El Diccionario de la Real Academia tiene cuatro acepciones del término “marginal”. La primera es “perteneciente o relativo al margen”, y la segunda “que está al margen”. Lo que hoy habría que preguntarse cuando se usa el adjetivo “marginal” para referirse a determinado grupo social es con respecto a qué se es “marginal”, o mejor dicho, cuál es el centro al que el marginal bordea. Durante mucho tiempo lo marginal fue entendido, igual que la noción de periferia que presupone un núcleo, como compuesto por sujetos que están por fuera del centro y que de algún modo giran, como planetas, en torno a éste.

Centro social, centro económico, centro político, centro generador de costumbres, hábitos, moral y ética, centro generador de discursos artísticos, estéticos e informativos: la noción ha contaminado todos los discursos de nuestra sociedad, a tal punto que en estos días se discute una ley de descentralización. Sin embargo, al mismo tiempo es posible encontrar comunidades que por diversos motivos ya dejaron de reconocer al centro de poder como centro, que generaron su propio núcleo duro en su propia realidad.

En la literatura esta constatación llega tarde pero está llegando, a pesar de que la amplia mayoría de las obras relacionadas con lo marginal están empapadas de la idea (por más buena voluntad que pueda tener el autor) de que esa parte de la población está integrada por ciudadanos en potencia a los que hay que adiestrar. Por ese mismo pensamiento también se cayó en tres grandes clases de error a la hora de crear obras sobre esta temática. Por un lado, algunos encontraron graciosa esa realidad que no comprendían y se dedicaron a parodiarla adjudicándole defectos que en verdad mostraban ribetes más lamentables en la situación de la clase media progresista montevideana que los escritores muchas veces integraban. Otros exaltaban esta realidad pero sin entender sobre qué estaban hablando, lo cual derivaba en una celebración caricaturesca de lo más superficial de la comunidad retratada.

Por último, pero no menos peligroso, estaban los que hablaban de dar voz a quienes no la tienen. Herencia deforme de los estudios sobre subalternidad que puso sobre el tapete un artículo de Gayatri Spivak en 1983 (“Can the Subaltern Speak?” o “¿Puede hablar el subalterno?”) y que como siempre llegaron tarde a nuestro país; esta visión caía en la errónea idea de que el marginal es un subnormal que debe hablar o ser legitimado a través de un agente intelectual o político con voz autorizada.

En la literatura uruguaya se está generando muy de a poco una creación que escapa a estos grandes lineamientos; podría hablarse de la obra de Andrés Ressia Colino, o incluso de algunas obras de Dani Umpi (sobre todo las que protagonizan empleadas domésticas).

Veracidad y verosimilitud

Lo escrito hasta acá pretende justificar mi posición sobre Sucios, la primera novela de José Fonseca (Montevideo, 1950), que más allá de algunos detalles menores -y de que no está escrita propiamente por uno de los llamados marginales-, es una obra a tener en cuenta.

La historia gira en torno a Jimena, una joven prostituta adicta a la pasta base y a cargo de dos hijos, con un noviete en cana por hurto. Como se ve, la historia de prostitutas que presenta Fonseca cuenta con todos los clisés de las historias de prostitutas. A pesar de esto, el autor logra contarla de manera interesante y demostrar que en sí el clisé no anula una obra literaria.

Quizás el mérito mayor de Fonseca es no sólo conocer la realidad de la que habla (rasgo que por sí solo no hace buena una novela), sino quitarle todo rastro pintoresco a su prosa. Fonseca sabe de lo que está hablando pero no intenta impresionar al lector, mostrándole que conoce una realidad que el otro no, como una especie de medalla al mérito de escritor border. El autor da en el clavo y hace una novela en que “lo marginal” no es el tema ni el centro alrededor del cual gira todo, sino un simple detalle de los personajes y su entorno. Tampoco se excede con el lunfa, evitando entrar en el campeonato sobre quién sabe más palabras planchas, sino que reproduce un lenguaje que, como sabe quien haya estado vinculado a este entorno, es el que más se ajusta a la realidad. Los consumidores de pasta base no andan diciendo todo el día “amistá”, “pipas naik” o “sabelo”, ni andan afanando todo el día (ni siquiera son todos chorros). Al evitar la caracterización tonta, Fonseca desestigmatiza al consumidor de pasta base, lo saca del papel de enfermo mental a exterminar que proponen algunos noticieros televisivos, y lo muestra como un ser humano normal que tiene una adicción como mucha gente y que eso no lo reduce a la categoría de infrahumano.

Sucios logra mostrarnos el estado de enfermedad mental en que hemos caído con respecto a nuestra visión de la pobreza, la miseria, las drogas y la delincuencia. Sin llegar a una justificación de la adicción, el hurto o la prostitución, aparta de toda esta gente la etiqueta de enemigos públicos que cierta clase conservadora consciente, y determinadas personas que se creen progresistas y pueden llegar a ser más conservadoras que los primeros, intentaron marcar a fuego.

Se podría decir que los diálogos entre Jimena y Ahíta (un viejo cliente) son demasiado largos por momentos y le quitan tensión al relato. Se podría decir también que a veces los diálogos son un tanto cursis y medio melodramáticos, pero están realizados con tanta veracidad y fluidez narrativa que no llegan nunca a empalagar al lector. Se podría decir más cosas, y seguramente cada lector le encuentre alguna manchita nueva a este tigre. Pero más allá de sus errores, Fonseca demuestra que se puede hacer arte que incida en nuestra forma de ver la realidad cercana que vivimos. Me quedo con esta novela imperfecta de un tal José Fonseca y no con la cantidad de novelas bien escritas, experimentales y prestigiosas que alimentaron, y siguen alimentando, las jerarquías sociales del medioevo en versión progre.