El recientemente aparecido Cosas profanas: los límites políticos de los objetos retoma en gran medida algunos temas planteados en Lo sublime y lo obsceno (2005), un libro que llevaba por subtítulo aclaratorio “Geopolítica de la subjetividad”. Allí Núñez ponía en circulación una serie de dicotomías -militar/político, adiestrar/educar, educador/burócrata, instituciones/comunidades, individuo/sujeto y, no menos importante, catolicismo/protestantismo- con las que pretendía poner en evidencia el enfrentamiento de mentalidades que condujo al predominio de la actual forma del capitalismo. Configuraba allí una ampliación hacia la periferia del mapa ideológico esbozado por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo: por un lado, el agresivo mundo anglo (en Inglaterra reside el espíritu del utilitarismo y en Estados Unidos se encarnó su verbo, decía Rodó), y por otro ámbito mediterráneo, latino, y sus descendientes pobres -nosotros-, amenazados por la lógica perversa de los norteños.

Lo que hace Núñez en su último libro es trazar la genealogía -a la manera de Foucault- de esas distintas maneras de pensar que dividen la filosofía occidental, porque, como avisa en el prólogo, “esas cosas que hoy nos han invadido masivamente siempre estuvieron ahí, marca indeleble de ciertas formas de la episteme moderna, de la ciencia natural y de lo que Hegel llamaba ‘el entendimiento sin razón’. Y asoman también, inquietantemente, en la poesía y el arte.”

El “entendimiento sin razón” sería, groseramente, la aplicación parcial de las facultades de análisis omitiendo algunos de los fundamentos (el pacto respecto a la imposibilidad de aprehender la realidad) que hacen posible su proceder. Sandino Núñez rastrea el origen del entendimiento sin razón en los tipos de conocimiento basados en el orden territorial militar y en la observación científica naturalista que despuntan en el Renacimiento. Para ello, recicla la categoría de “hiperobjeto”, que debe tomarse de dos maneras: por un lado, sería el producto de la explicación militar/científica de determinado fenómeno del mundo natural; por otro, en su evolución posterior, sería también todo evento u objeto imposible de integrar a un sistema de pensamiento. Ambas definiciones de “hiperobjeto” comparten el “dejar afuera” algún aspecto fundamental del fenómeno estudiado (la existencia de un observador determinado, en el caso del saber militar/naturalista, la imposibilidad de darle sentido a ciertos productos culturales, en el caso de la sociedad actual).

Aunque confuso, el concepto de “hiperobjeto” le permite a Núñez establecer una distinción entre aquellos modos de pensamiento que prefieren no problematizar determinados asuntos (es decir, los “hiperobjetualizan” o, como dice el autor, los “hiperrealizan”) y aquellos que sí son permeables a dificultades externas e intentan interpretarlas; de allí la clasificación de comunidades pragmáticas y sociedades trascendentes. A modo de ejemplo: las comunidades pueden llegar, como mucho, a tolerar lo ajeno; las sociedades, a criticarlo, a intentar comprenderlo.

A primera vista, la afición por “hiperobjetualizar” parece propia de la cultura pragmática, pero Núñez hace una salvedad notoria: los basamentos científicos/militares del pensamiento occidental no deben ser desmontados totalmente (y en eso se aparta de Foucault y los posestructuralistas, y se acerca a Cornelius Castoriadis, tal vez quien más se dedicó a pensar en la necesidad de lo ilusorio en un esquema libertario) porque, aunque hegemónicos, son los que permiten la circulación del sentido, es decir, son los que sostienen la posibilidad de su propia crítica; el asunto, más bien, sería resistir a las formas radicales actuales del pragmatismo, que son las que sostienen al capitalismo descabezado. En este sentido, Núñez llega a proponer una alianza entre la tradición de la Ilustración y algunas prácticas de la Iglesia católica en tanto ámbitos del humanismo que fertilizan el ejercicio de la política.

¿Política versus democracia?

A pesar de que el concepto de política es central en todas las obras de Núñez (que distingue al marxismo economicista del marxismo culturalista, alinéandose con éste), no hay en Cosas profanas pasajes como los de su libro anterior, El miedo es el mensaje, en el que a propósito de la biografía de Jorge Zabalza se despachaba contra la izquierda contemporánea, el radicalismo, los tupamaros, el MPP y los blancos, el liberalismo democrático y la haraganería del sistema político para recuperarse de su agotamiento; abundan, sí, los casos literarios (Borges, Vallejo), televisivos (House, CSI), cinematográficos (The Ring, Terminator) a los que analiza, siguiendo a Freud y Lacan, como si fueran manifestaciones de la psiquis de nuestra civilización. Esta atención a la cultura pop es uno de los elementos que Núñez comparte con otros críticos marxistas contemporáneos, como Slavoj Žižek y Terry Eagleton, y hay que agradecerle al estilo posmoderno la posibilidad y el estímulo de la asociación de discurso teórico con ejemplificación entretenida. Por lo “universal” de estos ejemplos y por los límites del tema abordado, Cosas profanas es un libro más internacional que sus dos antecesores inmediatos (El Miedo... y DisneyWar), donde los asuntos locales se cruzaban con preocupaciones sobre el destino de Occidente.

En su calidad de avance en la clasificación geopolítica de Núñez, Cosas profanas aporta nuevos grupos opuestos: sociedades trascendentes o simbólicas, áreas latinas o romanas, ideología y cartesianismo versus sociedades inmanentes o imaginarias, áreas germánicas o sajonas, fetichismo, hobbesianismo. A la alianza “humanista” -especie de “nueva Internacional”- que convoca Núñez, parece aguardarle ahora un futuro más promisorio que en textos anteriores, no sólo por el tono de Cosas profanas sino porque aquí el autor comienza a trabajar sobre una posible práctica (“zona de verdad” o “línea de no contingencia”) ligada a “la educación, la emancipación, el derecho”. En cuanto a la geografía de la “nueva Internacional”, cada vez se asemeja más a un aggiornamiento magnificado de la “resistencia hispanoamericana” propuesta por Rodó, horrorizado ante el avance de la “nordomanía” en el sur del continente, que sucesivamente retomaron pensadores uruguayos de cuño nacionalista (Quijano, Real de Azúa, Methol Ferré).

Queda para el final el que tal vez sea el más problemático de los pares dialécticos manejados por Núñez -al menos desde la concepción liberal dominante de los asuntos públicos- ya que opone democracia y política. No se trata de enfrentar razón económica a razón política (una estrategia exitosamente planteada por José Mujica durante las elecciones internas y luego convenientemente olvidada en la campaña presidencial), sino de pensar en qué ámbito no democrático pueden desarrollarse las categorías “positivas” enumeradas por Núñez (el gobierno, la justicia, la educación, la emancipación). En Cosas profanas lo político es “la práctica social pensada a futuro”, “la elección es democrática (comunitaria), mientras que la decisión es política”, “la polémica es democrática mientras que la crítica es política”; en El miedo es el mensaje se lee: “vivimos en la más perfecta y radical de las democracias, sin justicia y (lo que es verdaderamente terrible) sin sentido de justicia -es decir, sin política. Pura economía de la comunicación, pura economía de mercado.” En general, Núñez une el sustantivo “democracia” al adjetivo “mediática” con un automatismo similar al que la izquierda de los 60 y 70 lo pegaba al adjetivo “burguesa”. Sería interesante que profundizara sobre este tema, especialmente ahora que su crítica ha logrado mayor predicamento, paradójicamente gracias a los vericuetos de la apertura mediática.