A principios de 1960, bajo su curaduría, la legendaria galería Apollinaire de Milán -institución al mando del marchant filogálico Guido Le Noci (cuando ésta cerró, el afamado escritor Dino Buzzati publicó la noticia en el Corriere Della Sera en forma de obituario)- expuso obras de algunos artistas que andaban “escandalizando” a la Francia radical-chic desde hacía un tiempito: Yves Klein (coideador del grupo y figura demasiado monstruosa para ser enfrentada aquí), sus amigos Jean Tinguely y Arman, Jacques de la Villeglé y los ultraletristas François Dufrêne y Raymond Hains. La operación de Restany, entre otras cosas, reescribió la idea de “movimiento”: esta vez había sido “inventado” por un crítico que trabajaba con los integrantes con funciones exclusivamente teóricas, mientras que hasta la fecha casi todos los que habían formado “corrientes” eran a su vez artistas; sucesivamente los casos más memorables aparecieron en Italia, con el Arte Povera de Germano Celant y la Transavanguardia de Achille Bonito Oliva.

Restany confirió a su criatura un carácter beligerante, ya que ese nuevo realismo se contraponía clara y frontalmente, no simplemente al buen gusto pequeñoburgués europeo (en los 60 cada vez menos pequeño y más burgués, por el creciente poder adquisitivo) sino también al dominante Informal y sobre todo a la flamante y “conciliadora” Pop Art, aunque curiosamente se “nutría” de los mismos alimentos que esa última, los productos de masa de la “sociedad de consumo”. Las declaraciones de Restany hablaban de “apropiación de lo real” en lugar de su simple idealización o de una especulación sobre éste. El uso directo de los objetos cotidianos (industriales) en sus obras era constante y realmente novedoso (excluyendo, como siempre se debería excluir, el unicum que fue Dada): dejaban de ser partes de un cuadro, de un “conjunto” (como los recortes de diarios o mimbre insertado en las telas cubistas) y asumían el rol protagónico de la obra. Pauta que es tan obvia hoy en día que es casi imposible pensarla tan impresionante hace sólo 50 años.

Desviando objetos

Con el eslogan de una “apasionante aventura de lo real capturado en sí, sin el prisma de la transcripción conceptual o imaginativa”, muchos de los nombres más destacados del arte occidental del siglo XX siguieron siendo “nuevos realistas” hasta 1970. Oficialmente, el núcleo inicial se estableció en casa de Klein el 27 de octubre de 1960, contando, más allá de los mencionados, con Rotraut Uecker y el bailarín-cocinero con un pie en Fluxus Daniel Spoerri, pero con el tiempo se fueron agregando figuras clave como Nikki de Saint-Phalle, Mimmo Rotella, César, Gérard Deschamps y Christo. En realidad, pocas veces se había visto un movimiento compuesto por personalidades y modalidades creativas tan diferentes; salvo el núcleo, interno al grupo, de los llamados affichistes, cuyos productos eran muy similares entre sí.

Conviene entonces empezar con ellos: su técnica, llamada décollage (término aparentemente inventado por Emilio Villa, poeta y crítico italiano, suerte de oculto “maestro” de las nuevas vanguardias posbélicas), bien describe cómo esos artistas, en tiempos y maneras diferentes, venían “deshaciendo” cuadros: robaban afiches estratificados de la calle, y arrancaban pedazos de éstos, componiendo nuevas imágenes por sustracción de partes de los diferentes avisos. Su génesis es controvertida y casi imposible de reconstruir, pese a que la mayoría de los críticos cree que el primero fue el calabrés Rotella, pero en lugar de pelearse, los cuatro (junto a él caminaban por el mismo sendero Villeglé, Heins y Dufrêne) trabajaron codo a codo. El resultado eran imágenes al borde de la reconocibilidad que perdían su función práctica recibiendo otra, acotada entre el vandalismo y el interior design, fruto de una reflexión sobre el nuevo paisaje urbano, la vida efímera de las imágenes más expuesta a la vista del ciudadano, o sea, una infatigable “arqueología del presente” creada para preservar escombros “eternos” de los que el sistema de consumo borraba vertiginosamente.

