Vargas Llosa siempre estuvo cerca de la polémica. Esto es obvio en su faceta política: fue quien más duramente se distanció de Cuba en 1971, cuando estalló el “caso Padilla”. Pocos años antes se contaba entre los partidarios de la revolución, y en los 50, como estudiante de la limeña Universidad de San Marcos, había pertenecido a una agrupación filocomunista. En la década del 70 iría alejándose sostenidamente de las posiciones de izquierda, lo que, en un clima polarizado, agudizó su imagen como hombre del extremo opuesto. Él prefiere definirse como un “liberal laico” y apela a sus convicciones a favor del matrimonio homosexual y la legalización del consumo de drogas blandas para separarse del conservadurismo tradicional.

Ciertamente, Vargas no era la opción de la derecha cuando en 1990 decidió disputarle la presidencia de Perú a Alberto Fujimori. Decepcionado por las perspectivas iniciales, abandonó la competencia antes de que se celebrara la segunda vuelta electoral, dejándole el camino libre al ingeniero japonés. Al poco tiempo adoptó la nacionalidad española y pareció alejarse definitivamente de la política partidaria (pero sin abstenerse de opinar: sus ideas al respecto pueden consultarse semanalmente en Búsqueda).

España también fue el destino de Vargas Llosa hace medio siglo, cuando ganó una beca de estudios buscando instalarse en París, todavía una Meca para los artistas de la época, como atestigua bien Rayuela, de Cortázar. En ese deambular por ambos continentes -tiene una teoría propia sobre el escritor peruano como exiliado permanente- y tras una seguidilla de novelas que obtuvieron gran reconocimiento crítico (La ciudad y los perros, sobre su experiencia en un liceo militar, de 1963, y La casa verde, coral historia prostibularia, de 1965), Vargas Llosa se convierte en protagonista del boom de la literatura latinoamericana y en miembro prominente de una “familia intelectual” que compartía esperanzas de cambio político, confianza en su talento artístico y apetencia por la retribución material de ese talento. También en 1971 Vargas se apartaría de ese grupo en una polémica con Ángel Rama, afirmando que nada programático lo unía a gente como Cortázar o su amado-odiado Gabriel García Márquez, a quien ahora acaba de igualar en distinciones de primer nivel (además de nóbeles, los dos son premios Cervantes).

García Márquez fue objeto de la tesis doctoral de Vargas Llosa, quien siempre fue un dedicado ensayista literario: son notorios sus trabajos sobre su compatriota Arguedas, sobre Flaubert (su modelo de disciplina laboral) y sobre Onetti (hace dos años editó El viaje a la ficción) en los que, sin trampas, también desliza una teoría sobre su propia escritura. Al decir de César Aira, la técnica del peruano consiste en “una narración en varios planos simultáneos, formando un puzzle a cuyo desciframiento el lector no tarda en acostumbrarse; pero es preciso remarcar que una vez rearmados esos elementos, la narración de Vargas Llosa es estrictamente realista”. Lo que en el argentino es una crítica no muy velada también puede ser visto como una virtud: la capacidad de Vargas para integrar procedimientos vanguardistas a una prosa accesible al gran público. Tal vez el mejor ejemplo de esta conjunción sea Conversación en la catedral, su caudalosa novela de 1969 (Seix Barral la publicó originalmente en dos volúmenes), que explora las posibilidades de la superposición de estilos narrativos al tiempo que ilustra las miserias creadas por la corrupción de la dictadura que gobernaba Perú a mediados del siglo XX.

Hay también un Vargas Llosa menos interesado en el rupturismo, la política y la historia y más dedicado a la comedia. Es el de La tía Julia y el escribidor (basada en un hecho autobiográfico: su primer matrimonio fue con una hermana de su madre; luego se casaría con una prima) o el de Pantaleón y las visitadoras. Hay otro Vargas Llosa dramaturgo, que se suma al ensayista, al cuentista (Los jefes, de 1957, es un gran libro de relatos) y al memorialista, pero, por sobre todo, hay un Vargas Llosa novelista (que con la próxima aparición de El sueño del celta llegará a los dieciséis títulos en este rubro). Se puede pensar que los suecos premiaron ayer a un fiel representante de una época en que la novela era un medio privilegiado para expresar una opinión profunda sobre el mundo. Vargas Llosa abrazó la vocación literaria y la forma novelística con fervor y, sobre todo, con sinceridad. Si de algo no puede acusárselo es de falta de franqueza en esos planos en los que fue y es notorio.