Víctor Manuel Vital, alias El Frente, fue un ladrón argentino que el 6 de febrero de 1999, a los 17 años, murió acribillado por un cabo de la Policía Bonaerense, cuando gritaba, refugiado tras una mesa, que estaba desarmado y se entregaba. Este episodio, que no parece disonante con la información que puebla la crónica roja de la mayoría de los medios de prensa del Río de la Plata, es la piedra angular de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, un relato non fiction del periodista chileno-argentino Cristian Alarcón.

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“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro […] Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”. Walter Benjamin.

El Frente se convirtió tras su muerte en un particular tipo de ídolo pagano al que los “pibes” de las villas de San Francisco de Asís, 25 de Mayo y La Esperanza le piden que tuerza las balas, aumente el botín y defienda a los delincuentes del escarmiento policial. El relato de la vida de este “santo” de los “chorros” es el pretexto que Alarcón utilizó para introducirse en una parte de la historia argentina (y latinoamericana) actual, en la que campean la violencia, el aparato represivo, la droga y el delito, con muestras de solidaridad y compromiso, pocas veces resaltados por esos programas televisivos que, cámara en mano, entran a las villas miseria (o a los cantegriles uruguayos) para mostrar las prácticas condenables y reproducir los estereotipos sociales más temidos. Detrás de los titulares periodísticos que señalan la peligrosidad y la violencia como algo genético o una enfermedad incurable, Alarcón demuestra que en la villa también hay alegría y afectos, algo impensable en esas imágenes tan reaccionarias sobre la pobreza.

Ningún Robin Hood

La historia se inscribe geográficamente en la localidad de San Fernando, lindera con San Isidro, una de las zonas en las que el contraste económico entre los sectores sociales argentinos se hace más notorio. En la misma región conviven la opulencia y la ostentación con las felonías del poder y la miseria; durante los 90, los vecinos de San Fernando y San Isidro vieron cómo sus clubes náuticos y lujosas casas eran bordeadas por villas. El Frente fue, entre los 13 y los 17 años, uno de los ladrones más populares de los suburbios del norte del Gran Buenos Aires, con una diferencia respecto del resto de los chorros de la época: parte de lo que obtenía lo repartía entre vecinos, amigos y niños. Era además un defensor de los “viejos códigos” de la delincuencia: respetar el barrio, repartir el botín, ayudar a quien lo necesitara (ya fuera para una causa loable o incorrecta).

Sin un ápice de romanticismo (tan caro a la historiografía del bandolerismo), Alarcón reconstruye el orden informal impuesto por El Frente en los límites de su territorio y descubre que no había en Vital voluntad de ser socialmente justo. Por el contrario, El Frente sabía que el reparto del botín generaba una red implícita de protección. Esta particular ética delincuencial (comparable a la bondad amoral de un niño) convirtió el infortunio de Vital en una consagración.

Temporalmente el trabajo nos lleva a la Argentina de los 90 y nos muestra un retrato, incómodo, del fin de una época. Los pibes de la villa son parte del menemismo consumista, y los mismos que son capaces de robar, como El Frente, un camión de una empresa de productos lácteos para repartir entre vecinos y familiares son los que gastan el dinero de los asaltos en ir de shopping o consumir pastillas, diluidas en el vino más guerrero, diseñadas para el perfecto pequeño burgués (ése al que los programas televisivos jamás muestran drogarse).

Varios frentes

Pero al mismo tiempo, la generación de El Frente es la de mediados de esa década en la que la pobreza se vuelve estructural y se dispara un proceso general de pauperización de las condiciones sociales y laborales. Los jóvenes argentinos vieron disminuidas sus opciones de encontrar un trabajo estable, acceder a los beneficios de la seguridad social y alcanzar una remuneración que les permitiera cubrir las necesidades personales y familiares. Cuando la Argentina de la convertibilidad y del “cambio fuerte” desapareció, cuando no había industria para suplir el consumo interno desaforado, muchos trabajadores, aspirantes a incorporarse a la clase media, se vieron en la urgente necesidad de conseguir un lugar donde vivir y otra tarea para ganarse la vida.

Ésa es la historia de Sabina Sotello, la madre de El Frente, hoy devenida activista por los Derechos Humanos, quien trabajaba como guardia de seguridad. O de Pato, el otro hijo de Sabina, y sus doce horas diarias en un supermercado. También la de hijos y hermanos de ex combatientes de Malvinas que sobreviven sin ayuda estatal, tras haber peleado en una guerra sin saber por qué. Es la historia de las primeras filas de excluidos y desempleados de la crisis del sistema económico menemista, como Nadia, quien se mudó a la villa con sus padres luego de que éstos perdieran el empleo y la casa. Los hermanos varones de Nadia no son los únicos que encontraron en el robo la posibilidad de conseguir dinero, ayudar a la familia y saciar el consumo de droga. Para otros llegará la exclusión en sus postreras formas: cartonero, hurgador, mendigo.