La otra “magnífica obsesión” del Nouveau Réalisme fue la acumulación, utilizada como clara denuncia de una tendencia mercantil que empezaba a marcar las sociedades industrialmente más desarrolladas, y que vislumbraba una especie de retorno a la acumulación primitiva, totalmente impulsiva e irracional. La obra capital en este sentido es Le Plein, que Arman “construyó” dialogando con Klein, quien en 1959 había pintado de blanco la galería parisina Iris Clert exponiendo Le vide, el “vacío” -es decir, nada-, obras mentales que no existían materialmente sino en su cerebro, apogeo de metafísica y misticismo. Arman respondió un año más tarde llenando completamente el mismo espacio con todo tipo de objetos, hasta que la gente no pudo acceder más a la galería; con un acto muy sagaz iba citando el Merzbau de Kurt Schwitters, pero con dos diferencias fundamentales: desde un espacio privado, la casa, Arman pasó a un espacio social abierto y además comercial; el acopio no tenía ninguna finalidad estética directa (en el caso del alemán, por ejemplo, eran incorporadas al conjunto obras de artistas amigos como Hannah Höch y Sophie Taeuber) sino la del mero disruptivo acaparamiento.

La ceremonia final

Para los nuevos realistas, la basura, el barrido, la imprecisión, fueron centrales sobre todo en antagonismo con la estética limpia, prolija (y “mecanizada”) de la Pop de Warhol, Lichtenstein y parcialmente Oldenburg, pero también como puntos de contacto con los neo-dada americanos. El catálogo es amplio: la suciedad (los contenedores/retratos transparentes saturados de basura de Arman), la interactividad del público con totems de repuestos mecánicos usados, a la vez amenazadores y juguetones (las esculturas móviles y autodestructivas de Jean Tinguely), las escorias de la civilización de las cuatro ruedas (los cubos enormes formados por carcasas de autos comprimidos de César), la “violencia” pollockiana reducida a un tiro al blanco (los shooting paintings de Niki de Saint Phalle, que disparaba con un rifle a frascos de pintura creando cuadros abstractos), el almuerzo o desayuno “congelado” en todos sus componentes reales, de los platos a las migas, y colgado a la pared (las snare-pictures de Spoerri).

Después de 1963, luego de una exposición colectiva en la Bienal de San Marino, el movimiento no expuso más conjuntamente; sin embargo, es recién en 1970 cuando con una delirante celebración de tres días en Milán se termina públicamente la “fiesta”: una de las esculturas de fuego de Klein es prendida en una plaza, minicontenedores de inmundicia de Arman regalados al público, Dufrêne imita a Mussolini en una perturbada proclama, Christo logra empaquetar el monumento de Leonardo Da Vinci en la plaza de la Scala, Tinguely hace explotar una estatua fálica llamada Victoria, Saint-Phalle dispara y Rotella desgarra, finalmente todo se termina en un convite llamado La última cena: banquete funerario del Nouveau Réalisme, organizado por Spoerri. Pero todos estos años no se sienten, el Frankenstein de Restany, oficialmente difunto, parece en realidad más vivo que nunca. Tal vez el hecho de que, aparentemente, ninguna gran retrospectiva sobre el movimiento sea prevista para 2010 es un síntoma de su vigencia, de algo tan contemporáneo que no necesita celebrarse. Restany hace dos décadas resumió así su esencia: “reciclado poético de la realidad urbana, industrial y publicitaria”, o sea, la actitud que impera en las galerías y museos del globo y se hizo hegemónica. En muchos sentidos, quedamos todavía esperando un nuevo adjetivo que preceda al viejo sustantivo.