El 10 de mayo de 1929, mientras los norteamericanos se dedicaban a comprar acciones de forma desmedida sin siquiera presentir la debacle, mientras el hermano menor de Aparicio Saravia se restregaba las manos debido a la ejecución exitosa del plan que llevó a la muerte a su mujer liberándolo del karma del divorcio y la división de bienes, un niño de nueve años con tres heridas de cuchillo en su cuerpo atravesaba cinco kilómetros de campo y alambrados con su hermana de año y medio en brazos. A Matías Castro (1976), autor del libro Las dos muertes de Dionisio Díaz, el asunto le ha parecido sobredimensionado a través del mito y por eso intentó acercarse a esta historia desde una perspectiva más terrenal. Pero tropieza con un problema: lo que hizo el niño es, más allá de lo que se dijo y se inventó, una real proeza física capaz de resistir cualquier intento de desmitificación.
La historia de Dionisio es la de una familia humilde en un medio por demás agreste y solitario. La pobreza material se confunde con la cortedad de miras y los ciclos vitales apenas cambian de una generación a la otra. Para imaginar ese mundo es necesario descentrarse y volverse a centrar en coordenadas mentales distintas: un solo teléfono en kilómetros a la redonda, un tren que pasa cada tanto, un solo auto en todo un pueblo que además sólo puede ser manejado por un único conductor idóneo, escolaridad más que esporádica, niños vestidos como niñas a la hora de la primera foto (costumbre muy arraigada en aquel entonces, aunque el autor diga que “No hay explicación cierta sobre por qué fue vestido como una niña” en referencia a una imagen de Dionisio).
Es en estas cuestiones de contexto donde el libro de Matías Castro brilla con luz propia y ajena. Propia porque la elaboración ficcional que a veces acomete no se percibe para nada forzada sino que, por el contrario, se transforma en componente esencial del tono periodístico que presenta esta resignificación de la historia de la tragedia del arroyo Oro. Ajena porque es impresionante la cantidad de lecturas, entrevistas, material gráfico, testimonios de protagonistas y terceros por los que el autor ha tenido que transitar en los años de escritura. Si algo no se le puede achacar a este libro es que sea improvisado.
Camino al cielo
“Estoy interesado en canonizar niños. Hable con el cardenal Felici”, fue lo que dijo, en un tono lindero en lo mafioso, Juan Pablo II en 1989 a Roberto Cáceres, obispo de Minas, al escuchar un esbozo de la historia de Dionisio. El trámite no prosperó en la esfera burocrático-religiosa, lo que no parece importar a los hombres y mujeres que cada tanto van a los lugares de referencia del periplo del niño con su hermana y dejan mensajes tales como “Gracias, Dionisio, por tu ayuda” o “Gracias, Dionisio, por el pedido” e incluso “Gracias, Dionisio, por ayudarme a vivir”.
Sin embargo, al momento de los horrendos crímenes perpetrados por Juan Díaz (abuelo materno de Dionisio), el país y en particular aquella región del este se ocupaba casi exclusivamente del asesinato de Jacinta Correa, esposa querellante de José Saravia, ocurrido dos días antes a poquísimos kilómetros. La investigación de Matías Castro incluye un pormenorizado relato de esta situación y un análisis para nada traído de los pelos sobre posibles vínculos entre uno y otro crimen. Sobre todo porque Juan Díaz habría dicho (en relación al crimen de la estancia La Ternera) una frase que después quedó en la memoria colectiva y es repetida cada vez que la oportunidad lo permite: “Peores cosas van a pasar aquí”.
El libro culmina con una puesta al día de las situaciones de vida de los protagonistas. La historia más emocionante es la de Marina Ramos, la hermana salvada por Dionisio en aquella noche fatídica y que hoy tiene más de ochenta años y vive con su esposo de toda la vida. Marina se enteró tarde y mal de su historia. Su vínculo con Dionisio, a quien obviamente no recuerda, no siempre fue saludable. La historia la sobrepasó hasta que decidió apropiarse de ella y convertirse en lo que era: la hermana del niño héroe, del niño eterno. Matías Castro lo cuenta de una manera conmovedora y allí, en estas cuestiones vivenciales, por cierto más humanas que cualquier decreto que obligue a poner el nombre de Dionisio Díaz a una escuela, reside gran parte del interés que suscita la lectura.
Sería deseable que este libro logre ser agotado y entonces reeditado. En esa posible segunda instancia, editores y correctores van a tener que realizar una serie de precisiones y ajustes que hoy por hoy opacan algunos fragmentos. Hay clásicos errores de tipeo (que malogran la concordancia gramatical o perjudican ortográficamente ciertas expresiones), repeticiones sin sentido y cacofonías. Incluso hay una comparación ciertamente desubicada para este libro en la que el término comparado es el legendario perro animado Scooby Doo. Por más lirismo que se haya querido instalar en el fragmento, a veces es mejor reprimir ciertas imágenes.
A pesar de estos detalles, se trata de un buen libro. Probablemente Las dos muertes de Dionisio Díaz sea el trabajo más serio y documentado sobre el tema que aborda (incluye imágenes de certificados y documentos, así como reproducciones de las dos únicas fotos de Dionisio que se conservan) y como tal está destinado a convertirse en referencia de los “dionisólogos y dionisófilos” (así los llama el autor) de siempre y de los nuevos que a partir de su lectura puedan aparecer.