Infrapolítica

Alarcón es un periodista de investigación y su obra, según él mismo afirma, abreva en los trabajos de Dashiell Hammet, Rodolfo Walsh y Truman Capote, entre otros. Sin embargo, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (estribillo de una canción que El Frente escuchaba con frecuencia y, a su manera, pedía como epitafio) es un trabajo por demás útil a cualquier investigador que se muestre interesado en los aspectos materiales y culturales de los sectores marginales y su vínculo con las distintas formas de violencia.

Pese a las declaradas deudas del autor con Walsh o Capote, desde la perspectiva historiográfica uno no puede dejar de realizar un paralelismo con las obras de Ranajit Guha y James Scott. Estos autores revalorizaron en sus investigaciones a los marginados del sudeste asiático como sujetos históricos y realizaron, a través de la incorporación de fuentes históricas no convencionales, una sugerente interpretación de la aparente pasividad de los oprimidos ante la desigualdad y el poder. En los reclamos que surgen de La San Francisco, La 25 y La Esperanza, encontramos la infrapolítica scottiana, es decir, aquellas prácticas por las cuales los dominados, sin tener ningún tipo de organización aglutinante, llevan a cabo actos de resistencia contra la autoridad. Un discurso oculto que critica al poder y por ende los lleva a “hacer” política (lejos de la esfera pública) y a conformar una cultura disidente. El repudio de la gente de la villa, a través de canciones o pintadas, hacia la policía, es un buen ejemplo de discurso oculto, siempre específico de un espacio social determinado y de un conjunto particular de actores.

Por las páginas del libro desfilan los sacrificios umbanda para proteger a los pibes, las fotografías tomadas a hurtadillas para registrar hechos de autoritarismo de la “poli”, la murga que les canta a los que ya no están, el registro minucioso de los ejecutados en los últimos veinte años, las pedreas sobre los patrulleros, las fiestas con asado y cumbia para celebrar la muerte de un informante de la policía; todas manifestaciones de jóvenes desaforados y hartos del maltrato policial que piden “reparación” (usando una expresión típica de las víctimas del terrorismo de Estado) para sus caídos.

La tumba de Vital, ubicada en la zona más pobre del cementerio, sobresale, ya que los jóvenes de la villa cuidan la sepultura, realizan ofrendas, cuelgan banderas, fotografías, bailan cumbia y derraman cerveza en un ritual para que el santo de los chorros los proteja. Las “V” -símbolo que El Frente incorporaba como una marca indeleble a sus prendas- se multiplicaron en los muros desde su muerte y, como otro acto de resistencia infrapolítica, suelen estar acompañadas de los cinco puntos que, en la simbología tumbera, significan “muerte a la yuta”, muerte a la policía.

El odio a la policía es, como señala el autor, uno de los lazos de unidad más fuerte que encontró entre los jóvenes dedicados al robo. Todos los protagonistas de esta historia tienen un familiar que murió en manos de la policía o que sufre todo tipo de vejaciones y humillaciones en las cárceles o institutos de recuperación de menores. Las madres de los jóvenes son quienes dan la pelea por los hijos (los padres no aparecen o nunca aparecieron) y defienden “que haya justicia para todos, para que [el gatillo fácil] no le vuelva a pasar a otro más”, como dice Matilde, una cartonera madre de tres de los integrantes de la banda liderada por El Frente.

Excluidos con el orden

Si ubicamos la obra de Alarcón en el esquema de Guha podemos decir que la subordinación es una relación recíproca que involucra tanto a los dominados como a los dominadores, por lo cual los grupos hegemónicos (o sus personeros) también reciben consideración en la investigación. En paralelo a las historias de los delincuentes y sus familias, el autor buscó dar cuenta de otros excluidos: los policías que, muchos de ellos habitando en la villa, custodian los comercios y las casas de los barrios vecinos y forman una red de corrupción con los distribuidores de droga.

El libro se inmiscuye en el mundo del “gatillo fácil” y de los castigos constantes a los jóvenes de la villa. Esos espacios de microdespotismo (ingeniosamente estudiados por Guillermo O’Donell en su artículo “¿Y a mí qué mierda me importa?”) son resabios de una de las dictaduras que más se ensañaron con la juventud; esos estigmas del joven como peligroso y su posible vínculo con una subversión (no sólo política) tal vez ficticia, pero legitimante de un orden social que, al fin de cuentas, ni sus escuderos más directos (los miembros de “la Bonaerense”) llegarán a integrar.