se desvanece en negro.

Hoy, viernes 11 de setiembre se cumplen cincuenta años de Ne me quitte pas, canción icónica del cantautor belga Jacques Brel, que no tardó en convertirse en un hito de la chanson francesa, siendo objeto de múltiples reversiones de diferentes procedencias y lenguas. La canción se estrenaba en el larga duración La valse a mille temps (después sería reversionada por él en 1972, en un álbum que lleva el mismo nombre y que probablemente sea la versión con la que estamos más familiarizados), disco en el cual Jacques Brel aún se iba entrenando en su composición y habilidad performática, pero que ya le venía pavimentando la senda hacia el estrellato. Nacido en el seno de una familia burguesa, sus veinte años pusieron a Jacques en la encrucijada de estudiar o desempeñarse como heredero de la fábrica de cartón de su padre. El joven Jacques, quien siempre resultó un caso ejemplar de alguien que nunca dejó de hacer las cosas que quiso, tras una breve carrera teatral, se lanzó de lleno a un proyecto musical solista que daría con su primer 78 RPM, en 1953. El comienzo no fue fácil, con un público entre reticente y escandalizado por la crudeza de sus canciones (tanto en el amor como en la lujuria, pero sobre todo en la forma en que retrata la vida burguesa, con canciones entre sardónicas y directamente combativas frente a la sociedad de donde provenía originariamente), pero de a poco, a base de cofradías afortunadas (Jojo Pasquier y Gérard Jouannest, entre muchos otros que lo acompañarían a lo largo de su carrera) y el pulido de un estilo vocalístico pero sobre todo performático inigualable (puede leerse la influencia del teatro, al cual se dedicó anteriormente y un tiempo después, cuando dejó los escenarios), Brel dio con su primer hit, “Quand on a que l’amour”, en 1957. Sin embargo, sin lugar a dudas es “Ne me quitte pas” (un tema curiosamente dedicado a una amante que, tras no haber sido reconocido por él un futuro hijo suyo, abortó, abandonándolo definitivamente) su tema consagratorio, y que lo colocaría en el ojo de toda la crítica y el público masivo francés.

La vida de Brel está repleta de éxitos similares, como “Amsterdam”, “Jef”, “Mathilde”, “Le bourgeois” y “Au suivant”, y ciertamente muchas composiciones suyas pueden ser consideradas más brillantes desde el punto de vista letrístico -la inmensa “Je suis un soir d’eté” (yo soy una noche de verano)-,o en lo técnico (la casi imposible de cantar “La valse a mille temps”, un trabalenguas que muy pocas veces ha podido ser reproducido por otro cantante), pero es “Ne me quitte pas” su tema más emocionalmente efectivo, por lo devastador que resulta a su primera escucha.

La misma Edith Piaf, en 1959, la primera vez que lo escuchó dijo: “Un hombre no debería cantar cosas así”. El propio Brel, un entrevistado tan fascinante como intimidante, confesó que “Ne me quitte pas” no es una canción de amor sino sobre la cobardía. Precisamente “Ne me quitte pas” es una canción desesperada, es ese reclamar hasta el último grano de arena en un territorio perdido, pedirle a la otra persona al menos arrancar un roce de epidermis, cuando no una caricia, la sensación de perder todo y arrastrarse por un poco, un centímetro de nada, pero ese centímetro que una vez fue suyo. “Dejame convertirme en la sombra de tu sombra / la sombra de tu mano / la sombra de tu perro / no me dejes / no me dejes”, canta Brel, en una canción que en formato audiovisual (se puede acceder al video subtitulado gracias a la bondad de páginas como la ya mencionada YouTube o Google video) es una oda a los fluidos corporales, con un cuerpo empapado de lágrimas y sudor, con un rostro trepidante, con un cuerpo que no se ve pero que por momentos parecería a punto de desmoronarse, como la voz misma.

Miles de interpretaciones del tema se han hecho desde entonces, contando desde el famoso cover de Nina Simone hasta el mismo Charles Aznavour, pasando por una variedad tan delirante de músicos que incluye a Marlene Dietrich, Frank Sinatra, David Bowie, Momus, Robyn Hitchcock, Sting, Miguel Bosé, Nacha Guevara y una versión salsera de Sandy Aruba. Sin embargo, más allá de mantenerse, dentro de lo posible, fiel a la obra, cualquier impresión se da de cabeza frente a la imposibilidad de representar aquel tema con la intensidad del belga (incluso Scott Walker, uno de sus continuadores más disciplinados y originales, no queda del todo bien parado en su versión angloparlante “If you go away”).

Luego de “Ne me quitte pas”, el cielo se le abrió a Jacques Brel, quien en 1962 se terminó de canonizar en su glorioso (y documentado en formato vinilo) concierto en el Olympia de París, un lugar mítico, que venía a ser algo así como el Royal Albert Hall en Londres. Escuchar ese concierto (la forma en que encarna desde un fantasma cínico en su propio funeral en “Tango funèbre” hasta un toro enfrentado a su matador en “Les toros”) es presenciar la instantánea del mejor momento de uno de los más sorprendentes performers de todos los tiempos.

La obra de Brel terminó de una forma bastante abrupta, abandonando los tablones a la temprana edad de 37 años (en una curiosa entrevista que le hacen conjuntamente a él y al campeón francés de doscientos metros llanos -ambos personajes que acababan escandalosamente de renunciar a sus carreras- Brel decía que no sólo tenía ganas de probar otras cosas, sino que había un límite físico que, como en el deporte, le impedía desempeñarse de igual manera a cierta avanzada edad) y muriendo a causa de un cáncer pulmonar a sus 49 años, para ser enterrado en Islas Marquesas (a escasa distancia de la tumba de Gauguin, donde vivió los últimos años de su vida entregado a su pasión de volar).

Y pasaron cincuenta años y volvemos a ver aquel video, y uno se da cuenta de que, a pesar de habernos convertido en una sociedad en la que el melodrama ha ido expurgándose pudorosamente de la música, hay algo que sigue golpeando y desnudando en cada verso que sale de la boca, de esos dientes gigantes de Brel. La pantalla se pone en negro y el belga sigue implorando “Ne me quitte pas”. Pero la batalla ya está perdida.